No es sencillo encarar un texto sobre Capitán Fantástico, segundo trabajo como director del actor Matt Ross. Sobre todo porque, aunque no es una película política, el cineasta (que también es el guionista) pone en acción dos miradas contrapuestas del mundo y, como si se tratara de un experimento social, se juega a llevar una de ellas al extremo para ver qué es lo que pasa. Justamente ese juego de exageración hace que sea muy cómodo atacar a la película, tanto sea por izquierda como por derecha. Porque es cierto que este procedimiento de magnificación puede hacer que sus personajes sean vistos como criaturas un poco grotescas, de las que sería muy fácil burlarse. La tentación del camino más corto. Lo más arduo a la hora de aceptar el viaje cinematográfico que propone Capitán Fantástico, es intentar superar esa primera capa superficial de literalidad para desmenuzar la carne que está debajo, siempre protegida por la piel del relato.
“¡Es la utopía, estúpido!” Así podría resumirse el plot de Capitán Fantástico, parafraseando aquella famosa frase de campaña de Bill Clinton. Ben es un idealista antisistema, un fruto de la cultura hippie globalifóbica, cuya gran obra es haber construido junto a su mujer un mundo privado para sus seis hijos. Un mundo al margen de la civilización occidental, pero del lado de adentro del margen. Porque si bien viven aislados en una granja autosustentable en medio del bosque, minimizando el contacto cotidiano con el exterior y produciendo el alimento y la energía básica que consumen, también se nutren de las obras de grandes escritores, pensadores y científicos para sostener la crianza de los seis chicos. Que, por supuesto, no van a la escuela, sino que reciben una educación libre de manos de sus padres. El punto débil de esa quimera naturalista es que no puede prescindir de cierta tecnología del exterior y el colapso llega cuando esta se hace indispensable. La internación de la madre de los chicos en un hospital por un problema de salud deja expuesto ese flanco vulnerable.
Dicha situación obliga a la familia a un inédito contacto social que genera escenarios de tensión con la hermana y los suegros de Ben, quienes no entienden la obstinación de su marginalidad. Pero también da pie a situaciones graciosas surgidas del choque cultural entre esa familia que en lugar de la Navidad celebra el cumpleaños de Noam Chomsky, y el mundo del consumo y el capital. Una fotografía prístina y cargada de colores saturados, gentileza de Stéphane Fontaine, le proporciona a la historia un marco cálido y siempre luminoso, cuya principal virtud es la de adaptarse camaleónicamente a esos múltiples paisajes emotivos, que la película hace desfilar por la pantalla. Su paleta tecnicolor y la luz abundante con que riega cada cuadro parecen replicar desde la imagen el universo ambiguo, a la vez abierto y cerrado, en el que viven Ben y sus hijos, encapsulando las escenas dentro de una bola cristalina en la que hasta el elemento más mínimo puede ser apreciado en detalle, permitiendo la ilusión de una mirada omnisciente. Se pueden apostar algunas fichas a nombre de Fontaine y su posible candidatura a los Oscars, que si no le llega por este trabajo tal vez sí por su participación en Elle, del holandés Paul Veerhoven, o por Jackie, del chileno Pablo Larraín, tres películas que dieron mucho que hablar durante este 2016 que llega a su fin.
Capitán Fantástico puede ser vista como una alegoría que en tono de fábula ilustra algunos aspectos básicos de viejas disputas políticas, reactualizadas por la muerte de Fidel Castro. Pero si fuera solo eso se trataría de un film burdo. Por suerte el ingenioso marco del relato es aprovechado para hablar sobre todo de los vínculos familiares y de las tramas invisibles que debajo de ellos va tejiendo lo que no es dicho. Una película sobre el valor de la palabra, en la que el silencio no siempre es salud. Hay dolor acumulado en los años de silencio que separan a Ben de su familia y de la de su esposa. Hay dolor en esos chicos educados en una confusa libertad, pero a quienes su padre no les dice ni un “te amo” ni un “te quiero” a lo largo de toda la película. Ross se hace cargo del desafío que su propio guión propone y aunque no siempre sale del todo airoso, consigue compartir de manera genuina sus dudas y sentimientos al respecto.
El film de Matt Ross pone en acción miradas contrapuestas del mundo
Ambigüedades en los márgenes
Como si se tratara de un experimento social, el cineasta se juega a llevar una idea al extremo –la de un idealista antisistema y globalifóbico– para ver qué es lo que pasa. Pero no se queda en eso y ahonda también en los vínculos familiares.
Este artículo fue publicado originalmente el día 1 de diciembre de 2016