Desde Toronto
No debe haber dos cineastas más distantes entre sí, por su origen, su formación, sus edades, sus temas y su manera de abordarlos. Pero si hay algo que hermana al estadounidense Frederick Wiseman y el chino Wang Bing es haber elevado al documental a una de las bellas artes. Como lo han podido comprobar los espectadores asiduos al Bafici, Mar del Plata o el DocBuenosAires -sus films no tienen otro modo de llegar al espectador argentino- tanto Wiseman como Bing hacen del documental un modo de aprehender el mundo, de interrogarlo con belleza, paciencia y sabiduría. Y de eso tratan una vez más sus films más recientes, que acaban de aterrizar en el Toronto International Film Festival (TIFF) premiados, hace días nomás, del otro lado del Atlántico: Ex Libris - The New York Public Library, de Wiseman, acaba de ganar el premio de la crítica internacional (Fipresci) en la Mostra de Venecia, que concluye hoy. Y a su vez Ms.Fang, de Wang Bing, recibió nada menos que el Leopardo de Oro, el premio mayor del Festival de Locarno.
Ex Libris encuentra a Wiseman en su plenitud, tanto que a los 87 años no vino al TIFF a presentar su nueva película porque ya está trabajando en la próxima. Su obra, monumental, comenzó en 1967, con Titicut Folies, un documental sobre un centro de salud mental de Massachusetts que provocó no poca controversia. Desde entonces este hombre sabio del cine ha dirigido 45 películas, muchas de ellas de largo aliento y duración. Y casi todas abordan, de una u otra manera, un tema que lo obsesiona: el funcionamiento de las instituciones públicas.
Ya sea una escuela secundaria, un hospital, una corte penal juvenil, una oficina de asistencia social o un legislatura estatal, prácticamente nada de lo público le ha sido ajeno a Wiseman, que se interna en cada uno de estos temas como un voyeur privilegiado, evitando sistemáticamente los reportajes y testimonios a cámara, que son el campo de la televisión. Lo suyo es la observación minuciosa, el gusto por el detalle, el tiempo que él se toma y luego le regala al espectador para comprender mejor una situación y unos personajes, inmersos en un contexto determinado. Y como excelente observador que es de lo público, la cultura no podía serle ajena, especialmente en los últimos años, en los que le dedicó -en Europa– obras maestras al ballet de la Opera de París (La danse, estrenada en la Sala Lugones en 2010) o a la Galería Nacional de Londres (National Gallery, 2014).
Claro, la cultura pública en los Estados Unidos –el imperio de lo privado– es un problema. Y como tal, Wiseman no le saca el cuerpo: por eso en Ex Libris se sumerge durante tres horas once minutos en una de sus mayores instituciones, la Biblioteca Pública de Nueva York, a la que examina desde su costado más humano. Como siempre, Wiseman quiere saber quiénes trabajan allí -desde el consejo de dirección hasta sus empleados rasos– pero también quiénes la visitan, no sólo en su imponente sede central en la Quinta Avenida sino también en sus sucursales menos glamorosas, como la del Bronx. Y lo que surge en Ex Libris es una comedia humana, una sinfonía de rostros de todas las edades y todos los colores, abiertos a los más diversos intereses, desde los más sofisticados hasta los más básicos, como aprender a leer, por ejemplo. O a cantar y bailar, ¿por qué no?
Es significativo cómo Wiseman se las ingenia para hacer un film verdadera, profundamente político sin necesidad de recurrir a ninguno de los trucos demagógicos de un Michael Moore. Le basta con dar cuenta de la infinita diversidad de orígenes y culturas que pueden convivir en una institución o un barrio (como ya hizo en la extraordinaria In Jackson Hights, su documental inmediatamente anterior) para demostrar que hay unos Estados Unidos que no son los de Donald Trump. Y que los cimientos para combatirlo están allí, en la gente -aún la más desposeída– que va a consultar un diario, un libro, escuchar una conferencia o incluso dormitarse en un concierto. Se trata de una casa pública y, como tal, no se le niega el acceso a nadie, cada uno puede encontrar allí su lugar en el mundo.
Es paradójico cómo desde un país que ha hecho del individualismo un culto, un cineasta esencialmente estadounidense haya sido capaz -y lo sigue siendo– de construir una obra que celebra lo colectivo. Lo de Wiseman es siempre el conjunto, nunca la individualidad. Por el contrario, el chino Wang Bing, que proviene de un país que por sus dimensiones, su superpoblación y por su cultura política ha tendido siempre a abolir la singularidad, hace un cine dedicado a los individuos, a destacar personajes dentro de la masa. Ya lo había hecho en Una mujer china (2007), donde la señora He Feming contaba a cámara, mientras languidecía el día, treinta años de su azarosa vida. Y ahora lo vuelve a hacer con Ms.Fang, un film en el que se asoma –como quien lo hace a un abismo– a los últimos días de vida de una anciana postrada en su cama, víctima de un Alzheimer galopante.
A diferencia de He Feming, que parecía recordarlo todo, aquí la señora Fang no sólo no recuerda nada: tampoco es capaz de articular una sola palabra. En todo caso, se diría que hablan por ella sus arrugas, que parecen los surcos de la tierra que quizás aró en su juventud, en los primeros años de la Revolución, y sus ojos, que se pierden quién sabe en qué tinieblas. En todo caso, más amnésica parece toda la familia que rodea su cama y que, perteneciente a una aldea rural, viste ropa con marcas e inscripciones occidentales como si el huracán de la historia ni siquiera los hubiera rozado.