Ha sido una campaña con muchas emboscadas, con asesores que aconsejan mentir a candidatos que afirman una cosa en primera vuelta y se desdicen en la segunda. Entre la primera vuelta y el debate y el respaldo del que salió tercero al que salió segundo, se presenta un panorama poco descifrable para el diagnóstico. Sobre todo ha sido una campaña que llevó a una mayoría menos politizada a fundamentar el voto en dos cuestiones emocionales: los que votan por bronca y los que votan por miedo.
Asesores de baja moralidad y sin ninguna responsabilidad mediática aconsejan a sus clientes usar el discurso de odio, exaltado, despreciativo e insultante. Es el discurso que encaja con los medios hegemónicos, acostumbrados al lenguaje de los servicios de inteligencia y las operaciones de falsas noticias o fake news.
Es el tono y las consignas brutales las que capturan la atención y permiten que un desconocido llegue rápidamente a disputar la presidencia. No sucede así porque sea un mecanismo democrático, sino todo lo contrario, porque obstruye la dinámica del debate de propuestas. Esa confrontación pública de proyectos debería ser el proceso más honesto y participativo porque permite decidir sobre información real en función de los intereses o las ideas de cada quien.
El discurso de odio es el que ha expresado con más claridad a la politiquería que la sociedad rechaza, aunque queda disimulado en otros vicios del sistema político que también son repudiados. El discurso de odio queda encubierto en una jugarreta de ilusionista porque se usa para criticar a la política y no a sus aspectos deshonestos.
De esa manera, el único habilitado es el que critica y todos los demás quedan en el chiquero de los engañadores. Pero el principal engañador, el más sucio de todos es el que elude el debate porque no puede afrontarlo y se escuda en el discurso de odio.
El discurso antipolítico construido de esa manera es esencialmente politiquero porque en ese punto ya es una construcción de asesores y supuestos especialistas a los que no les interesan moralmente el fin ni los medios. Y después los mismos especialistas son los que aconsejan: “ahora hay que decir que no va a hacer nada de lo que prometió, que esas eran ideas que se plantean para marcar un camino de largo plazo”.
Una sociedad con problemas reales en la economía por la inflación y en su propia libertad de movimiento por la pandemia, es especialmente sensible a estos discursos de odio que captan la frustración y la desesperanza por la no visibilidad de un futuro mejor posible.
El discurso de odio tiene varias consecuencias que tampoco serían deseables para el que lo emplea. En primer lugar, difunde el odio y sintoniza con grupos que van a los hechos y que son difíciles de controlar. En ese mismo momento, el responsable de lo que hacen esos grupos, es el que alimentó el odio para usarlo como emblema político. Y si se los investiga y se los castiga en la Justicia, habría que hacer lo mismo con los responsables intelectuales.
Son grupos similares a los que en otras campañas desfilaron con horcas con muñecos colgando, o los que arrojaron bolsas de consorcio con el nombre de sus oponentes a quienes amenazaban de esa manera en convertirlos en cadáveres. No haber castigado esas incursiones performáticas y haberlas naturalizado desembocó en el clima que propició el intento de asesinato de la vicepresidenta Cristina Kirchner.
La Justicia tuvo una responsabilidad que no asumió y menos cuando los jueces encargados de la investigación del intento de magnicidio no quisieron incorporar como parte del atentado a los discursos de odio que lo promovieron. Para la jueza en cuestión fue un grupito suelto de marginales a pesar de que se sostienen en un discurso identificable y está comprobado que tuvieron sustento por parte de empresas identificadas también.
Si fueran “loquitos sueltos”, la campańa electoral no hubiera tenido el nivel de violencia verbal que tuvo, ni se hubiera producido la catarata de amenazas. La chef Paulina Cocina, la actriz Dolores Fonzi, la presidenta de la Cámara de Diputados, Cecilia Moreau y el dirigente de la juventud radical Agustín Rombolá, entre muchos otros, fueron amenazados por haber expresado sus preferencias electorales.
“El Falcon verde pasa la semana que viene”, le escribieron a Rombolá. Varias de las amenazas que circularon tuvieron esa connotación, porque no se trata de un terror imaginario, fantásmico, sino de un terror posible. El terrorismo de Estado no está en el terreno de lo onírico sino que forma parte de la experiencia histórica argentina.
La dictadura fue al revés al principio, con un discurso de normalidad —casi de padre de familia— se practicaron todas las atrocidades. Pero cuando la crueldad y la bestialidad quedaron al descubierto con los juicios, el miedo informe se corporizó, el discurso se sacó el disfraz y se convirtió en amenaza. El discurso de odio en política y en Argentina se emparenta inevitablemente con la dictadura. Por eso tantos genocidas presos se sintieron representados por esa diatriba.
Al mismo tiempo fueron vandalizadas las baldosas en la puerta de las escuelas que llevan los nombres de los estudiantes desaparecidos. Y también se vandalizó la Universidad Nacional de Cuyo. No es casual que los objetivos de estas agresiones sean centros educativos. La educación es la antítesis de esta prédica del odio. La diatriba y el odio como estrategia política buscan ocultar lo que expone la educación al racionalizar el conocimiento.
Otra consecuencia de los discursos de odio, es que además de captar y amplificar la bronca latente, generan el miedo, que aparece como rechazo ante la amenaza. No es parte de la enfermedad, sino una reacción de salud ante una amenaza real, no imaginaria. El odio genera miedo y también resistencia y no como reacciones puntuales aisladas sino como anticuerpos ante una infección que amenaza con extenderse.
La consecuencia final es una sociedad que se debate entre el miedo y el odio como sucede en situaciones extremas de dictaduras o guerras, cuando no es el caso de la Argentina actual. La campaña que culminó ayer se fue desplazando hacia opciones más parecidas a un contexto de guerra o de crisis terminal. Hay una crisis real, que no se puede negar y que está en la base de ese discurso de odio. Pero no es terminal, es una crisis con salidas y el gran desafío hubiera sido discutirlas y confrontarlas en un marco razonable.
La diatriba cargada de odio no busca aclarar, sino confundir. La campaña mostró a un país que no terminó la escuela primaria de la democracia. Para los que estuvieron más cerca de la política fue claro que estaban en juego dos proyectos de país, pero para la mayoría se dividió entre la bronca y el miedo. Fue una campaña que no debería repetirse por más antagónicas que sean las propuestas. No existe el consenso absoluto, hasta hay diferencias entre las dos personas que forman un matrimonio. Siempre hay contradicciones y puja de intereses. Pero se trata de confrontar y debatir en un marco razonable como parte del juego democrático.