Carlos Forn enseñaba a sus nietos a nadar atándoles una cuerda alrededor del pecho. Luego los tiraba al agua y los sostenía por el otro extremo mientras rodeaba a grandes zancadas el perímetro de la pileta. Uno de esos chicos, Juan, pataleó como pudo para no hundirse hasta que aprendió a mantenerse a flote. Al fin, el abuelo le quitó la cuerda, lo envolvió en un toallón y anunció: “Ya sabés nadar”. Este rito iniciático ocurrió hace tiempo en la casa que don Forn tenía en La Cumbre, donde se refugió cuando se hartó de Buenos Aires.
“Era un cabrón. Pero a su lado, uno tenía conciencia inmediata de que la vida podía y debía ser otra cosa”, escribió mucho más tarde Juan Forn, cuando ya se había convertido en adulto, cuando había viajado por Europa en plan beatnik para escapar de la dictadura. Después se metió en la industria del libro en Emecé y fue editor estrella en Planeta, de donde se fue para crear Radar. También publicó tres novelas y el libro de cuentos Nadar de noche. Dos pancreatitis le susurraron a la vida que le soltara la cuerda (y la vida no les hizo caso). Así dejó Buenos Aires aún chamuscada por la crisis de 2001. Se mudó con su mujer y su hija pequeña a Villa Gesell. Escribió la que fue considerada su novela más ambiciosa, María Domecq. Se publicó en 2007, en medio de dos libros que compilaban esos artículos que enviaba a Radar desde la costa: La tierra elegida en 2005 y Ningún hombre es una isla, en 2010. En ellos convivían (conviven) el ensayo, la narración, la autobiografía, el periodismo, la obsesión soterrada, y seguramente de respuesta imposible, por saber qué es la literatura. Esos libros están de vuelta.
Ahora, para esta entrevista, está en un departamento que le prestan cuando viene a Buenos Aires. Forn sigue escribiendo. Y nadando. En verano, se sumerge en las aguas frías de la costa atlántica y en invierno, va a una pileta climatizada. “En la pileta me voy adentro de mi cabeza. Me abstraigo de la situación circundante: los que nadan en otros carriles, las clases de natación para niños, las viejas que ponen música para hacer acquagym. En el mar no me disperso porque es un agua que tenés que conocer. Pero en la orilla, sí. En general, en esas caminatas comienzan los artículos que después escribo”, dice.
Acaba de publicar un nuevo libro, que se llama como el anterior pero no es igual. La tierra elegida –la de ahora– reúne los textos que más le interesaron de aquellos dos libros que rodearon a María Domecq, donde habla con igual soltura de Franz Kafka o de Miguel Briante, de los rastros delicados que dejan las palabras de John Berger en la Londres de posguerra o de las desmesuras arquitectónicas de Francisco Salamone que aún sobreviven en la pampa bonaerense. Es decir, el lector podrá encontrar aquí el antecedente de los tres tomos de Los viernes, esas contratapas exquisitas que se publican en PáginaI12. Además, volvió al ruedo como editor de la colección Rara Avis, de Tusquets. “Uno escribe de los escritores que te gustan porque querés conocerlos más. Es como el amor. De la persona amada querés conocerlo todo y vivir las cosas como las vive ella. Es el modo en el que me relaciono con los textos que escribo. Y con los que edito”, dice.
¿Cómo fue que volviste a la tarea editorial?
–Todo esto surgió porque Ignacio Iraola, editor de Planeta, me dice: “queremos que publiques a los tipos que te gustan; o sea, ésos de los que escribís en tus contratapas”. Armé una lista, que empieza Crónica de mi familia, de Vasco Pratolini. Ese libro estaba en la casa de mi madre y lo leí de adolescente. Vasco lo escribió en 1944, mientras las tropas aliadas entraban en Roma. Había nacido en 1913, su padre se fue a la guerra cuando tenía un año, su madre murió. La abuela era demasiado pobre para criarlo a él y a su hermano, que fue a parar a una casa de ricos. A fines de los treinta se volvieron a cruzar. Y Vasco le escribió una suerte de confesión en una segunda persona que te parte la cabeza. Estuvo a punto de ganar el Nobel dos veces, pero ningún libro suyo es tan inclasificable e inmortal como ése. Gran parte de la literatura es lo que ocurre ahí, adentro de ese libro.
La colección también abre con Anticonferencias, de Isidoro Blaisten.
–Sí. A fines de 1982, por una serie de casualidades, se abrió la posibilidad de que Emecé publicara una colección con “autores que no fueran de la casa”. Salí teledirigido a ver a Isidoro. Abelardo Castillo ya me había prevenido: “Te va a decir que no tiene nada pero vos preguntale por las conferencias que da”. Pasó eso, me dijo que no tenía nada. Hasta que hablamos de las conferencias y se entusiasmó. Me trataba de usted, me decía Juancito, una situación encantadora, delirante. Anticonferencias es narrativa, confesión, reflexión, la deriva en su máxima expresividad.
Otro de los títulos que se publicarán en Rara Avis es Trimalción, de Francis Scott Fizgerald. Es el antecedente de El Gran Gatsby antes de que lo agarrara Maxwell Perkins, el editor de Fitzgerald, quien lo convenció de cambiarle el título y de hacer ciertos toques en la novela que, según la leyenda, la convirtieron en la obra maestra que es. “Sin embargo, Trimalción es más Gatsby que Gatsby”, se entusiasma Forn, que cuenta con detalle las circunstancias que rodean a cada libro. Así, este living de Barrio Norte comienza a llenarse de personajes que van delineando una colección deliciosa, arbitraria a tal punto que él había propuesto bautizarla “Magoya” porque sí, porque es una palabra que usa mucho en sus diálogos con una niña Down que conoce de Gesell.
En ese dream team también entra Frygies Karinthy, redescubierto por otro autor que Forn adora, Sándor Marai. “Como buscan el agua subterránea los animales y las plantas en épocas de sequía, así buscaba yo, en las palabras de aquellos poetas que terminaron perdidos en las tabernas y redacciones, aquello que me quería llevar de mi país”, escribió Marai, que se pasaba las horas en un sótano de la Biblioteca Pública de Budapest, leyendo crónicas de la vida húngara de entreguerras en diarios viejos. Karinthy se le apareció ahí. A Forn le pasó más o menos lo mismo: un librero porteño le regaló un desvencijado ejemplar de Viaje en torno de mi cráneo, el libro que ahora también se convertirá en rara avis. Este húngaro era famoso por sus columnas periodísticas en la década del treinta en Budapest. Su vida se modificó cuando le diagnosticaron un tumor cerebral y él comenzó a exprimir con maestría ese recurso tan de moda ahora: la escritura del yo. Incluso relata el viaje junto a su esposa Aranka para hacerse operar por un cirujano sueco. A ella le dicta lo que debe escribir mientras le trepanan el cerebro. “Es que por las características de la operación, no podían dormirlo ¡Lo operaron a cerebro abierto!”, dice Forn. Y suelta una carcajada.
¿Cómo elegiste a Mark Twain?
–A El forastero misterioso llegué por un amigo de Gesell, que una noche me mandó un mensajito: “¿Sabías que Twain escribió un libro sobre el diablo que nunca se animó a publicar?”. Mi amigo vive en una casa rodante, arregla ascensores, persigue libros raros. Es el tipo de gente que siente una pasión visceral por las historias, como yo.
¿Y Adriana Lestido?
–Ella tiene una casa en Mar de Las Pampas, así que nos vemos cada tanto. Ahí me mostró fotos en blanco y negro que tomó durante un viaje a la Antártida, llenas de bruma. Y me dijo que tenía ganas de sacar el libro de fotos solo, sin textos. En la conversación apareció “Antártida negra”. Un titulazo. Y de pronto agregó “además, tengo un diario”, que me mandó tipeado y resultó perfecto para la colección.
Por su parte, el amigo que arregla ascensores y vive en una casa rodante bien podría haberse mezclado entre los fanáticos de Pessoa incluidos en “Voces en el jardín”, el texto que abre La tierra elegida y que, de alguna manera señala una doble geografía: la real, donde Forn tiene su dirección postal, y esa otra sobre la que él va edificando sus obsesiones con forma de texto. La historia transcurre en Gesell. Es febrero. Los seis inquilinos de la casa de al lado se instalan alrededor de botellas de vinho verde mientras todo lo que hacen es conversar sobre un escritor portugués que se las arregló para ser muchos.
El interés de estos veraneantes singulares –que no se hacen ningún problema por el hecho de que afuera llueva a cántaros una semana entera– es pasión compartida, la carnadura de “no soy nada / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”. Mirando con lupa, se adivina en ellos a todos los Forn que caben en este libro hecho de materiales lujosos y venidos de tierras dispersas: Rusia, China, Italia, Mitteleuropa, Inglaterra. O la casa de al lado, claro. “Ese texto es una explicación de mi manera de leer. Pessoa trabaja con heterónimos, yo invento una pandilla de pessoanos que tienen dos características esenciales para un lector: el entusiasmo y la curiosidad. Eso los mantiene vivos a ellos. Y a mí”, asegura.
Voces en el jardín
La tierra elegida se cierra con “La malquerida”, el argumento que despliega María Domecq. Ahí Forn cuenta la historia real de su bisabuelo, el almirante Forn Domecq, quien jugó un rol importante en la guerra ruso-japonesa a tal punto que luego lo invitaron a quedarse en la isla como embajador plenipotenciario. Volvió a Argentina en 1907 y nunca más retornó a Japón. Sin embargo, su bisnieto tiró de un hilo que reveló una verdad familiar incómoda: no sólo que en Oriente tuvo una mujer y un hijo extramatrimonial (que alguna vez golpeó la puerta de la casa de su media hermana y fue despedido) sino que su historia pudo haber inspirado a Giacomo Puccini para su versión de Madame Butterfly. “Sí, La tierra elegida comienza y termina de una forma muy vinculada a lo autobiográfico. En especial a través de la recuperación de la historia de María Domecq estoy saldando cuentas con mi propia historia. El laburo de escritura de esas notas largas de Radar me llevó a encontrar la manera de escribir la novela, que es como una contratapa de 200 páginas”, reconoce.
Esa extensión es una alegría para los fans de tus columnas.
–Sí, pero muchos me siguen preguntando ¿para cuándo una novela larga? Los fans piden lo que no das, obvio. Quizás no sepan lo que me costó escribir María Domecq. Había conseguido el sueño de mi vida, que era vivir y escribir al lado del mar. Tenía toda la historia en mi cabeza. Pero cada vez que me sentaba, me daba una puntada al costado del cuerpo que me impedía seguir. Fue Guillermo Saccomanno quien me explicó lo que pasaba. “Vos no estás escribiendo un libro porque estás escribiendo otro. Te creés que las notas de Radar son periodismo. No, son literatura. Tu libro es ése”, me dijo. Bueno, acá está el libro, una vez más.
¿Por eso se lo dedicás?
–Sí, es como mi hermano y nunca le había dedicado nada en letra de molde. La tierra elegida y Ningún hombre es una isla son la cuña que falta entre María Domecq y Los viernes. Aunque en ellos todavía respondo a cierto deber ser periodístico. Con el tiempo aprendí que, en vez de ser esclavo de la información, uno tiene que elegir estratégicamente esos datos que hacen que el texto cambie, tenga espesura. Después, con Los viernes, todo estalló.
¿En qué sentido?
–En la paradoja de que al escribir más cortito, gané libertad y soltura. A la vez, una cosa es el texto en el papel y otra, cómo deseo que se abra para cada lector. Antes venían unos paquetes de café envasados al vacío. Cuando los abrías con una tijera, hacían fiuuuuu, se ensanchaban, adquirían su tamaño real. Los textos de Los viernes están comprimidos para que entren en la contratapa. Pero si te pido que escuches con los ojos cerrados uno de ahí y otros de La tierra elegida, que tienen varias páginas más, por ahí creés que la extensión es la misma. Eso es lo que aprendí a hacer: condensación hacia adentro, expansión hacia afuera, para que cada texto pueda seguir desplegándose en la lectura.
Hay que adentrarse con calma porque cada relato de este libro tiene su espesura. Y su arbitrariedad. Por ejemplo, una se hunde en País de nieve sólo para ver hasta dónde llevás a Kabawata. Y en cierto momento, das la vueltita en el aire y traés en el mismo texto a Scott Fitzgerald y esa frase maravillosa que le dijo a sus lectores de cuentos: “Yo pongo música, ustedes bailen”.
–Es como lo que antes se llamaba un asalto. Una fiesta que se organiza de golpe. Y cada uno va cayendo. Yo escribo siguiendo un hilo de lo que estoy contando pero al mismo tiempo pienso ¿esto tiene relación con qué? Claro que es una relación caprichosa. Es mía. Puedo establecer la filiación de alguna manera si me pongo a pensarla. Pero no la pienso, confío en mi instinto.
Bueno, pero por ejemplo, hablás del oficio de Nabokov como entomólogo y de repente decís que quizás no la pasó tan bien como decía, que la pasó mejor enseñando en el colegio de Wellesley para señoritas. Decís que son mecanismos caprichosos pero, sin embargo, están construidos sobre alguna lógica.
–Mi manera de enhebrar las cuentas del collar es leyendo lápiz en mano. Yo subrayo las frases que me levantan del piso, siempre. Algunas por su potencia poética, otras por su vividez, otras porque me enseñan a pensar… Eso empieza a dialogar con mi biblioteca mental, por llamarlo de alguna manera. De esos cruces surgen los textos. La premisa es narrar cosas desconocidas de gente muy conocida o contar cosas muy espectaculares de gente poco conocida. Sabemos, nada es más fascinante que la contradicción.
Como las seis hermanas Mitford, que de algún modo son máscaras, heterónimos de un mismo origen.
–La historia de las Mitford es como la historia del siglo veinte contada por la revista Hola. O como una revista Hola que se tomó un ácido. Seis hermanas inglesas de alta cuna, que no hicieron mucho caso a los deseos de sus padres. Nancy fue escritora de best sellers; Pamela, casada para mantener en secreto su larga convivencia con una italiana; Diana, cercana a fascistas de renombre tanto como Unity, amiga del mismísimo Fürher; Jessica, defensora del comunismo y Deborah, que se transformó en la duquesa de Devonshire. Me pasé un mes entero indagando sus mitos, tratando de reconstruir su historia. Son todo lo anormal, todas las chicas que me gustan en una sola familia.
La foto de portada de La tierra elegida también es de una artista rara, que fotografiaba el mundo en secreto.
–Me gustaría contarte alguna historia grandiosa sobre la razón por la cual elegí a Vivian Maier. Pero no la hay. Simplemente me pareció una foto genial. Ella nació en Nueva York en 1926 y recién a mitad de los cincuenta se fue a Chicago, donde se dedicó a ser niñera y a seguir sacando fotos. Probablemente esa foto haya sido tomada en Long Island, que tiene un mar parecido al de Gesell, de color celadón, verdoso gris. Cuando la elegí, me dijeron “pero el tipo que aparece ahí está muerto”. ¿Qué me importa? Él llegó a la tierra elegida.
De los muchos libros que adora, uno de ellos es Marca de agua, de Joseph Brodsky. Ahí, el poeta ruso-estadounidense anota: “Si me desvío en este retrato, es porque desviarse aquí es lo natural, lo que hace el agua. En otras palabras, lo que está por venir puede no llegar a ser una historia sino una corriente de agua embarrada. La razón de que me empeñe en filtrarla es porque contiene reflejos. El mío, entre otros”.
La contratapa es un poema
Forn reconoce que cuando está contando algo, está buscando un desvío, un sentido oblicuo que discurre ahí mismo, pero más abajo, en una corriente secreta. Brodsky consideraba que escribir poesía quizás no fuera otra cosa que la reacción de retener una imagen cuando la mente o el ojo dejan de ser confiables. A esto Forn lo denomina “una reacción de nuestro organismo frente a sus limitaciones retentivas”. En algún momento, tras las dos pancreatitis, su organismo le avisó que el agua podía dejar de fluir sin aviso. Y ese peligro no hizo más que profundizar su conciencia sobre el hecho de que se escribe sobre otros para delinear un perfil propio, con la esperanza de que permanezca, de que no se borre con tanta rapidez de la arena.
¿Creés que tus textos tienen algún vínculo con la poesía?
–Escribo las contratapas como el poeta escribe sus poemas. Sí, claro, hay asuntos de condensación, de sonoridad, la búsqueda de un ritmo. Mis textos son poemas, son documentales, peliculitas, ensayos... ¿Qué son? No sé. El desafío es que la red de palabras diga cosas que con las palabras no se pueden decir.
¿Eso es poesía?
–No, es lo poético. Borges o Danilo Kis lo dicen con toda naturalidad. Ellos querían escribir poesía. Entonces la metieron de forma clandestina dentro de la prosa, trabajando el texto con la textura de un poema. Y lo poético también es el humor, la risa, la chispa. La poesía no tiene que ver con lo sublime sino con lo mínimo. Por eso me gustan Anna Ajmátova y Wislawa Szymborska. O Idea Vilariño. Uno se pregunta ¿pero esta mina me habla en serio? Porque tenés esos poemas hechos de desgarro como “Ya no” y al mismo tiempo te la imaginás a ella diciendo “che, ustedes no se estarán tomando en serio todo esto, ¿verdad?”.
Sin embargo, también sos capaz de evitar toda elipsis y revelar la trama casi entera de un libro. Es lo que hiciste con Traduciendo el cielo, de John Crowley.
–¿Y qué tendría que haber hecho? ¿Poner un cartel que diga “Advertencia: contiene spoiler”? Es lo que en música se llama “hacer un cover”. Te gusta mucho una canción y la hacés a tu manera. Seguro que hasta Michael Jackson aplaudiría la versión de “Black or White” que hizo Caetano Veloso. ¿Por qué no se puede hacer eso en la literatura? Si se ha plagiado tanto con la excusa del homenaje ¿por qué no hacerlo más francamente? Es cierto que esa nota no puede funcionar como prólogo del libro. Pero si escribo en un diario, lo hago de tal manera que el mensaje sea “no se pierdan este libro”.
Por estos días, volvió de unas vacaciones breves por Colombia, donde viajó con su hija Matilda, de 17 años. Asegura que ningún escritor del siglo XXI lo tiene fascinado y que por eso vuelve una y otras veces a los dos siglos previos. Está leyendo con atención a Kis y a Natalia Ginzburg. Redescubrió a Chéjov porque “su eficacia no radica sólo en la economía sino en que narra en un grado más bajo que el que debería; te obliga a escuchar ese susurro”. Chéjov, asegura, es un autor para ser disfrutado en la segunda parte de la vida. Ésa que Forn transita ahora, lejos de Buenos Aires aunque cerca cada tanto. Dice que a esta ciudad ya no le encuentra la gracia. Dice que prefiere el ritmo tranquilo de Gesell porque “es como estar abajo del agua”. Pero sin ahogarse.