Así como Cien años de soledad estuvo en toda biblioteca de la clase media en los setenta, la siguiente fue la década de eso. El retorno a la democracia en la Argentina fue también una afirmación de las bases del capitalismo de los cincuenta y la pequeña sociedad de consumo con la familia como institución. Por debajo de esa aparente normalidad, el miedo innombrable puertas adentro. Los ochenta, década oscura y brillante a la vez, necesitaba de un libro extenso e importado; ahí estaba esa portada con fondo negro y más de mil páginas, en donde se alcanzaba a ver una alcantarilla y el clásico botecito de papel que funcionaba, en las primeras páginas, como una magdalena agusanada del terror, y hacía desaparecer a un chico. Con letras mayúsculas sobreimpresas en esa portada naive y oscura estaba la tercera persona del singular del inglés, grabada en rojo sangre e intraducible a nuestro idioma: It. El título más corto del mundo para la segunda novela más larga de Stephen King, y la novena en su producción desde que Carrie lo ubicara en el mapa de la literatura popular norteamericana como el gran renovador del género de terror.
King ya tenía fans en Argentina, por supuesto. La colección Grandes Novelistas del viejo sello Emecé había traducido gran parte de su obra hasta 1986, incluso con traducciones locales, que en muchos casos cambiaron el título original como en una estrategia de venta de cine Clase B: La hora del Vampiro, La danza de la muerte, Christine. Pero It fue el libro que abdujo a una generación entera de lectores, los nacidos en los setenta y ochenta. Moneda de cambio en los recreos de la secundaria, traumó a un montón de chicos que no pudieron pisar un circo de nuevo. Se convirtió en contraseña de hermanos y hermanas mayores de los suburbios que, ayudados por la luz difusa de un velador barato en el medio de la noche, retrasaban las entregas de trabajos prácticos o estudios de exámenes, para saber qué era eso que atormentaba a un grupo de chicos autodenominados “los Perdedores”.
La idea le surgió a Stephen King en 1978. Había viajado hasta Colorado y se le había roto el auto. Logró llegar a un taller mecánico pero tuvo que esperar a que le trajeran el repuesto. Atascado en el medio de la ruta (ya sabemos lo que las rutas le hacen al Maestro), salió a caminar para contemplar el atardecer. Al cruzar un puente viejo, colgante y de madera, se le vino a la cabeza un cuento de hadas noruego llamado “Las tres cabras Macho Gruff”, donde tres cabras atraviesan un puente y son atacadas por un troll que vive debajo. Vaya uno a saber cómo funciona la cabeza de King, pero pensó al mismo tiempo en unos versos de Marianne Moore que hablan de jardines imaginarios. Y ahí tuvo la famosa pregunta (la pregunta condicional que dispararía varias de sus novelas): ¿qué pasaría si un troll viviera debajo de un pueblo y amenazara no solo a tres pobres cabritas, sino a toda la población, como un monstruo que habita en un mundo subterráneo y paralelo?
En 1981, King retomó la idea, pero el troll no lo convencía. Volvió a invocar la pregunta: ¿qué es lo que más miedo le da a un chico? No podía pensar en un hombre lobo, el chupacabras, o el hombre de la bolsa (aunque los usara), tenía que ser actual: ¿qué era lo que le daba miedo a un chico de los ochenta? Y automáticamente pensó en un payaso; un hombre maquillado de blanco como la muerte, los labios pintados de rojo sangre, los dientes salidos para afuera, el pelo del color del infierno. Así apareció Pennywise, el payaso que habita el inframundo de Derry, un pequeño pueblo de Maine, y que atormenta a un grupo de chicos; una de esas clásicas pandillas creadas por Stephen King de chicos tristes y melancólicos, abusados por otros chicos que, tejiendo alianzas y pactos entre sí, forjan una amistad basada en el código y el respeto al otro. Uno de esos pibes que uno quisiera tener como amigo.
Un payaso horrorizando a un grupo de chicos no alcanzaba para montar una estructura de novela. La pregunta se volvió aún más compleja: ¿de qué naturaleza es este tal Pennywise? Y al no encontrar respuesta, volvió al punto cero: ¿Cómo narrar el miedo que no se puede mostrar? La pregunta era tan vieja como el origen mundo y King tuvo que construir una novela que no solo asustara sino que atravesara el tiempo desde las colonias norteamericanas de farmers, los años cincuenta, el presente y el futuro. Hasta esa fecha, King había exteriorizado el miedo en objetos (un auto que asesina, un virus que destruye el mundo, un vampiro que convierte a toda una ciudad) o en personajes que se transforman (Carrie y su psicosis destructiva, una chica que prende fuego a objetos, un chico que puede ver el futuro, un escritor que se vuelve loco), con It se metió en la casa de los traumas: la novela gótica que abarque todos las formas posibles de contar el terror. Si para Henry James la novela es una casa en donde cada escritor elige una ventana para narrar, King parece preguntarse: ¿por qué no usar todas las ventanas?
“El terror, que no terminaría en veintiocho años, si es que alguna vez puede terminar”, así comienza su novela y funciona como una declaración de principios. King, quien ya había mostrado una destreza admirable en el cruce de géneros menores con Carrie (léase cartas, recortes de diarios, enciclopedias, fojas de un juicio), retomaba ese mismo procedimiento y lo combinaba con el uso del suspense. Para hacerlo, para narrar el miedo inmemorial, la novela tendría que ir y venir en el tiempo, ser sugerido y al mismo tiempo enfrentado, como lo había demostrado el clérigo irlandés Charles Maturin en la cumbre de la novela gótica del siglo XIX, Melmoth, el errabundo. Si bien King declaró que It es deudora de las obras de Charles Dickens (Oliver Twist, sí, David Copperfield, sí, pero también y sobre todo la última, Nuestro amigo en común) hay varios parentescos entre Pennywise y Melmoth, la entidad inmemorial que recorre el tiempo y acecha a copistas subterráneos, coleccionistas de arte y marqueses. Maturin orquestó un extenso relato con múltiples relatos que funcionan como un espejo del miedo que cada narrador padece.
El propio King teorizó sobre el género en su ensayo titulado Danse Macabre; en donde habla de entidades monstruosas como el miedo a lo desconocido, el lugar maldito como una batalla entre el bien y el mal, y por supuesto, el cuento de fantasmas. Publicado cinco años antes de It, King hace un análisis exhaustivo de la novela Ghost Story de su amigo y compañero de ruta Peter Straub, a la que probablemente su novela sobre un payaso camaleónico parece rendirle tributo. En su lectura, señala que el miedo al fantasma no es otra cosa que el miedo al propio reflejo. King, que aseguró en The Paris Review no haberse analizado nunca, siempre fue reacio a leer sus novelas desde el psicoanálisis o lo biográfico; pero resulta demasiado difícil no llevarlo a su mundo de psicopatología cotidiana. Hay paisajes de It, deslizó en Mientras escribo, que tomó de su infancia; fábricas y calles abandonadas, y baldíos en donde jugaba con su hermano. Está el miedo al abandono y a la pérdida; su padre lo abandonó cuando apenas tenía siete años de edad. Pero no hay novela del Maestro que no contenga al mismo tiempo su antídoto; King, al fin de cuentas, un escritor moralista, como Thomas Hardy o el propio Dickens, señala en la propia dedicatoria a sus hijos con la que abre esta fábula sobre los traumas de la infancia que condicionan la adultez como una sombra innombrable: la magia existe.