Creo que en este momento somos los cobayos del Nuevo‑Nuevo Orden Internacional, una casa desocupada circunstancialmente, recuperada, redecorada y vuelta a inaugurar. Ahora tiene toques New Age y está llena de depredadores con cara de pibes que no parecen perros pero lo son. Las cosas fundamentales son las de siempre: los ricos en el comedor y los pobres limpiando los baños. La clase media, ya se sabe: ciega, sorda y muda a nada que no sean sus intereses directos. O idiotas útiles por acción u omisión, como veremos abajo.
Creo, además, que la época de las encuestas y las estadísticas está acabando, así como cierta forma de radio y televisión. Sino no se explicaría que programas casi sin rating tengan tanta influencia social. Han pasado a ser meras distracciones, globos de ensayo, números para la gilada. El experimento verdadero es en la calle, donde ponen a prueba nuestra resistencia al apriete, a los palos, a los francotiradores y carros hidrantes.
La primera etapa de este experimento comenzó en Grecia, que nos tomaba como modelo. Entonces, la aplastaron hasta la humillación. Lo que hicieron en Grecia lo harán con nosotros, y luego lo exportarán a otro país, y quizá acá traigan las pruebas de un experimento hecho en Burundi.
Detrás de este experimento hay dinero y poder. Eso es de manual. Pero muchas personas -básicamente, la clase media a la que me refería, bastión del voto neoliberal- participan del experimento como quinta columna, a veces, incluso, sin saber qué rol juegan. Esto lo explicó bien Milgram con su experimento. Ya iremos a eso.
Esto sucedió antes. Las dictaduras latinoamericanas modernas se pusieron a prueba, quizá con Stroessner, para luego exportarlas. Igual con las democracias títere. ¿Por qué ahora Argentina? Porque es latinoamericana y a la vez europea, indígena y caucásica, progresista y derechosa. Y, a pesar de su carácter periférico, es un país que insertó en el mundo ideas, conceptos y la reivindicación de luchas sociales como la del matrimonio igualitario.
Pero sobre todo, porque nos rebelamos, nos desendeudamos, le dimos la espalda a los que tienen la sartén por el mango y el mango también. Ahora están tratando de pisarnos, ayudado por una gran masa de traidores o ingenuos. Es probable que lo logren. Tienen todas las de ganar, claro. Y ellos ya saben que gaucho que se duerme es Ricardo Fort.
El experimento de Milgram se hizo en la Universidad de Yale en los '60. Milgram lo hizo al ver que los nazis se defendían diciendo que habían cumplido órdenes. En la película I... como Icaro se reproduce fielmente. A le pagaba a B para que le aplicara descargas eléctricas a C cada vez que equivocaba una respuesta. En teoría, se estaba probando la memoria de C. Pero C era un actor que fingía recibir electricidad.
Lo que se probaba era la resistencia o el sometimiento a la autoridad de B. Es lo que nosotros conocemos como obediencia debida. A su manera, también era una inofensiva cámara oculta, porque nadie salía lastimado.
Ahora, el poder comunicacional y económico le da órdenes al poder político para que ponga a prueba, ya no nuestra memoria sino nuestra resistencia. En el camino, alguien enchufó el cable y la falsa electricidad pasó a ser verdadera, que se traduce en palos y un desaparecido. ¿Quién enchufó el cable? Cualquiera de los que hay entre el poder y el eslabón débil, uno de sus funcionarios de turno o de los alcahuetes que nunca faltan: el que instala el equipo, el que arma el set, aquellos que a pesar de ver el dolor del otro no se preocupan porque no es el suyo. ¿Yo?, argentino.
Se nos toma como cobayos también porque los que mandan (de verdad) no son argentinos, ni griegos, etc. Podemos morir por miles, que a ellos nos les va a importar. Ya sucedió, y podría volver a suceder, porque la historia se da como tragedia y se repite como farsa, según Marx, pero si en la farsa te matan también, viene a ser lo mismo.
No deja de ser un elogio. Se nos prueba también por nuestra piel dura. El consuelo, si vale, es que el experimento dará la vuelta al mundo con nombres como "argentino hasta la muerte", "duro de pelar", "lo vieron salir corriendo y era inocente", o, por qué no, "Santiago Maldonado", porque el caso de Santiago es la cúspide de este experimento.
Dije antes que A tenía las de ganar. Existe también la posibilidad de que los cobayos muestren los dientes o muerdan la mano, no del poder, claro, sino del que aprieta el botón. También de que el cobayo sea demasiado duro, y que A intente cambiar a B por alguien más idóneo, más cruel. Y, aunque cada vez son más certeros, no son infalibles. De ser así no hubieran existido Chávez, Lula y los K.
No todo es malo. El experimento permite conocer el ADN de los maltratados pero también el de los satisfechos, el de los correveidiles, el de los alcahuetes. Estaban ahí, pero este laboratorio al aire libre los agrupó. A nosotros (los cobayos) nos permitió saber quién es y qué piensa nuestro vecino.
Las comparaciones son odiosas, y en este caso muy inconveniente, pero no puedo dejar de pensar en la guerra serbo‑croata, cuando vecinos de décadas salían a matarse. Semanas atrás cenaban juntos. Acá no salen a matarte (de eso se encarga otro), pero aprietan el botón si les toca hacerlo, o miran para otro lado si les toca ser testigos.