Ojo con los vecinos. En algún punto de 1977, Neil Young salió a caminar por las calles de Malibú y se cruzó con Carole King antes de llegar a la playa de Zuma. Conversaron sobre esto y aquello hasta que, eventualmente, Young invitó a su colega a escuchar su inminente nuevo álbum. Un rato más tarde se desparramaron en los sillones y pusieron el acetato. Escucharon tres o cuatro temas y, promediando la sesión, King le frenó el carro. “Esto no es un disco”, dijo. “No es un verdadero disco. Quiero decir… no hay nadie tocando. La mitad de los temas sos vos solo con la guitarra”. La artista de Tapestry, orfebre hasta la extenuación, tenía su punto. Un poco al tuntún, Chrome Dreams reunía doce canciones grabadas en las situaciones más peregrinas. Una sesión en Nashville. Estallidos de los Crazy Horse. Murmullos junto a una fogata. Neil, que vivía en estado de gracia, cajoneó el proyecto como si nada. ¿A quién le importa el mejor disco de los setenta?
La ucronía es un sueño eterno. Después de décadas de circulación pirata, Chrome Dreams acaba de ser publicado como parte de la Special Release Series. Es un evento extraño, inmedible. En estas u otras versiones, ya conocemos buena parte de las canciones. Tres o cuatro aparecieron en American Stars 'N Bars (1977) y tanto “Powderfinger” como “Sedan Delivery” fueron a parar a Rust Never Sleeps (1979). "Look Out for My Love" es uno de los mejores momentos de Comes a Time (1978) y “Stringman” permaneció inédita hasta el Unplugged (1993). El disco, sin embargo, no suena a mera recopilación. Todo lo contrario. Como si acaso, guiadas por una misteriosa fuerza magnética, todas estas canciones regresaran a la nave nodriza.
A mediados de los setenta, Young estaba en el ojo del huracán. Ahí no había ninguna calma. Mientras cerraba el círculo maldito de la Ditch Trilogy, buscaba terapias para Zeke (su primer hijo, diagnosticado con parálisis cerebral) y llenaba los papeles de su divorcio. Tomaba cocaína en proporciones atendibles, luchaba contra unos nódulos en su garganta y seguía sin guitarrista tras la sobredosis de Danny Whitten. Suena como el rutinario final de la carrera para centenares de artistas del rock & roll. No para Neil Young.
“Ey, tengo un guitarrista”, dijo Billy Talbot. “Quiero traerlo con nosotros. Lo que sea que necesitemos, Poncho puede hacerlo”. Unos días después, Frank ‘Poncho’ Sampedro viajó con el resto de los Crazy Horse hasta Chicago. Era un hijo de puta carismático, primera generación de su familia que no se dedicaba a la pesca sino a la guitarra, el robo y la vida nómade. “La noche que lo conocí, Neil nos mostró unas siete u ocho canciones”, dice Poncho. “Toqué un par y le pasé la guitarra a otro. Neil me dijo: ‘No, tocá vos’. No me di cuenta que me estaba mostrando las canciones que íbamos a grabar al día siguiente. ¡Se suponía que me las tenía que aprender!”
El tratamiento de shock duró un suspiro. Para cuando Poncho terminó de acomodarse, ya habían grabado Zuma y Neil estaba saliendo con la que sería su segunda esposa: Pegi Norton. Se abría una hendidura en el cielo. Neil aprovechó para operarse de los nódulos y, en el verano del 75, siguió la recomendación de los médicos: pasó toda la convalecencia en La Honda con sus amigos. Como prácticamente no podía hablar, la pandilla conversaba con las chicas del Venturi’s a través de un lenguaje de señas sui generis. De un bar al siguiente, y así.
“Estábamos hasta las manos”, dice Taylor Phelps. “Neil sentía una intensa atracción por una chica llamada Gail, pero no pasaba nada. Nos volvimos al rancho muy tarde y, mientras esperábamos la tormenta, Neil se puso a tocar el teclado Stringman. Estaba poseído. Iba y venía. Llegado un punto cada uno se fue a su casa y, un rato después, volví a buscar una valija que me había olvidado. Abrí la puerta cuando el sol estaba saliendo y ahí estaba Neil, tocando como un maníaco”.
Quién sabe si alguien tiene esa pieza de memorabilia, pero mejor que la atesore. Young escribió la letra de “Like a Hurricane” sobre la última página de un periódico, montado sobre una figura descendente de acordes y un estribillo fatal. La banda tardó en encontrarle la vuelta. Sumaron y sumaron. Había que restar. “Es un trance”, dice Neil. “Suena como si estuviéramos tocando rápido, pero no. Es como si todos empezáramos a nadar en círculos hasta que la canción se eleva y trasciende la idea de velocidad”.
En marzo del 76, Crazy Horse se embarcarcó en una gira por Europa y Japón. Volvieron detonados. Neil se atrincheró unos meses en su casa y drenó, gota por gota, el combustible metafísico de Chrome Dreams. Sentado frente al fuego, invocó la parábola del salmón y grabó "Will to Love". A su manera, a su chamánica manera, ya tenia la cara y la ceca del disco: de un lado, la estática concentrada en el ojo del huracán; del otro, la intimidad acústica en la cáscara de nuez.
Revisó el calendario y se agenció los Indigo Studios para las noches de luna llena. Construido a metros de un cementerio indio, el estudio cumplía con los requisitos espirituales. Así que apenas caía el sol, Neil pasaba a buscar a su productor David Briggs y ponían manos a la obra. "De pronto me miraba y decía: 'Voy a abrir la canilla'”, recuerda Briggs. “Así salieron 'Powderfinger', 'Out of the Blue', 'Ride My Llama'. Estoy hablando de sentarse en el estudio y que en veinte minutos estuviera lista 'Pocahontas'. Sin papel, sin lapicera, nada de esas tonterías. Simplemente agarrar la guitarra y que el demonio tome el control”.
Habría que revisar la situación meteorológica del 8 de noviembre de 1976. Tanto “Powderfinger” como “Pocahontas” fueron grabadas ese mismo día, pero se pierden en el agujero de gusano. La primera es el soliloquio de un muchacho que cumplió 22 años y, en algún punto del siglo XIX, se queda circunstancialmente solo con su madre en el rancho. A través del río, se acerca un barco de bandera roja y “no parece que venga a repartir el correo”. Su padre y su hermano mayor están de caza en la montaña. Big John vaga borracho por ahí. El muchacho toma una decisión: levanta el rifle y pone su ojo sobre la mira. “Entonces vi todo negro”, dice. “Y mi cara estalló hacia el cielo”.
El protagonista de “Pocahontas” acaso sea el muerto, buscando su enclave en el limbo. Ahí está la aurora boreal. Los búfalos. El hombre blanco masacrando a la tribu. La patria anhelada y nunca vista. De pronto, el tiempo se pliega sobre sí mismo. Un taxi surca la noche estrellada de la planicie. Pocahontas duerme en su tipi. Más allá, junto a la fogata, Marlon Brando conversa sobre temas peregrinos. Brota humo de su pipa. Marlon Brando, Pocahontas y yo. El sueño cromado del hombre eléctrico.