El jueves se estrenó Tango en París: Recuerdos de Astor Piazzolla, un documental que reconstruye la amistad del bandoneonista con el matrimonio Pons. Pero es mucho más: es una película sobre el paso del tiempo y el retrato de un Piazzolla absolutamente cotidiano, montado sobre ese vínculo tan peculiar que une desde siempre a Argentina con Francia. De Carlos Gardel, Eduardo Arolas y Enrique Cadícamo al Tata Cedrón, Claudio Segovia y la Tana Rinaldi –si nos circunscribimos al tango–, París ha sido un refugio de glamorosa pátina, relacionado con el exilio, el buen vivir y la consagración. El mendocino José Pons y su mujer, la bretona Jacqueline, han visto brillar en la legendaria casa de la calle Descartes del Barrio Latino a una constelación imposible. Los nombres abruman, es una constelación en la los planetas chocan: Piazzolla, Amelita Baltar, Horacio Ferrer, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Susana Rinaldi, Jairo, Rubén Juárez, Uña Ramos. Hay fotos, imágenes, cartas y silencios, muchos silencios. “Me llevo miles de secretos a la tumba. Miles”, dice ahora, encantadora en su perfecto castellano, Jacqueline Pons a los 77 años, todavía anfitriona de almas argentinas en pena que vagan por los faubourg sentimentales.
Al calor de esa hoguera de vanidades, París bien valía un plato de comida de Jacqueline. En tiempos sombríos, podían tirotearse verbalmente en una mesa en la que coincidían comunistas arrepentidos, socialistas, algún simpatizante de las derechas al borde del filonazismo, gorilas, montoneros, radicales (ubique usted en el casillero que corresponda). Cuando la fondue se ponía demasiado espesa, madame Pons tenía una fórmula: “El que sigue hablando de política no come”. Tópicos como Isabelita, el Mundial 78 o la contraofensiva montonera se apagaban en fade out o pasaban a un segundo, tercer plano.
En esa mesa Piazzolla le propuso una vez hacer “algo juntos” a Yupanqui. La anécdota la cuenta Amelita Baltar: Atahualpa lo miró con sus ojos achinados que podían ser navajas y le dijo, después de un instante que pareció una eternidad: “Pero con poquitas notas, Piazzolla, con poquitas notas”. Ahí está en la película Don Ata, en el siempre melancólico registro del Super 8, clavándose un asado de tira en una terraza bajo el cielo de París. Mientras, José Pons cuenta en off la trastienda de la amistad que logró construir también con Ata, luego de superar “las complicaciones de su carácter arisco”.
El documental, dirigido por Rodrigo H. Vila (realizador de Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica), surca la huella blanca de la nostalgia. Es una opción estética de Vila y no está mal: el archivo visual, doméstico, con el que trabajó es extraordinario. Los años 70 fueron bien intensos para Astor y, de alguna manera contrastantes: de su coqueteo con el rock –las notas en El Expreso Imaginario, sus referencias a grupos como Emerson, Lake & Palmer– a las incursiones electrónicas, desde la “Suite Troileana” hasta sus conciertos definitivamente consagratorios en Europa, para citar muescas al azar. Todos esas curvas y contra curvas artísticas –para no hablar de las políticas– brillan por su ausencia. El filme exhibe otros costados. Muestra cómo hasta el temperamento más volcánico e inasible puede ser domado por el calor de un hogar. “Astor encontraba en nuestra cosa la contención que necesitaba cuando estaba en París”, dice Jacqueline. “Adoraba a José, a nuestros hijos, la buena comida. Éramos familia”. La casa de la calle Descartes funcionaba como una embajada cultural paralela pero era, además, un abrigo, un cobijo.
El testimonio de Jairo de ese otro Piazzolla tiene pasajes sorprendentes. “Una vez lo invité a ver al Boca de Maradona. Jugaba un amistoso contra el Paris Saint Germain. Astor no era futbolero, pero aceptó la invitación. Ya en la cancha, estábamos lo más tranquilos cuando de pronto Diego hizo uno de esos movimientos elegantes, plásticos, increíbles. Astor se paró y se puso a gritar como loco: ‘¡Sos Nijinsky! ¡Sos Nijinsky!’. Todos lo miraban. Debe haber sido la primera y única vez que se pronunció ‘Nijinsky’ en una cancha”. Jairo también supo ser anfitrión: en su casa de fin de semana –muestra el film– se realizaban gigantescas fiestas. En una de ellas, Mercedes Sosa cantó “Piedra y camino” con Fito Páez en piano, Raúl Barboza en acordeón y Jairo en bombo. La interpretación de Mercedes tiene una densidad inigualable. Las imágenes son poderosas. Semanas después murió Yupanqui. Y días más tarde, Piazzolla. Pasaron exactos 25 años.
Tango en París: Recuerdos de Astor Piazzolla es una película de pérdidas, de memorias que flaquean, de recuerdos que se vuelven nebulosa. ¿Son ciertas esas imágenes? ¿Son verdaderas esas postales de la felicidad? El guión es invadido por preguntas con pretensiones filosóficas. ¿Qué son los recuerdos? Se citan teorías del neurólogo Oliver Sacks y lo único que aparece imperturbable es la sonrisa de Jacqueline. Piazzolla se va muriendo de a poco, como José Pons: en impecable y postrera simbiosis, los dos amigos padecen los mismos ataques, tienen el mismo final. La última imagen del documental es en blanco y negro. Astor Piazzolla toca y Mina canta: es una versión italianísima de “Balada para mi muerte”. El pasaje más conmovedor es breve e instrumental: el solo de bandoneón se enlaza al violín de Antonio Agri y no hacen falta palabras para definir la abismal tristeza del adiós.