"Considero a la música una distracción útil. Una herramienta para concentrarse, para evitar que la mente divague". Esas podrían ser las máximas musicales de un asesino a sueldo. Un sicario profesional, disciplinado, riguroso en el control de sus movimientos y de sus emociones. La música de The Smiths inunda El asesino, la última película de David Fincher, que luego de un estreno limitado en cines, está disponible en Netflix. Pero su protagonista le otorga a esa banda de sonido el beneplácito de la relajación, el equilibrio de todo sonido de ambiente, la condición de telón de fondo de las acciones que importan. La voz de la película es la de Michael Fassbender, quien con su cuerpo tenso y fibroso da vida a un asesino sin nombre, un agente contratado para matar, un eslabón invisible de una cadena que une a los poderosos con sus objetivos. Una sombra que pasa desapercibida entre el bullicio de la ciudad, que se pierde en la multitud para no ser recordado, que se mimetiza con su entorno para escapar de observadores atentos y cámaras de seguridad. Un hombre sin atributos.
Es raro pensar en Michael Fassbender como un hombre sin atributos, ordinario e invisible, alguien que se pierde en la muchedumbre. Sus ojos celestes destacan en su rostro límpido, abierto, con cierta astucia guardada en el revés de su expresión. Esa singularidad parece arrebatarle la intrascendencia que Fincher aspira a modelar en su mirada concentrada en el objetivo, atenta a evitar traspiés, obsesionada por el tiempo y las mediciones. Quizás imaginarse a Fassbender como un hombre sin atributos sea tan difícil como imaginarse a Alain Delon en la piel de Jeff Costello en El samurai (1967) de Jean Pierre Melville. Un asesino solitario y trágico, un flâneur de la antesala del Mayo Francés, un criminal de estilo, con su sombrero pulcro y su gabardina impecable, sus movimientos precisos, el ritmo perfecto de la estilización del policial. Fassbender recuerda aquella belleza clásica de Delon, con un claro atisbo del cinismo contemporáneo, envolviendo aquella fatalidad en una declarada convicción del caos que lo rodea.
El signo de este tiempo está en la persistente voz de Morrissey, que ofrece la distancia justa para acercarse a las imágenes. Los primeros acordes asoman en el preámbulo al primer disparo, luego de varias jornadas de espera. El asesino es el relato de una misión fallida y sus imprevistas consecuencias. Es la historia de cómo lidiar con el fracaso para alguien entrenado para la muerte garantizada. En ese tiempo previo, el asesino sin nombre nos entrega en su propia voz una cuidada exégesis de su tarea, los pormenores de su preparación, el tedio de la espera, el control de los daños colaterales. Su tono es sereno y concentrado, casi como un manual de estilo sobre el asesinato sin motivación, un distanciamiento eficaz de todo compromiso emocional. La voz en off de Fassbender se derrama sobre cada imagen de su rostro, llena el vacío de la infinita espera, acompaña los preparativos para el disparo certero. Entonces suenan los Smiths y la música se esparce por ese habitáculo deshabitado y lleno de plásticos frente al objetivo, acompaña el ajuste de la mira y la carga de la munición, nos invita a seguir la trayectoria del proyectil. De pronto se escucha una tenue maldición del protagonista, un cristal que estalla en mil pedazos, la víctima equivocada que se desploma.
Basada en la novela gráfica los franceses Alexis 'Matz' Nolent y Luc Jacamon, El asesino encarna con precisión el universo de Fincher. Se nutre de su paleta de colores fríos, de los movimientos milimétricos de la cámara, de sus corazones sin latido. La misión fallida desencadena un itinerario impensado que adquiere la forma de la venganza. Una venganza calculada, meticulosa, obsesiva. Al igual que la obsesión del periodista de Zodíaco, el camino del asesino se plantea como un abismo irrenunciable, un viaje hacia adelante sin paradas. Nueva Orleans, Florida, Nueva York, Chicago. Cada ciudad, un objetivo. Un nombre, una dirección, una estrategia. Sin demoras ni desvíos, sin tiempo de descanso o de diversión, sin atisbo de humanidad o vacilaciones. Fincher fortalece la mecánica del personaje como Melville delineaba la iconografía del policial, cada vez más abstracto, más esencial. En The Driver (1978), Walter Hill evocaba el recorrido de Jeff Costello en El samurai pero convertido en un chofer de asaltos, un especialista en fugas. La parca interpretación de Ryan O'Neal funciona como un modelo juvenil de la aridez de Fassbender, un rostro casi adolescente endurecido por la firme aproximación de Hill al género, por su tratamiento gélido y su paleta plagada de azules. Un antecedente perfecto.
Un asesino y su conciencia. Esa dupla es el centro de la película de Fincher. Una conciencia que asoma en una voz insistente y melodiosa, que reflexiona sobre procedimientos y decisiones, sobre la ética de su oficio, que expresa una forma austera del monólogo interior. Un decálogo con máximas como "No confíes en nadie" o "¿Qué gano yo con esto?". Y, como la sombra del personaje, la voz da carnadura a su interior, inaccesible desde el adusto semblante. Los otros sonidos son apenas audibles: el click de la carga en la pistola, los pasos ligeros en un salón vacío, el roce de la ropa contra el piso en las posturas de yoga. Y las canciones de los Smiths, "Well I Wonder", "I Know It's Over", "How Soon Is Now", todas de los álbumes de los años 80, todas de la misma época de la que arrastra los extravagantes alias de su personaje cuando escapa: Félix Unger, Howard Cunningham, Reuben Kincaid, habitantes de ese ecosistema cinéfilo que Fincher admira en aquel pasado que imagina inaccesible.
Y Fassbender también asciende como ese ser inaccesible. Su gracia para caminar en la calle, entre los transeúntes distraídos, lo eleva apenas del piso, como alguien fantasmal que no deja rastro. Vestido de beige para convertirse en un turista alemán con el que ningún francés quiere hablar, se sienta en el banco de una plaza de París a la espera de un cuerpo que llene su mira. Un cuerpo como otro, intercambiable, como los muertos serán las estadísticas que anulan la vergüenza y el remordimiento. Pero entre la misión fallida y la obsesión de la venganza anida el verdadero destello que persigue Fincher, aquello que obliga a la improvisación de quien nunca improvisa, que despierta el latido de un corazón quieto. Fassbender anima esa obsesión sin excesos ni desbordes, con la elegancia tenue de su mirada, con el tímido sobresalto de sus músculos. Una nota imperceptible de emoción, sin la humedad de las lágrimas. Con los acordes de The Smiths agitando la pretendida distracción.