Hace tres años, el director estadounidense Robert Wilson y el bailarín y actor de origen ruso Mijail Baryshnikov presentaron en Buenos Aires, junto a William Dafoe, The Old Woman, una propuesta de gran belleza plástica con guiños al cine mudo y al expresionismo, en la que la dupla de intérpretes reflejaba estados emocionales y físicos alterados. Esta vez, en Letter to a Man, Misha está sólo en el escenario. Su presencia es magnética: da vida a Vaslav Nijinsky, el bailarín y coreógrafo ruso (1890-1950) que marcó a fuego la danza con su virtuosismo, su intensidad dramática y su afán de cambiar unas cuantas convenciones del ballet, como alterar su fluidez e incorporar un matiz sexual. Su vida fue tan intensa como su arte. De la mano del empresario Serguei Diaquilev, quien empezó a dirigir su carrera, Vaslav se convirtió en figura clave de los Ballets Russes, la compañía que brilló en Europa y en el mundo incorporando las vanguardias artísticas en sus puestas. Fueron amantes, lo cual no impidió que Nijinsky se casara en Buenos Aires, durante una gira, con la bailarina Rómola de Pulszky, también integrante de la compañía. Esa decisión enojó tremendamente al empresario, al punto de despedir a ambos del elenco. Nijinksy padeció trastornos mentales, fue varias veces internado por esquizofrenia y paranoia, y murió en Londres.
La obra que traen al Teatro Coliseo es la puesta en escena de su mundo mental y emocional; una inmersión en su psiquis a partir de la adaptación de sus Diarios escritos en 1919, tras bailar por última vez en público. Su deterioro mental impidió que siguiera desarrollando su carrera. Ya había coreografiado La siesta del fauno con música de Debussy, y La consagración de la primavera con música de Stravinski, entre otras piezas.
Durante poco más de una hora, el amplio escenario muta en una serie de imágenes bellas, desgarradoras, dolorosas, poéticas, burlonas. Todo con un cuidado estético extremo: los cambios de luces, de colores, las proyecciones, las variaciones de sonidos y ritmos musicales, la multiplicidad de voces en off (hablan el intérprete, una voz femenina que acaso sea su esposa, el propio Diaguilev, un narrador en tercera persona), los idiomas (los textos se escuchan en inglés francés y ruso), el uso de objetos, el cuerpo y la expresividad de Baryshnikov desde sus pies hasta su cabeza. Todo con suma precisión, como una máquina perfectamente articulada. El gran escenario deviene la pantalla mental donde cobran vida las ideas, los fantasmas y las obsesiones de Nijinsky. El cuerpo grácil y poderoso de Misha se recorta del fondo y acentúa la soledad del artista, que abre la noche repitiendo en diversos idiomas: “Yo entiendo la guerra porque peleé con mi suegra”. Luce impecable, de traje, la cara en blanco, casi como una marioneta, sentado en una silla que tras fulgurantes apagones dejará ver la camisa de fuerza que lleva debajo. Los cambios de luces, de idiomas, de posiciones de su cuerpo y hasta de ciertos efectos especiales (el traje es arrancado mágicamente dejando ver el chaleco de fuerza) funcionan como martillazos mientras se escucha esa frase irónica. El humor corrosivo y la agudeza de sus reflexiones están casi siempre presentes: cuando se refiere a su mujer, a Diaguilev, a Dios, a las prostitutas que frecuentaba en París, a la Tierra y sus terremotos, a la democracia. Bastan un apagón y un corte musical para que la escena se transforme en un nuevo espacio. El escenario es su cabeza, donde las ideas se superponen, se acomodan como pueden, se mezclan, se reiteran, se profundizan, se contraponen. El tema de Dios es al que vuelve una y otra vez desde distintos ángulos. Por momentos se distingue de él, por momentos se amalgama para volver a separarse, enfatiza su falta de temor a Dios, su concepción de un ser supremo como amor y vida. “Soy Nijinsky”, dice una y otra vez. También: “Soy Dios”. Y también: “Soy una bestia depredadora”. Un balanceo que lo lleva finalmente a pronunciar: “Amo la vida y quiero vivir. He sufrido mucho”.
Barysnikov se mueve como pez en el agua: congelado, de pie, sentado o caminando, bailando con fluidez, con tensión, con ramas en las manos o con una silla. Es siempre expresivo, concreto, contundente. Y resulta muy placentero verlo. Según la ubicación, el espectador podrá apreciar más o menos la carga emotiva de su rostro, de sus manos. Pero la concepción global del espectáculo es tan amplia y orgánica que las emociones y los estados viajan desde la escena hasta las butacas más alejadas. Desparpajo, profundidad, dolor, confusión. Todos estos climas se suceden y bailan en el escenario, pasan de uno a otro como un pestañeo. Las percepciones de Nijinski sobre diferentes cuestiones resultan tan precisas como el cuerpo de Misha y la magia escénica de Wilson. “Diaguilev me enseñó todo. Me dejó porque lo aburría... Eres un hombre rencoroso. Yo no te deseo el mal”, desliza.
Como en todos los espectáculos con subtítulos, resulta molesto tener que desviar la mirada de la escena para leer el texto. Por suerte, como en este caso las frases se repiten en distintos idiomas, se puede apreciar mucho más la acción sin perder la fuerza de la palabra, que aquí es central. Sobrevuela, sin embargo, una sensación contradictoria: el padecimiento mental y la locura lucen tan estilizados y pulcros desde el tratamiento plástico - -si no fuera por el sonido de a ratos áspero y por ciertas imágenes crudas– que cabe preguntarse qué lugar ocupa la sordidez que suele acompañar al sufrimiento psíquico y espiritual.