El fenómeno de los cineclubes, espacios de resistencia a la voracidad del mercado, donde se pueden ver películas de calidad y después debatir, crece en todo el país de la mano de propuestas autogestivas. Hay cineclubes en Santa Fe, Córdoba, Resistencia, Salta, Comodoro Rivadavia, Mendoza, Posadas, Paraná y en Buenos Aires, entre otras ciudades. El hábito de ir a ver películas se extiende más allá de la típica sala de proyección. Cada vez hay más cineclubes que funcionan en bares, al aire libre, bajo las estrellas. La pasión por el séptimo arte se profesa también en casa. En una experiencia al menos hasta ahora inédita, una joven decidió usar una de las habitaciones del departamento donde vive para tener su propio cineclub con un máximo de 20 personas por función.

La llama encendida

Desde Córdoba capital, Guillermo Franco, programador del Cineclub Municipal Hugo del Carril, que empezó a funcionar en marzo del 2001, dice que los cineclubes son “socialmente indispensables” porque “mantienen la llama encendida”. Hay una explicación que permite entender este fenómeno en tiempos donde la oferta de las plataformas de streaming crece y se diversifica. “Ahora que las películas se vivencian de modo cada vez menos colectivo, las salas de cine-arte persisten con el ritual comunitario. Aglutinan ideas, forjan saberes, alumbran pensamientos. Desde lo audiovisual, han logrado el mérito de los museos y las bibliotecas. Sentarse a oscuras entre desconocidos y salir emparentados por las emociones y reflexiones que lo cinematográfico forja; es una cohesión y una coherencia que sólo los cineclubes siguen propiciando”, plantea Franco y se refiere al público del Hugo del Carril como “cuantioso y diverso” y destaca que tiene una Asociación de Amigos que lo apuntala, “incondicionales que aportan económica y humanamente al sostén y a la continuidad de la ilusión” para que desde hace veintitrés años esa sinergia pueda “hacer realidad lo imposible”.

El Club Lucero, sobre la calle Nicaragua 6048, entre Dorrego y Arévalo, conocido como “el bar de las enredaderas mágicas”, un paréntesis selvático en el medio de Palermo, tiene su cineclub Lucero, programado por la guionista Nadia Carolina Gómez. “Hay muchas películas o proyectos work in progress que no les interesan a las distribuidoras. Hay muchos festivales de cine que necesitan una sala y en ese sentido nuestro espacio se propone como un lugar de encuentro entre el público y los hacedores, también cuando hacemos retrospectivas con debates al final de la proyección. Aunque en Argentina han crecido mucho los espacios de exhibición, no es tan sencillo acceder a ellos”, explica Gómez y define al público del cineclub Lucero como diverso, con jóvenes y adultos, estudiantes de cine, cinéfilos y también turistas que pueden acceder a la sala del patio, con una capacidad máxima de 40 personas, o a la sala cubierta del primer piso, con la misma capacidad, con proyecciones de lunes a jueves en tres franjas horarias: 19, 21 y 23 horas. En el caso del patio del bar la experiencia cinéfila se complementa con la posibilidad de tomar algo o comer durante la proyección. “Nuestra gran ventaja es que tenemos auriculares inalámbricos, entonces pueden convivir las actividades del bar con la programación de cine; tenemos un diferencial tecnológico de inmersión con respecto al sonido de la película”, pondera la programadora. La mayor parte de la programación del cineclub Lucero es gratuita. El ciclo “martes de maratón” despliega tres películas al hilo, que pueden tener una misma temática, un mismo director o un mismo actor.


Roberto Barrile es el creador de Du Cinema Cinema, un cineclub que cumplió diez años y funciona en dos salas del barrio de Palermo, con proyecciones los sábados a las 20.30 en la Fundación Columbia, Borges 2020; y en la Asociación Entrerriana, Güemes 3941, a las 20 horas. “Nuestra selección está dirigida fundamentalmente al cine de autor y damos la posibilidad de revisión o descubrimiento de obras de contenido crítico que despiertan la posibilidad de un análisis de idea”, resume Barrile y enfatiza la interacción entre los espectadores que se da en los debates posteriores a las funciones, a las que se accede pagando una entrada de 1.000 pesos. “El cineclub es una actividad social en la que se comparte el gusto por el cine”, reconoce Barrile.

Un poco de historia

La tradición cineclubística camina hacia los cien años. El primer cineclub fue el Cine-Club de Buenos Aires, que funcionó en el marco de la Asociación Amigos del Arte, entre 1929 y 1931, impulsado por el cineasta León Klimovsky, quien a los 22 años ya había realizado algunas proyecciones, un tiempo antes y menos formalmente, en la biblioteca Anatole France. El Cine Club Núcleo, fundado en 1952 por un grupo de amigos del barrio de Colegiales (Salvador Sammaritano, Jorge Farenga, Luis Isaac Soriano y Ventura Pereyro) con el propósito de difundir el cine, mediante la exhibición de películas ante sus socios y en funciones en universidades, clubes de barrio, plazas o villas de emergencia, cumplió 70 años, una continuidad inaudita en un país como Argentina, donde cuesta sostener proyectos culturales de largo aliento. Sammaritano, que asistía con frecuencia a las funciones que por entonces realizaba el Cineclub Gente de Cine en la sala del cine Biarritz, decidió junto a sus amigos comenzar sus propias proyecciones (la primera fue La Carreta, 1923, de James Cruze) en un viejo proyector 16 mm Kodascope de doble perforación que solo admitía filmes mudos. Las funciones se hicieron en salas como el Teatro Los Independientes (luego llamado Teatro Payró), la Asociación Bancaria, Instituto de Cultura Religiosa, IFT, y los cines Lorraine, Dilecto, Lara, Alfil, Maxi, Premier, Complejo Tita Merello y Gaumont (Rivadavia 1635), la sede en el barrio de Congreso donde funciona hace 20 años.

Alejandro Sammaritano, el hijo de Salvador, continúa el Cineclub Núcleo creado por su padre. “El objetivo del trabajo fue cambiando a través de los años; en sus comienzos el propósito era poder facilitar al público esas películas que no se veían usualmente en la cartelera comercial debido a que no se consideraban comerciales o que no tenían un amplio público para que hubiera una justificación para traerlas. Ahora, dentro de la legalidad o no, a través de las diferentes plataformas se puede acceder a esas películas difíciles, a veces con mejor o peor subtitulado, pero existe una forma de verlas”, compara Sammaritano y aclara que hoy se trata de “salvaguardar el hábito de ver películas en una sala”, donde se genera una comunión de gente heterogénea que no se conoce pero que “tiene sentimientos hacia el film, se involucran y comparten un momento, que es un forma de ver distinta porque en las casas se pierde la concentración y se puede parar para hacerse un café o resolver algún problema de la vida doméstica”.

Uno de los motivos más trascendente del Cineclub Núcleo para Sammaritano fue la lucha contra la censura, “esa posibilidad de ir esquivando a los censores y poder pasar películas que no estaban permitidas en épocas de la dictadura y también en ciertos períodos de la democracia, cuando una liga de padres y madres de familia o algún juez decidía que no se podía ver una película”. Otra diferencia fundamental del cineclub es que puede reunir al público con los protagonistas, actores, directores y productores. Sammaritano recuerda que visitaron el Cineclub Núcleo la actriz y cineasta noruega Liv Ullmann y el actor y director italiano Vittorio Gassman. También pasaron cineastas como José Antonio Martínez Suárez y Leopoldo Torre Nilsson, entre otros. El abono de 3.000 pesos mensuales permite acceder a las funciones de los martes (17 y 19.30 horas) en el Gaumont; al Ciclo de Revisión, los jueves a las 19 horas en el Malba Cine, y el segundo y cuarto domingo de cada mes a las 10 de la mañana se pueden ver prestrenos, filmes malditos o películas de reciente estreno con mucha calidad y poco suceso.


Espacios de resistencia

El más reciente de los cineclubes, Club de Cine, empezó a funcionar en agosto con El perro que no calla de Ana Katz, en el Club Benito Nazar, en Villa Crespo, organizado por el Colectivo de Cineastas. “El cineclub tiene un fin social de reunión e intercambio que genera una fidelidad y un espacio de pertenencia, algo semejante al club de barrio, pero con tracción cinéfila”, compara Lucía Lubarsky, directora y productora. “Hay algo del ser parte de un espacio, de conocer a los habitués y de la frecuentación, que es lo que cultiva esa pertenencia. Además, los cineclubes suelen proponer siempre otras actividades anexas a la proyección, debates, encuentros, talleres, conversatorios, ciclos especiales. Se escapan de la lógica del mercado para sostener y resistir fomentando un circuito de exhibición con una curaduría con personalidad y una propuesta singular, que es lo que finalmente atrae a los y las clubistas”.

Federico Pozzi, también integrante del Colectivo de Cineastas, subraya que le parece fundamental que existan los cineclubes “para compensar un desbalance en la exhibición cinematográfica”. Para ilustrar ese desbalance aporta datos. “Hoy el 90% de las salas de la ciudad de Buenos Aires programa las mismas películas que distribuyen pocas empresas extranjeras. Esto genera que el 10% de las salas restantes tenga poca capacidad para exhibir el grueso de la cinematografía nacional. Es una competencia desleal, es de los clásicos desequilibrios de mercado que la 'mano invisible' no puede regular porque existe un oligopolio. Entonces los cines ambulantes, de barrio, los cineclubes son espacios de resistencia, así como el cine independiente lo es para los nuevos lenguajes o búsquedas narrativas un poco más osadas”.

El sabor del encuentro

Fantasmagoría Cineclub funciona desde hace poco más de un año, septiembre de 2022, en un domicilio particular: una habitación del departamento donde vive su creadora, Victoria De Lucía, por la zona de Córdoba y Esmeralda, en Retiro. Durante la adolescencia tenía la fantasía de tener un cineclub propio porque compartía con su padre muchas noches de cineclub en Adrogué, en el Landa Sabaris. “A los 16 años propuse armarlo en mi casa, en Lanús, pero mi familia no estaba de acuerdo por motivos de seguridad. A los 18 comencé a vivir con mi novio, y el departamento contaba con una sala donde perfectamente podía tener lugar un cineclub. Me permitía montar y desmontar a mi gusto todo lo que quisiera estéticamente, podía ir a mi ritmo, y había lugar para que unas 20 personas vinieran a compartir una película”. El nombre se le ocurrió después de una clase en el IDAC (Instituto de Arte Cinematográfico) acerca de la fantasmagoría. “El cine me impacta de una forma especial, fue siempre un refugio y una manera de conocerme a mí misma. Creo que esa es una gran habilidad del cine. Una vez que viste una película, si registraste cómo te sentiste, con qué te identificaste, qué te hizo recordar, puede conducirnos a una radiografía de nuestras vidas”, advierte la joven creadora de Fantasmagoría Cineclub y asegura que lo autogestivo nace desde un lugar de pureza.

“El sabor del cineclub es único”, afirma De Lucía, para quien la mayor cualidad es la escucha compartida y el espacio para expresar todo aquello que les recorre la mente. “Esa escucha, en la era del aislamiento y el individualismo, es fundamental encontrarla en algún sitio hoy en día. El cine periférico y la conexión con el otro nos salvó y seguirá salvando sin descanso a muchos, por eso el debate luego de la película es el núcleo del cineclub”, expresa la creadora de Fantasmagoría Cineclub y señala que otra cuestión del cineclub es que sea accesible para cualquiera, que el valor de la entrada nunca sea motivo de duda. “Todos nos necesitamos entre todos y nadie sobra”.

Renata Covasanschi, Franca Gabrielloni, Lucía Hernández Roth, Lucila Langsam y Valentina Rulloni son las ideólogas de Cineclub Diabolique, que funciona hace un año en una cafetería en Villa Crespo, La Faustina, Acevedo 930. La propuesta, según cuentan, es encontrarse dos o tres veces por mes a ver películas y conversarlas. “Proponemos ciclos que siguen distintos ejes para también pensar las películas en diálogo con otras, y disparar así una conversación sobre aspectos del cine que nos interesan. En el contexto actual en el que el acceso a la cultura se ve constantemente amenazado, los cineclubes se volvieron un espacio de resistencia. Tanto como organizadoras y como frecuentadoras de estos espacios vemos cada día más la importancia que tienen frente al deterioro que vive el cine y sus espacios de exhibición”, revela Gabrielloni. En noviembre del año pasado realizaron un primer ciclo, Sombras de lo Desconocido, en el que proyectaron Alphaville, de Jean-Luc Godard e Invasión, de Hugo Santiago. Rulloni resalta que Diabolique es un espacio “súper casero”, hecho completamente a pulmón y por amor al cine. La entrada cuesta 500 pesos porque la idea, insisten las creadoras, es que sea lo más accesible posible. Las películas se proyectan en el patio del café, bajo las estrellas. La capacidad máxima es de 35 personas. 

“Cualquier cineclub es como el templo de una fe que se profesa, como el aula para una educación de vida, hogar de la más feliz y enfermiza cinefilia. Amor por las películas, en estado de gracia”, concluye, desde Córdoba, Franco.