El 26 de mayo de 2013 se salva San Lorenzo del descenso frente Newell’s, Scioli enfrenta un nuevo paro docente en la provincia de Buenos Aires y una masiva marcha homófoba en París despierta el temor de un “Mayo Francés de derecha”. En Rosario, sin embargo, una sola noticia concentra la atención de todos: el asesinato a balazos del Pájaro Cantero, el narco más temido de la ciudad. “El día que murió el Pájaro, un estado de estupor absoluto reinó en las redacciones y los portales de noticias. Pero también en la policía, en los ambientes judiciales y hasta en el Gobierno”, dice Hernán Lascano, autor junto Germán de los Santos de Los Monos, un libro de investigación periodística con recursos de novela negra sobre la historia del clan familiar “que convirtió Rosario en un infierno”. Y que por horror o por temor al efecto contagio se convirtió en un tema de impacto nacional que atrajo la atención de expertos extranjeros, afectó la gobernabilidad del socialismo, instaló una nueva mitología narco-criminal y, básicamente, esparció mucho, pero mucho miedo. “En menos de una semana Rosario sufrió cinco nuevos asesinatos. Y todos relacionados”, cuenta De los Santos. Y a partir de ese momento la sangre echó a correr.
“Que nadie me venga a hablar de nada. Estamos en guerra. Ya saqué el ejército a la calle”, se le escucha decir al padre del Pájaro, el Viejo Cantero, durante el velorio de su hijo preferido. “Vamos a matar todos. Les vamos a secuestrar a los pibes. Y a las chicas las vamos a tirar en los prostíbulos”, amenaza Guille Cantero, hermano del Pájaro y miembro más díscolo del clan. Las amenazas se cumplen rápido y sin reparos. Apenas veinticuatro horas después del asesinato al Pájaro, Los Monos siguen al dueño del boliche donde había estado su última noche y lo ejecutan a plena luz del día, pocos minutos después de haber declarado por motus propio en los tribunales rosarinos. No le sirvió, se ve. A Luis “el Pollo” Bassi, señalado como instigador, le van ajusticiando a cada uno de sus familiares: primero a un hermano, luego al otro y al final a su padre, además de quienes por azar los acompañan. “Es un plan sistemático para eliminar nuestra familia”, acusa la madre del Pollo, emigrada a la fuerza para salvar su vida. La palabra que se repite es “exterminio” y Los Monos la van aplicando con distintos grados de efectividad y sin que importe demasiado chequear la información que les va llegando: a Milton César, un sicario, lo confunden con otro sicario también llamado Milton y le matan a varios familiares. No hay problema: corrigen la mira y se cargan entonces a los familiares del otro Milton, el correcto. Una muerte no lava a la otra y el arrepentimiento no existe.
“Matar es fácil”, es el capítulo en el que Lascano y De los Santos llevan a su clímax el relato marcial de las ejecuciones que se derraman sobre Rosario y que por supuesto excede a Los Monos, más allá de que hayan funcionado como disparador: “Todos matan. Desde los barras de Newell’s (o Central) hasta los farmaceúticos que contratan a un sicario para eliminar una nueva competencia”, escriben los autores. “La mayoría de los crímenes tiene que ver con disputas territoriales, pero también para ‘ordenar’ un negocio ilegal”. Tiene sentido. Porque si es más barato matar que amenazar, ¿para qué amenazar? La primera etapa del reinado de Los Monos, sin embargo, estuvo lejos de ese terror. El Pájaro Cantero, luego de heredar el poder de su padre (que a su vez lo había heredado del Mono Grande, capo líder durante los 90), estableció “un sistema” en el que el vínculo con la policía no era de complicidad sino de cooperación. Casi un miti-miti en el negocio cuyo contrato material son “los bunkers”, esos kioscos bajo tierra con apenas una ventanita para expendio barato y descentralizado, y cuyo funcionamiento a la vista de todos es la antítesis de lo prohibido: funcionamiento 24 hs y con explícita protección policial. Lo cual permite el desaliento de la disputa entre bandas por su control y una cierta seguridad para el cliente que compra. O sea, dos condiciones que necesita la policía para mantener el arreglo (además de la plata en mano, por supuesto) y garantizar cierta aparente paz social. “En el narcotráfico todo queda bajo sospecha, se enchastra todo”, señala De los Santos.
Así, con los “infiltrados” (“cobanis que juegan para nosotros”), el Pájaro no sólo se garantiza tener “el dato” de cualquier jefe policial repentinamente enemistado sino también el aviso y el consiguiente correctivo hacia cualquier rival que busque arrebatarle territorio. En ese sentido, el “Chavo” Maciel, suboficial que terminó integrando una división especial anti narco, es el arquetipo del “cobani infiltrado” que Lascano y De los Santos describen en su libro: siempre solícito y atento con sus jefes (Los Monos) y traicionero por demás con cualquiera de la fuerza o la justicia que se atreva a combatirlos. El clásico buchón pero al revés. “Para nosotros era importante restituir la responsabilidad del sistema político y visibilizar las omisiones de la policía y la Justicia”, sostiene Lascano a la hora de describir los objetivos de escritura. “Somos periodistas, no escritores. Y el desafío fue también darle una buena resolución narrativa a las historias”, postula quien junto a De los Santos cuenta con muchos años de trabajar en medios de la zona (La Capital de Rosario, El Litoral de Santa Fe, varias corresponsalías) y que en el libro (“y nuestra escala”) aplicó su gusto por novelistas como Hemingway o Briante. Es decir, escenas bien plantadas, diálogos en jerga precisa y una fuerte sensación “de estar ahí”, gracias a un uso literario de las escuchas policiales. Explica De los Santos: “Las escuchas son una fuente relativamente nueva de las investigaciones periodísticas pero no siempre bien utilizadas. En general se las pone ‘en crudo’, sin especificar quién habla, con quién, por qué, en qué situación. Y nosotros le agregamos todo eso”.
Un ejemplo es la escena con la que arranca el libro: acaban de matar al Pájaro y el velorio es el barrio de Las Flores, epicentro del poder de Los Monos en la zona sudeste de Rosario. Lascano y De los santos despliegan la tristeza que siente el barrio (“Los Monos eran temidos pero también queridos: a cada adolescente que cumplía 15 le pagaban la fiesta”) y la tensión creciente por la reacción que se avecina. En términos narrativos, el velorio funciona como la boda al inicio de El Padrino: nos ubica en tiempo y espacio a la par que despliega los personajes y vislumbra las tendencias de cada uno: Guille Cantero, el hijo impulsivo, el que quiere salir “a matar a todos”; Monchi Cantero, el hijo adoptivo, ladino y con veleidades de fama que saldrán a la luz cuando dé notas-bomba a TN y Rolando Graña (y complique la causa que lleva adelante el juez Vienna, otro personaje de película por su historia de vida y por su rol quijotesco que también termina manchado); la Cele, la matriarca del clan, ya separada de su marido, pero omnipresente y suerte de reserva moral de la familia; y el propio Cantero, ya vencido y en retirada, tal vez él único que toma conciencia de que con el Pájaro perdió al mejor de su prole. Casi como si Vito Corleone, en vez de sufrir el asesinato de su hijo mayor Sonny, tuviese que velar a su amado y verdadero heredero Michael. “No llegamos a conocer personalmente al Pájaro”, cuenta Lascano. “Pero cuando murió no hubo nadie que no viera que el clan había perdido al más lúcido y cerebral de sus integrantes. Las cosas hubieran sido distintas con él”.
Su ausencia explica entonces la falta de una reacción más “inteligente” que de seguro –y pese a ganar en conteo de muertos, terror y sangre derramada– no hubiese precipitado el final de Los Monos como grupo narco dominante. “La violencia extrema y teatral que liberaron, como si cada asesinato fuera un atentado, fue el principio del fin”, sostiene De los Santos, que también aclara que “estamos hablando de bandas poco sofisticadas”. “Los Monos ni ninguna otra son el cartel de Sinaloa o los Beltrán Leyva de México que se enfrentan con bazookas al ejército”. En ese sentido, en el libro queda claro que ese “infierno” en el que se convierte Rosario no abarca toda la ciudad (“Al mismo tiempo que hay explota la venganza de los Cantero hay zonas de Rosario que mantienen las tasas de homicidio de Bruselas. O sea, bajísimas”, señala Lascano) ni es tan distinto al que puede registrarse en otras zonas del Gran Buenos Buenos o incluso la misma Capital Federal. Así, los autores ven en la falta de reacción del socialismo (“tardía y débil”) y la mezquindad del kirchnerismo (“buscaron sacar rédito político de cara a las presidenciales del 2015”) una de las razones de la irrupción tan fuerte de Los Monos como realidad y como tema nacional.
“No fue nuestra intención generar un relato religioso con ‘buenos’ y ‘malos’, perspicaces y tontos, justos y pecadores, sino mostrar las complejidades y lo extraordinario de la saga”, señala Lascano. Y es cierto. Como también es cierto por momentos y con casos como el de Norma Bustos –kiosquera del barrio de La Tablada que sufre la muerte “por error” de su hijo a manos de una banda rival de Los Monos–, el heroísmo anónimo y comunitario aparece como la luz de lo trascendente. Sin protección de la policía ni de la justicia ni del gobierno, Norma denuncia a los asesinos con nombre y apellido y trata de lograr que los testigos –vecinos a quienes conoce de toda la vida– hagan lo mismo. Algunos lo intentan, pero en seguida son amenazados de muerte y desisten. Ella no. “No me importa que me maten, yo ya perdí todo. Si el infierno existe, yo vivo en el infierno”, contesta cuando le aconsejan que se cuide, que no tiene sentido luchar contra los molinos de viento. El 20 de noviembre de 2014 a las 10.30 de la mañana dos hombres bajan de una moto frente a su kiosco y la ejecutan. Tres años después, ahora mismo, la historia de su tragedia y de su entereza se multiplica de manera infinita en cada lectura de Los Monos, el libro. Ya no lleva el infierno adentro.