La amenaza proferida a una trabajadora de la televisión pública por Lilia Lemoine, diputada electa por La Libertad ¿Avanza?, junto con su anuncio de que un eventual gobierno de Javier Milei privatizaría esa emisora, es una verdadera confesión de parte. A su turno, la declaración de Victoria Villaruel de que el país necesita de una tiranía para salir ¿a flote?, refuerza el ideario antidemocrático de la pequeña gran derecha argentina. Pero no son sólo ideas.
Diversos actores y actrices han sido amenazados por las redes sociales al igual que el presidente de la Juventud Radical. De repente han aparecido imágenes de los tenebrosos Ford Falcon verdes, otrora símbolo del genocidio y hasta los genocidas presos se han hecho notar solicitando autorización para emitir el voto.
La democracia, tal como la conocemos hasta acá, contiene esta clase de expresiones que, paradójicamente, la ponen al borde del abismo. No hay punición ni censura. La libertad de expresión cobija, en tanto que derecho constitucional, a sus propios enterradores. El hecho de que estas situaciones sean condenadas por los organismos de derechos humanos, así como por la cada vez mayor cantidad de ciudadanos y ciudadanas individuales que ganan el espacio público para ello, no desmiente lo dicho más arriba: el negacionismo, hasta ahora, carece de una sanción legal y la añoranza de un régimen dictatorial también.
Ha sido ya señalado en estas columnas que la democracia, aun congelada en su puro formalismo, es una pared contra la cual chocan los brutales intereses capitalistas que alientan el neoliberalismo. La primacía del capital no productivo, especulativo por naturaleza pues no tiene otra forma de reproducción que no sea la de la financiarización, tiende a destruir las más elementales normas democráticas de la convivencia. Para que este proceso se materialice no basta con que un energúmeno fascista y su titiritero se hagan del gobierno; es preciso un desplazamiento en la base del Estado democrático, tiene que haber un corrimiento de sectores sociales subalternos y de los vínculos que los unían a la formalidad republicana para que, a su turno, comiencen a intervenir como una suerte de clase de apoyo, en modo ficcional, a una posible emergencia de la hegemonía neoliberal. Y es un modo ficcional porque tales sectores son fracciones desgajadas de su propia identidad social y no son ni pueden ser una clase en tanto que tal aunque, a los efectos de la construcción de una hegemonía del gran capital, actúen simbólicamente como un apoyo con identidad e intereses orgánicos propios.
De esta suerte, la promesa democrática de un futuro mejor y, aun, la política entendida como única herramienta para producir los cambios necesarios en la realidad material, deben pasar a ser, en el estado de ánimo de aquellos sectores, palabras huecas. La crisis de la representación que de aquí se deriva es, en este sentido, una crisis orgánica que abarca al conjunto de las relaciones sociales y, por ello mismo, al Estado como expresión de la correlación de fuerzas de los intereses que se encuentran en pugna dentro de la sociedad. El Estado, en la retórica descarnada de la ultraderecha es el monstruo que pisotea los derechos individuales de los ciudadanos. Pero cuando esta facción de la clase dominante habla así, en verdad habla de sus propios intereses aunque pueda ocultarlos tras la figura de una ciudadanía exprimida por un Estado voraz que tanto es responsable de las disparadas cambiarias como de las corridas de precios y el aumento de retenciones e impuestos.
En la operación discursiva de la ultraderecha el concepto de ciudadano ocupa el lugar explícito de la gran empresa capitalista y, cuando no es así, el blanco de ataque es la empresa o la agencia estatal que, para funcionar correctamente y “no robarle al pueblo”, deberían pasar a manos privadas. La televisión pública y Aerolíneas Argentinas son dos ejemplos usados hasta la náusea, pero hay muchísimos más. Es siempre el Estado, el del pacto democrático que ya lleva cuatro décadas, que aparece como enemigo. No es de extrañar que contrabandeen el concepto de “libertarios” con el cual se identificaban los anarquistas, como tampoco que sus reivindicaciones sobre la libre venta de armas anclen en la visión demoliberal del norteamericano Thomas Jefferson (“…ningún hombre libre deberá jamás verse impedido de usar armas en sus propias tierras”) y en las de James Madison y Alexander Hamilton, para quienes el derecho a armarse era el derecho de autodefensa contra el Estado que pudiera excederse en sus funciones. O sea, entre el poderoso lobby armamentista norteamericano que es la Asociación Nacional del Rifle y la motosierra de Javier Milei sólo hay, por ahora, una cuestión de intensidades.
Así, la disputa electoral que se zanjará en el balotaje contiene el choque de dos modelos antagónicos. De un lado está la ultraderecha, condensada en la simbiosis de Mauricio Macri con Javier Milei, que lejos de negar su objetivo de trastocar todo el andamiaje democrático sobre el que se ha edificado la convivencia entre argentinas y argentinos, lo reafirma en cada oportunidad que sus cuadros más lúcidos tienen para expresarlo y adocenar opiniones y votos. Del otro lado están Sergio Massa y la posibilidad de reconstruir el pacto democrático, seriamente dañado por los avances protofascistas y el intento fallido de magnicidio contra Cristina, pero también minado por los errores, omisiones y falta de profundización del proyecto nacional y popular que le cupo a todo el elenco del actual gobierno.
Es por ese dramático antagonismo que entre las dos candidaturas, la de Javier Milei y la de Sergio Massa, solo hay un único paso posible a dar, un solo camino obligado para todo el campo popular para impedir la consolidación de una ultraderecha en condiciones de acrecentar su poder de daño con el concurso subordinado de una fracción inorgánica del mismo campo popular.
Pero así como resulta imprescindible el triunfo de una candidatura y no de la otra, no menos indispensable será garantizar que la clase trabajadora y el pueblo, expresados en sus propias representaciones y organizaciones, no terminen siendo el relleno de una estrategia de poder en la que, al cabo, no tengan arte ni parte. La derrota y el retroceso efectivo del plan neoliberal de dominación reclama, desde ahora, el protagonismo activo de quienes, al precio de su sangre, han dado sobradas pruebas para ocupar los puestos de dirección que la reconstrucción democrática necesita.