La idea inicial de la escritora española Alana Portero era escribir una novela de infancia. En el proceso de escritura de La mala costumbre –su debut en narrativa editado en Argentina por Seix Barral– advirtió que en realidad estaba amasando una novela de crecimiento y aprendizaje porque quería contar algunas cosas que iban más allá de la infancia. El libro narra la historia de una niña que transita un proceso de autodescubrimiento y construye su identidad a partir de dos espacios que tienen igual peso en el relato: por un lado, el barrio de San Blas; por otro, un cuerpo que parece incapaz de habitar y que al inicio percibe como algo ajeno.

Cuando se le pregunta por la elección de ese barrio como escenario, la autora responde: “Quizás por las lógicas mainstream, a menudo se habla de este libro como una ‘novela sobre lo trans’, pero para mí es más obrera que trans porque el componente de clase es tan importante para la protagonista como su condición trans, incluso más. Cuando se habla de los barrios, por lo general es desde cierto turismo de clase y a mí no me gusta. Quería contarlo en horizontal, porque al final conocemos más Brooklyn que nuestros propios barrios. Yo quería hacer literatura con un barrio de la periferia de Madrid: un barrio pobre, obrero, que merece tanta literatura como cualquier otro. Ese lugar de enunciación condiciona la historia de una manera muy clara y muy concreta”.

-En La mala costumbre se narra la construcción identitaria y esos procesos nunca tienen un único componente. ¿Cómo pensás la cuestión de clase?

-Cuando lo identitario se reduce a una sola cosa es porque se quiere vender algo o bien reducirlo. Nadie es una sola cosa en esta vida y casi todo tiene el mismo peso. La idea de novela “trans”, “femenina” o “LGBT” lleva etiquetas pensadas para reducir nuestro trabajo, para que sea más pequeño y no comparta el estante de la literatura “de verdad”, la de los hombres que nos cuentan sus propias experiencias sin que nadie les diga que escriben autoficción. La clase obrera tiene una importancia radical y los aprendizajes del personaje son los que son porque vive en un barrio obrero: su manera de relacionarse con el entorno, lo que teme y lo que ama, la manera en la que establece lazos de cooperación, todo eso lo aprende porque vive en un barrio obrero donde la gente tiene que ayudarse. Los vecinos viven en condiciones materiales complicadas y políticamente están del otro lado; ella también lo está y no sólo por ser trans sino también por ser una chica obrera, pobre y con menos oportunidades.

-Mencionaste la autoficción. ¿Por qué creés que a la hora de hablar de una novela como La mala costumbre aparece siempre la pregunta por lo autobiográfico? En una entrevista decías que en verdad no hay tantos préstamos de tu vida.

-Entiendo la pregunta por las similitudes aparentes con mi vida, pero utilicé apenas dos o tres cuestiones para pavimentar un suelo sobre el que construir la ficción. Es el barrio y son las coordenadas temporales porque me sentía más segura ficcionando a partir de algo que conozco. Quizás es un recurso conservador, pero me permitía llegar adonde yo quería y contar lo que quería contar. Esto de la autoficción siempre se nos pregunta a las mujeres porque presuponen una especie de incontinencia emocional y esto me parece injusto. Hay gente que hace literatura maravillosa dentro de ese género como Annie Ernaux o Javier Marías. Él es un escritor español muy prestigioso que murió hace poco. He leído sus novelas religiosamente porque me encantan, pero escribía personajes que se parecían mucho a él: traductores, profesores de Oxford que vivían entre Madrid y Barcelona, hombres de su edad. Sin embargo, nadie le preguntaba si eso era autoficción; todo el mundo daba por sentado que eran novelas.

-Personajes como La Peluca, Margarita o Eugenia tienen gran carnadura. ¿Cómo fue el proceso de construcción?

-Esos personajes son los más importantes de la novela, incluso diría que por encima de la protagonista. Son los oráculos que ella encuentra en esta salida de Ítaca, ese viaje homérico que hace en busca de sí misma. La construcción está basada en muchas mujeres que he conocido a lo largo de mi vida, hay algo destilado de todas ellas. Y también es un homenaje a una generación de mujeres trans con la que mi país tiene una deuda impagable. Me apetecía hacer literatura con ellas, que hoy tendrían unos 70 años: sufrieron la peor parte de la ley de peligrosidad social en los ’70, estuvieron en cárceles masculinas, el SIDA las arrasó, muchas fueron trabajadoras sexuales toda su vida y me parece que sin ellas no estamos completas. Mi forma de recordarlas es incorporarlas a la cultura narrada.

Cuando se le pregunta por el poder de la ficción a la hora de contar esos mundos, Alana asegura que “es el único modo de incorporar estos procesos a lo humano porque al estudiarlos se los deshumaniza”. “Esto no significa que no haya que estudiarlos –advierte–, pero no acepto que me traten como un objeto de estudio porque soy una persona, una mujer. Lo dice el Estado que me otorgó una documentación, mi entorno y yo misma. La única manera de incorporar las vidas de cualquiera a lo humano son las narraciones y la ficción es la manera de reivindicarnos como universalidad”.

“Adoraba mirarlas y memorizar sus gestos, su forma de estar quietas, el modo en el que se tocaban el pelo, sus risas desacomplejadas y cómo manipulaban los objetos. Absorbía la energía que creía percibir cuando las mujeres estaban reunidas, sin hombres”. La protagonista narra con fascinación esos aquelarres domésticos desde su sed de referentes y por las páginas de la novela desfilan menciones a Almodóvar, Mendicutti, Moix, Madonna, Bowie o George Michael, entre otros. Portero dice que eso constituye “la fe de la protagonista, la figura mariana a la que encomendarse, el Santoral donde vuelca sus deseos” y recuerda que “las divas pop de los ’80 cumplían una fantasía de transformación” porque de un disco a otro parecían otras personas, “eran como seres mitológicos y la mitología es la gran fantasía de transformación”.

La autora se formó como medievalista y además se desempeña como periodista, dramaturga y directora. Dice que utiliza referencias a cuentos, mitos y leyendas porque su cabeza funciona creando realidades paralelas. “Yo camino por la calle e imagino cosas extrañísimas, como si pudiese descorrer un velo entre la realidad y otro lugar donde todo el mundo lleva una corona de flores”. Consultada sobre la realidad concreta en la que parece haber un recrudecimiento de la ultraderecha a nivel mundial, ella se muestra optimista y aclara que cuando escribió su novela lo hizo sin pretensiones políticas o pedagógicas. “Otra cosa es lo que suceda con la historia, cómo esa narración coincide con la de otros y se convierte en una narración común. Esto me parece maravilloso y ojalá sirva como ladrillito para construir un muro de contención contra todo este horror incalificable”. Sobre el escenario global, opina: “Creo que la ultraderecha está menguando, lo creo de verdad. Me parece que tocó techo y hay una oleada por todas partes, pero están perdiendo su cuota de poder y lo único que les queda es la sobreactuación. Con Milei se ve muy claramente. Yo lo puedo decir: es un payaso peligroso, no tiene nada más que su histrionismo, pero si pierde las elecciones tendrá que llevar ese histrionismo adonde se lo soporten”.