Neuquén podría llamarse el país del viento, y estoy seguro que semejante nombre reflejaría mejor su calidad geográfica.
Viento que viene desde la cordillera y llega a través de cientos de leguas hasta el océano Atlántico imprimiéndole a la región, escasa de agua hacia el este, un carácter árido y desolado. El desierto patagónico.
Los días calmos de esta región son idénticos a los ventosos de Buenos Aires.
Cierto es que el viajero termina por acostumbrarse y es recién cuando observa este fenómeno que comprenda su permanencia. Y su fuerza.
Porque reparando en las alamedas y en los árboles que coronan los cerros y se empinan en sus laderas, no es necesario preguntar en qué dirección queda el lado este, de dónde llega el viento, pues los troncos con sus copas inclinadas en esa dirección demuestran cuán continua, día y noche, es la fuerza elástica que termina por doblar el tronco de los árboles y fijar en sus células una total inclinación hacia el Atlántico.
En los mismos valles, honduras entre dos cerros, parajes protegidos del viento, este, perdiendo parte de su fuerza, no deja de doblar los arbolados que rodean los caseríos, y el mismo trabajo, pero ya más arduo, arquitectura de los elementos, increíble de no verla, se constata en los cerros de piedra y en los médanos de grava.
Y es que las fachadas montañosas que dan la cara a la cordillera están todas casi cortadas a pico, y son enhiestas, perpendiculares a tierra, mientras que su prolongación hacia el este ondula, como si encalmada la furia del viento, este acariciara el material que un poco más atrás ha herido con su violencia.
En los médanos, semejante dibujo aerográfico guarda una tan constante simetría que no es posible dudar de su origen.
Este mismo trabajo es más nítido, aún, en las aguas de los ríos.
Los ríos del norte de nuestro país se diferencian de los del sur, en que los del norte son blandos, lechosos, tibios. Por ancho que sea su lecho, por más intenso su declive, por más traidora que se repute su linfa, no se les teme y su aspecto convida a la existencia perezosa, muelle.
Mirando uno un río del norte, dice o piensa: «Aquí me quedaría viviendo siempre tendido en una hamaca paraguaya».
El río del sur no da pie a tan holgadas imaginaciones.
Oscuro, violeta, azul turquí, el río del sur precipita sus aguas de color tinta violentamente hacia el este. Corre entre barrancas casi siempre perpendiculares al agua que las roe, orillas de piedra o de greda, verdes de pasto, y enmarcando en su fondo esa corriente de agua rápida, que desciende sin zumbar casi, con una elástica cautela de indio que tiene asegurada su puñalada o el punto de mira de la saeta.
Camina así rápidamente, empujado por el viento.
Y esta marcha de las corrientes es tan violenta, que las balsas, como ser la que atraviesa el Limay cerca del lago Nahuel Huapi, están aseguradas por cables transversales, y no es necesario que su cauce sea profundo (ya que en casi todos estos ríos transparentes se distingue perfectamente el lecho de ovaladas piedras verdes) porque el agua corre con tal rapidez que sólo un buen nadador puede atreverse a cortar estas corrientes silenciosas y oscuras, que trazan en el verde césped, curvas de glacial cristal violeta.
Todo está aquí sometido al imperio del viento, que sopla, aúlla, se queja y brama, dando en pleno verano la sensación de la proximidad del invierno. Tan sostenido es su impulso que hasta Bahía Blanca llega el viento de la cordillera, y las llanuras de Río Negro están en continuo barridas y limadas por su ola elástica e invisible.
De ahí que el viajero que cruza a caballo las alturas de estas montañas, aun en verano, no debe olvidarse de su saco de cuero y de un protector par de gafas, pues de lo contrario, en marcha contra el viento y al galope, las lágrimas le nublarán la vista de tal modo que será el caballo quien le conduzca a él y no él al potro.
De día, bajo el sol, el viento es una cosa limpia y vigorosa, jamás cargada de polvo como en la región de las llanuras; de noche, en el silencio frío, es un bramido, que hace crujir todas las articulaciones de la vivienda de madera, imprimiendo un encanto nórdico y misterioso a la oscuridad. Y entonces, nada hay más agradable que cerrar las puertas y ventanas y meterse en la cama de piel, mientras que el otro afuera sopla cavernosamente y ulula como en las noches del gran invierno polar.
ALEMANES EN BARILOCHE Cae la tarde. Don Bernardo Boock se pasea lentamente por la confitería alemana de Herr Carlos Tribelhorn. Tribelhorn –¡oh, qué nombre magnífico para un cuento de Hoffman!– tiene el pelo de estopa y la nariz larga y sinuosa. Escucha y sonríe, mientras que el gigantesco don Bernardo se pasea frente al mostrador.
Don Bernardo Boock tiene sesenta y ocho años de edad y veinticinco hijos. Cuando tenía veintidós años levantaba y cargaba trescientos kilos. Tres de los hijos de la primera mujer de don Bernardo han muerto, y ahora no le quedan más que veintidós.
Con la boina metida hasta las orejas, los pies enterrados en botines de paño y la ancha caraza amarilla, don Bernardo se pasea lentamente, frente a la nariz sinuosa y movediza, como la trompa de un puercoespín, del amigo Herr Tribelhorn.
Don Bernardo Boock nació en Brudelsdof, Alemania. Se pasa los dedos por el blanco cepillo de sus bigotes y, mientras yo diezmo una torta alemana de pasta y grosella y Tribelhorn alarga la nariz detrás del mostrador, don Bernardo estira el puño enorme como un gran guante de box de doce onzas, y habla de los tiempos heroicos de Bariloche.
En aquellos años, Bariloche no existía, ni siquiera como un nombre. Era selva y pantano. Hasta ese lugar desierto había llegado Carlos Wiederhold, de la Compañía Chileno-Argentina, que dejó un puesto a cargo de Otto Goedeke. Otto era peón de Wiederhold, pero aspiraba. Hizo fortuna y murió asesinado. Casi simultáneamente con Otto, llegó don Bernardo Boock. Boock venía de Viedma, con un carro cargado de tres mil kilos y arrastrado por catorce caballos. Con él viajaban su mujer y sus hijos. Tras del carro marchaba una tropilla de ciento cincuenta caballos para los relevos. En el carro, Boock traía armas, alimentos, medicinas, ropas, herramientas. Tras de él, marchaba lentamente un rebaño de mil setecientas ovejas. Cuando Boock llegó a Bariloche, sólo le quedaban seiscientas veintinueve ovejas. Nunca se olvidará don Bernardo de esto.
El viaje duró tres meses. El camino había que abrirlo entre montes tan espesos que era indispensable utilizar el hacha y el machete. Donde el bosque espesaba menos se lanzaban tropillas de yeguas para que abrieran huella. Cuando Boock llegó a la que hoy es la calle Bartolomé Mitre, detuvo su carro. Le parecía encontrarse sobre una cinta de goma. La tierra elástica ondulaba bajo sus pies. El agua potable estaba a muy poca profundidad. No había más que cavar pozos de dos o tres metros. Y allí instaló su carpa. Luego fabricó su casa. La casa donde aún mora.
–Yo serruché con mis manos –dice don Bernardo, paseando frente a la sutil nariz de Tribelhorn– los tablones. Con un hacha corté las tejuelas de alerce. Luego vino mi hermano y trajo más ovejas. La vida entonces era muy cara aquí. Los “vicios” (tabaco, yerba, azúcar) se traían en su mayor parte de Chile. El kilo de sal costaba cincuenta. Aquí había que hacerlo todo.
Don Bernardo calla un momento y yo le digo:
–Me contó un estanciero de Nahuel Huapí que su padre se quedó sin azúcar un invierno y había gente que, para endulzar el café, le echaba caramelos de miel que se vendían de golosinas a los indios.
Don Bernardo piensa un momento, y sonríe.
–Yo sé quién se lo contó –dijo–. A ese lo ayudé a nacer yo. Aquí había que hacer de todo, incluso de partero. Yo he asistido mujeres; he trabajado de dentista, de mecánico, herrero, carpintero, médico, quintero...
–¿Buenos recuerdos...?
–Y malos. (Señala una lívida cicatriz que le soslaya el cuero cabelludo de la sien a la oreja.) Esto es de un balde. Trabajaba en el fondo de un pozo, cuando un mestizo que había tenido conmigo una cuestión, dejó caer el balde. Conocí a mucha gente también. Me acuerdo cuando el presidente Justo estaba de novio en Viedma con la hija del general Bernal. Hace tres años el general Justo estuvo aquí, y tomó unos mates conmigo, en la puerta de mi casa.
–Aventuras y líos...
–Mejor no hablar. Se hicieron muchas barbaridades. Me acuerdo del juez... En fin, para qué hablar. Casi lo maté al coronel de bomberos... de Buenos Aires, porque me quiso atropellar con un caballo mío, que le había prestado. Se vino a mí gritando: “Yo no estoy acostumbrado a montar caballo manso, ¿sabe?”. ¡Maula!... Había un cordero cocinándose en el asador. Arranqué el asador; con la fuerza el cordero fue a parar como a veinte metros. Si el coronel se acerca, lo mato... Agarró, dio vuelta el caballo y se fue...
La mirada de Bernardo Boock se ha encendido y las venas en las sienes laten hinchándose. Tribelhorn, pelo de estopa, nariz sutil, sonríe con su grande boca y ojos de puntas de huevo duro. Boock mira duramente hacia la calle, que hace cincuenta años era un bosque de maitenes y, pasándose la mano por el cepillo blanco de sus bigotes, remurmura:
–La vida no era juguete, entonces, aquí. El invierno se lo pasaba uno completamente aislado, sin noticias de ninguna parte. Seis meses así, metido hasta las orejas en la nieve.