El mundo del Pacífico se ve muchas veces confinado a un atolón, o una isla tan pequeña que una distancia de dos cifras en kilómetros parece vertiginosa. Víctor Hugo veía las estrellas como islas en el espacio: aquí son las islas las que podrían considerarse como pequeños planetas. Algunas recibieron el don de la vida; otras no. Cada una es a la vez un centro y un confín de esta constelación bañada por el Pacífico.
En medio de estas tierras mínimas, Tahití aparece como un continente. Tiene la montaña más alta, pero sobre todo es la más grande de todas las islas de la Polinesia, aunque solo mide 60 kilómetros entre sus puntos extremos. Para los isleños que viven en la península, en el lado opuesto a Papeete, es una distancia tan grande que se le animan solo en ciertas ocasiones: elecciones, casamientos, entierros o algún trámite importante. El tamaño relativiza las distancias y es lo primero que llama la atención viniendo desde la extensa Argentina. Para los rapanuis, que viven en la aún más pequeña Isla de Pascua, Tahití es algo así como las Américas: una tierra inmensa y llena de bonanzas. Aunque sea notablemente más reducida que un partido como el de General Pueyrredón, sobre la costa atlántica bonaerense.
LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA La mayoría de los turistas –sobre todo los que no tienen costas tropicales en casa– conocen de la Polinesia solamente la playa de algún resort construido sobre pilotes por encima de las aguas transparentes de un atolón. Sin embargo, lo más interesante del viaje es adentrarse en esta nueva dimensión para descubrir una cultura todavía muy poco conocida fuera del triángulo polinésico (Hawaii, Nueva Zelanda e Isla de Pascua).
Antes de emprender el viaje, al hacer memoria, son pocas las asociaciones con el nombre de Tahití: todo se resume a collares de flores, el monoï, las playas que circulan en la web, los catamaranes, el ukelele (aunque se lo considere muchas veces como exclusivo de Hawaii) y las llamativas mujeres pintadas por Gauguin. Hay entonces todo un mundo por descubrir en un solo viaje: la auténtica posibilidad de una isla.
No por ello hay que desdeñar las playas, al contrario. Habrá muchas ocasiones de disfrutarlas durante el recorrido, sobre todo en Moorea, la pequeña hermana que está a menos de una hora en ferry y cuya silueta azul que se ve en el horizonte desde Papeete. Se podría decir que la verdadera isla es Moorea, mientras Tahití es la terra maior.
La llegada a Papeete es tan exótica como uno se lo puede imaginar. Hay que cruzar el océano durante largas horas, sea desde América del Sur o desde Nueva Zelanda. Como si fuese una especie de expedición moderna, con escalas en lugares remotos. Al llegar se baja del avión a un costado de la pista y, en lugar del collar de flores, es un aire espeso de calor y humedad el que abraza a los viajeros. Un pequeño conjunto de músicos toca aires polinesios antes de pasar la puerta y empezar los trámites. Las notas enseguida llevan la mente hacia una imagen “a lo Gauguin”, o la foto Instagram de una playa paradisíaca. Sin embargo, el Tahití que espera del otro lado de las ventanillas del control de pasaportes es muy distinto. Quienes viajen únicamente por las playas podrían sentirse decepcionados, aunque en general suelen seguir viaje hacia un resort y apenas si pisan las calles de Papeete durante su estadía. Una pena para ellos; para los demás, ya empieza la isla posible.
DÓNDE ESTÁ GAUGUIN Caras, escenas, colores: muchas veces Paul Gauguin y sus obras se impondrán durante la estadía. Sin embargo, el artista forma parte de quienes no fueron profetas en su tierra de adopción. El único museo que le estaba dedicado en Papeari está cerrado desde hace varios años y los últimos planes para reabrirlo fracasaron. Hay que consolarse con impresiones por las calles de Papeete, los caminos hacia los valles o en las playas públicas. Un pareo multicolor, una flor blanquísima de tiaré, un rostro: el paseo se transforma pronto en un juego, como aquellos donde hay que buscar detalles o indicios en medio de una imagen. ¿Dónde está Gauguin?
Las calles de Papeete son un atajo a Francia en el Pacífico Sur. Pero a una Francia tropical, donde todos los sentidos se exigen al extremo. La exacerbación tropical y el cartesianismo francés tratan de convivir en la fisonomía de los edificios y los modales de la gente. Las marquesinas dan una señal más clara: al mirarlas no hay más dudas de estar en Francia. ¡Hasta hay una sucursal de Tati, la marca popular parisina por excelencia!
A lo largo de los muelles del puerto de yates, una promenade revela el polinesio-chic: el espacio público es pulcro y cuidado hasta el detalle, como en la Francia europea. Pero con toques locales: el gran fare (la casa tradicional) de la oficina de turismo e información. O algún tiki (una estatua ritual) semiescondido en la vegetación. El agua del puerto es tan clara que parece una gran piscina con peces multicolores como los que inspiraron Buscando a Nemo. Caminando en medio de esta costanera adornada con grandes árboles y flores tropicales se siente que la felicidad es palpable a cada momento. ¿Será por la magia de aquellos nombres, Tahití-Papeete?
VAMOS AL MERCADO Otra muestra de esta alegría: delante de la puerta de un banco, algunos músicos tocan canciones basadas en polifonías y acompañadas por ukuleles (o ukareres, la versión local). Ya alejado de la costanera y en medio del centro comercial, el calor queda atrapado en las estrechas calles, en medio de los edificios. Al mediodía es bien intenso y hay que buscar refugio en los negocios con aire acondicionado.
Las tiendas, las oficinas y las dependencias oficiales vibran con la actividad propia de una ciudad activa. Nada que ver con la esperable indolencia tropical: el ritmo es más bien el de una capital, por pequeña que sea. En pocos pasos se llega al Marché Municipal, el mercado. Bajo una gran estructura de hierro de inspiración Eiffel, los puestos están organizados por secciones. Hay una para recuerdos, otra para frutas. Más allá están los pescados, las verduras, las carnes y las flores. Este mercado figura siempre entre las primeras recomendaciones de visitas en Papeete y es de verdad un buen punto de partida para recorrer la ciudad, en el corazón de su barrio comercial (originalmente el asentamiento de los negociantes chinos, que siguen siendo mayoría en las tiendas vecinas). En tahitiano se llama mapuru a paraita. Existe en este emplazamiento desde fines del siglo XIX y, si no fuese por el edificio en sí, su modalidad no cambió mucho desde entonces. Las vendedoras siguen teniendo coronas de flores y tocados de hojas exuberantes; el mahi-mahi proviene de pescas que se efectúan a bordo de las mismas canoas con su balancín al costado; los campesinos vienen de las mismas fincas de los valles del interior para vender su producción; el tahitiano que corre en los pasillos es el mismo que se hablaba antes de la administración francesa.
La principal concesión al turismo y a los tiempos nuevos es que hay que desconfiar de los vendedores de perlas de la parte baja y los puestos que bordean el mercado. En la oficina de turismo, en los hoteles, en el banco: todos recomiendan evitarlos y comprar en las tiendas oficiales o en los puestos del primer piso del mercado. Ahí arriba es más barato que en tiendas oficiales como Tahití Pearl Market o la lujosa boutique-museo del Rey de la Perla, Robert Wan. En ese nivel del edificio hay también tiendas de recuerdos y un puesto de comidas rápidas que propone excelentes platos polinesios, como el pescado con leche de coco o el poulet fafa (a base de pollo).
EL TESORO DE TAHITÍ La perla negra es el souvenir por excelencia. Para conocerlo todo acerca de su cultivo, el magnate Robert Wan armó un museo dentro de su local, frente a los jardines públicos de Paofai. Además de suntuosos adornos y joyas creadas con perlas de distintos tonos de grises, se descubre cómo estas joyas son “creadas” mediante un proceso de injerto en las ostras.
Antes de la adopción de esta técnica, era una verdadero golpe de suerte abrir una ostra y encontrar una perla, una probabilidad de 1 cada 15.000. No es sorprendente entonces pensar que los antiguos lo consideraran un regalo divino. Los polinesios les daban tradicionalmente un carácter sagrado; el turismo las convirtió en un recuerdo que se transforma fácilmente en objeto de lujo. Por suerte no hay que abrir 15.000 ostras para encontrar una: gracias a la técnica importada de Japón en los años 60 se pasó a una producción “industrial”. Las granjas perleras se encuentran sobre atolones de los archipiélagos de la Sociedad (donde está Tahití) y Tuamotú. En 1976 las perlas negras fueron reconocidas con un certificado de origen y una denominación comercial otorgada por la Confederación Internacional de Joyería.
Robert Wan exhibe en su museo una impresionante colección de perlas, entre ellas la mayor jamás encontrada: lleva el nombre del dueño del local, mide 26 mm de diámetro y pesa 8,6 gramos. Seguramente hubiera fascinado a Isabel I, la reina de Inglaterra que fue una de las mayores fanáticas de perlas de la historia. No podía faltar en el museo, donde se exhibe su busto de cera adornado como un árbol de Navidad con guirnaldas de perlas.
El tesoro hubiera fascinado también a los piratas, aunque los navegantes localmente revindicados son exploradores y descubridores como Bougainville, cuyo nombre se recuerda en la plaza céntrica. De ahí se puede volver al centro comercial bordeando el complejo del gobierno territorial de las islas de la Polinesia Francesa o la oficina de correos, la opción elegida por los filatelistas.
Luego de pasar el centro de compras Vaima, una especie de shopping tropical sobre varios pisos y al aire libre, se llega a la Catedral. Es uno de los pocos edificios históricos de la ciudad. Erigida en 1875, recuerda que diferentes formas de cristianismo –sobre todo protestantes– reemplazaron a los cultos tradicionales ma’ohi poco tiempo después de las primeras visitas de navegantes europeos. En varios lugares de Tahití quedan ruinas de marae –los sitios sagrados tradicionales– y algunos tikis, deidades talladas en bloques de piedra, que son los pequeños primos de los grandes moais de la Isla de Pascua.
LA ISLA SOÑADA Tahití y Papeete son nombres que hacen soñar a todo viajero, pero no debería ser por especialmente por las playas: en realidad hay que navegar hacia las demás islas de la Sociedad para encontrar las típicas postales de aguas transparentes, arenas blancas y palmeras inclinadas por los alisios.
Moorea es una de estas islas de ensueño y no está muy lejos: desde Papeete son solo 15 kilómetros de travesía. Los barcos salen de la Estación Marítima, una enorme construcción con pasarelas para acceder directamente a los ferries que van y vienen todo el día entre las dos islas. Dos compañías y varias agencias operan en la terminal, que entra en actividad desde muy temprano, mucho antes de que el sol empiece a colorear el cielo a las seis de la mañana.
La travesía dura tres cuartos de hora, lo suficiente para conservar el decorado pero cambiar el guión. Tahití no tiene un perfecto cinturón de coral como las demás islas de la Sociedad. Moorea sí. Se lo nota a la distancia por la diferencia del color del mar a medida que se acerca a la isla. El azul profundo del océano se transforma de repente en un celeste casi turquesa en el atolón. Adentro de esta laguna natural, las aguas son tranquilas, poco profundas, increíblemente claras y el oleaje es muy suave, casi tímido.
Moorea es de hecho la perfecta Polinesia, la isla perfecta. En Papeete muchos aconsejan no ir más lejos para conocer el verdadero paraíso, alegando que la sobreexplotada Bora-Bora se ha transformada más bien en parque de atracción.
Moorea tiene una geografía complicada, con cumbres verticales y una costa circular tallada por dos grandes bahías: la de Cook y la de Opunohu. Varios de los hoteles y alojamientos están en este sector, desde donde se admiran puestas de sol antológicas prácticamente cada tarde.
La mejor forma de recorrerla es alquilando pequeños vehículos eléctricos o scooters. No hay como circular en total libertad y poder parar cada vez que aparece un lindo paisaje para sacar una foto. Es decir, cada diez metros… Se puede dar una vuelta total en un par de horas, paradas incluidas. El tiempo sobra para conocer los principales atractivos: el Centro de Delfines, el pueblo-teatro Tiki, el Lagoonarium (como nadar en un gigantesco acuario lleno de peces), el Jardin Tropical de Opunohu y el Belvedere, un punto panorámico donde se ven las dos bahías juntas.
La isla es una bendición para los amantes del mar y de la playa. Se refleja en el tipo de visitantes. Muchos en Moorea solo pasaron por Papeete el tiempo de embarcarse en los ferries y no tienen intención de hacer otro turismo que no sea de playa. Para ellos las opciones sobran: el mar interior se puede explorar en barco, en canoa, en piragua y se presta para el snorkeling, la foto subacuática o el buceo. La clásica salida de las agencias dura un día completo. Se parte por la mañana de del embarcadero del pueblo de Maharepa para navegar por recorrer las dos bahías, nadar en bancos de tiburones y rayas y comer al mediodía sobre un motu (islote) bajo la sombra de palmeras.
En toda la isla y más especialmente en la Bahía de Cook hay pequeños alojamientos muy lindos sobre el flanco de la montaña. Hay que caminar hasta las playas, pero es desde donde se encuentran las mejores vistas del atardecer. La otra opción, muy difícil de resistir, es reservar una habitación-bungalow en los hoteles de las grandes cadenas internacionales, construidos como chozas tradicionales con techos de paja, sobre el agua misma. Justo saliendo del puerto de Vaiare, adonde llegan los ferries, la parada del mirador de Taotea a Temae permite admirar uno de estos hoteles.
Luego de haber conocido Tahití por su cultura y remontar hasta los tiempos de los viejos polinesios, Moorea es la promesa cumplida de vacaciones de ensueño, las que hay que tener al menos una vez en la vida.