El cineasta Jean Eustache se suicidó durante la noche del miércoles al jueves, en París.

La muerte de Jean Eustache trastorna, pero no sorprende. Sus amigos lo dirán: era propenso al suicidio. Solamente se aferraba a la vida por un número ínfimo de hilos, tan sólidos que habíamos creído que eran irrompibles. Nos equivocamos. El deseo del cine era uno de esos hilos. El deseo de rodar pasara lo que pasara era otro. Este deseo era un lujo y Eustache lo sabía. Pagó el precio.

Es poco decir que había nacido para el cine en el momento de eclosión de la nouvelle vague, muy poco tiempo después, pero con iguales rechazos e idénticas admiraciones. No significa casi nada afirmar que era un “autor”, que su cine era despiadadamente personal. Es decir, despiadado desde el principio debido a su propia personalidad, extraído de su experiencia, del alcohol, del amor. Llenar el depósito de su realidad para hacer de ella la materia de sus films, de sus propios films, esos que nadie podrá realizar en su lugar: sólo moral, pero moral de hierro. Sus films sólo se producían cuando él estaba bastante fuerte para realizarlos, para hacer retornar a sí mismo aquello de lo que su vida estaba compuesta.

A lo largo de esos desoladores años ‘70, sus películas se fueron sucediendo, siempre imprevistas, sin sistema, sin intervalos. Películas-río, cortometrajes, emisiones televisivas, la realidad apenas ficcionalizada, la ficción hiperrealista. Cada film llegaba hasta el límite de su tema, inscribía su duración. Imposible ir en su contra, imposible calcular, tener en cuenta el mercado cultural, imposible para este teórico de la seducción y del arte de seducir al público.

Tuvo a su lado a este público cuando realizó el mejor film francés de la década, La maman et la putain (1973). Sin él, no conservaríamos ningún rostro que nos sirviera para recordar a los hijos perdidos de Mayo del ‘68. Perdidos y ya avejentados, parlanchines y obsoletos, Lafont, Léaud, y sobre todo Françoise Lebrun, su chal negro y su voz obstinada. Sin él, no quedaría nada de todo esto.

Etnólogo de su propia realidad, Eustache habría podido hacer carrera, convertirse en un buen autor, con fantasmas y visión de mundo, un especialista de sí mismo, por así decirlo. Su moral se lo impedía: sólo rodaba lo que le interesaba, conseguía transcribir lo que le atormentaba. Las mujeres, el dandismo, París. El campo y la lengua francesa. Era demasiado.

Como un pintor que sabe que nunca acabará con ello, nunca dejó de volver a sus obsesiones, sirviéndose del cine no como espejo (esto es para los buenos directores) sino como si se tratara de la aguja de un sismógrafo (esto es para los grandes). El público, seducido por un momento, olvidará a este etnólogo perverso a quien seguirá acaeciendo un sinfín de desgracias. Artista y nada más que artista (lo único que sabía era dirigir films), mantenía, por el contrario, el discurso más modesto y más orgulloso al mismo tiempo, el del artesano. El artesano pesa todo, evalúa todo, asume todo, memoriza todo. Así era Eustache.

Un año, unos amigos marroquíes organizaron en Tánger una retrospectiva completa de su obra. Extraña idea. Idea genial. Todos los rollos, los viejos, los pesados, los enmohecidos, los ligeros, el número increíble de kilos que representa La maman et la putain habían pasado como valija diplomática y habían cruzado el mar, se encontrarían en el patio de un colegio, un verano, delante de un grupo de marroquíes asiduos al cine-club. ¿Haría Eustache acto de presencia? Es difícil conseguir que abandone París, pensamos. Sin embargo, vino y permaneció dos días. La proyección de la obra eustacheana tuvo lugar, fuera de tiempo, para este público imprevisto al que desconcertaron todas esas historias de sexo y de deseo, de la Francia profunda y de la fauna de Montparnasse. Eustache les desconcertó todavía más. Su dulzura, su paciencia, su manera de recibirlas preguntas con una mezcla indecisa de ironía y seriedad, haciéndolas resonar en sí mismo antes de responderlas, sorprendieron a todo el mundo.

Tánger no era París ni los cafés del puerto la Croserie des Lilas; buscamos un bar que abriera hasta tarde para beber cerveza y hablar de cine. Eustache habló de sus maestros, a los que no se atrevía a compararse. Otros artesanos que fueron antes que él mismo Pagnol o Renoir. No olvidaré nunca la manera en que evocaba sus films, cómo los hacía revivir con sus palabras, plano a plano, con su particular acento. Esto trastornaba, pero no sorprendía. Eustache se parecía demasiado a su tiempo para sentirse a gusto. Acabó perdiendo. Peor para nosotros.

* Este artículo, escrito por el más respetado crítico francés de su época, fue publicado originalmente en el periódico Libération el 16 noviembre de 1981.