Cuando Fiorela Silva cumplió 20 años, una amiga le regaló tres aerosoles con los que salió a pintar por Villa Tesei por vez primera: “Hice un árbol y quedó horrible, pero me divertí un montón y de a poco empecé a pedir una pared, a pintar en la calle, a buscar lugares”. Mientras trabajaba en barras de eventos haciendo tragos y estudiaba diseño en imagen y sonido, Fiorela empezó a pintar y pintar su colorido bestiario en paredes aquí y allá. Literalmente: ya estuvo haciéndolo en Inglaterra, Italia, Bolivia, Holanda, Francia y España, aunque su sencillez siga siendo la de una piba de 25 años del Oeste a la que la vida la llevó a vivir experiencias fuertes. “Hay cosas que te duelen tanto que no te queda otra que aprender todo de nuevo”, sintetiza y mejor no hablar de ciertas cosas; mejor pintarlas.
“Soy de improvisar en la pared: pintar en la calle es una actividad muy social. Capaz vas con una idea, pero ese día te pasan muchas cosas que te condicionan”, explica. Y dice que la gente es muy solidaria: “Cuando fuimos a pintar a la Isla Maciel, con el proyecto Pinto La Isla, hacía un calor que te morías... y un pibe pasó ¡y a los veinte minutos volvió con un kilo de helado para regalarnos!”
Fiorela, que también pintó un gallo en cancha de Deportivo Morón aunque no es hincha de ningún equipo, tiene un proyecto en el municipio de Hurlingham por el que hace un mural por mes, junto a otros muralistas, ahí, en Villa Tesei y en William Morris. No obstante, con la simpatía universal de pintar las calles del mundo como estrategia, el año pasado participó junto a otras 130 mujeres en el Femme Fierce Leake Street All Girl Takeover. Y de ahí a todas partes.
Esta piba que aprendió mirando videos de Franco Fasoli (Jaz) y del mexicano Seher tiene ganas de visitar México: “Es un país con una tradición muralista muy fuerte, y que aún tiene sus raíces muy latentes: te encontrás con gente que puede hablar de los mayas con mucho conocimiento”, propone, y confiesa que si fuera por ella no se pagaría un viaje a Europa. Y también, con arte pero sin mandarse la parte, ignora olímpicamente el circuito convencional de los museos, como casi todos los que hacen arte callejero: “No me sale pintar sola en casa, me aburro: me gusta subirme a una escalera, meter el rodillo, me gusta que sea física la cosa: encarar algo en una pared re grande y saber que tenés tres días para pintarla. Además tenés respuesta inmediata, de hecho la gente la ve antes de que termines”.
“Y lo genial es que es muy diferente en cada lugar”, sigue Fio Silva. “Acá es muy fácil pintar, pero en Europa es mucho más burocrático: no podés golpearle la puerta al vecino, preguntarle y ponerte a pintar, necesitás permiso municipal. Acá hay una libertad que está buenísima: muchísima gente de 50 años para arriba que entiende que esto está bueno para todos. Y siempre es distinto: una semana pinté en un pueblo de Francia, con lluvia, nieve y dos grados bajo cero, y capaz que no había mucha comunicación; pero antes había pasado por Lisboa y había una comunidad africana, y la gente era lo más: empezaba a trabajar a las 9 y ya a las 10 me invitaban a fumar. ¡Nunca me regalaron tanto porro en mi vida!”.