La última señal de vida fue en noviembre. Entonces le mandó un mensaje a su “medio hermano” para saludarlo el día en que cumplió 45 años. Él le respondió que se alegraba sinceramente de que se hubiera acordado. Seis semanas más tarde, poco antes de Navidad, se suicidó con una sobredosis de heroína. Las escasas pertenencias del suicida –un reloj, una bicicleta, los CD de Pink Floyd y los de Chris Rea, la mesa del comedor y las sillas, la colección de comics y un set gris de llaves inglesas– fueron repartidas tal como lo había dispuesto en su testamento. “Nada permaneció junto. Me dio la sensación de que los objetos que en vida se unen a la persona, por los que uno hace esfuerzos para no perderlos, con los cuales nos rodeamos y en los que los demás nos reconocen, después de la muerte se separan de los seres humanos, es como si se apagara una estrella. Los planetas que mantenía reunidos a su alrededor se desprenden de ese vínculo, se alejan de su astro central y su materia se distribuye uniformemente por el universo”, reflexiona el narrador de Koala (Adriana Hidalgo) de Lukas Bärfuss. El escritor y dramaturgo suizo estuvo en Buenos Aires para acompañar el estreno de Paraty –traducción y adaptación de su pieza Málaga realizada por Cecilia Bassano en el marco de la Biblioteca de Obras Teatrales del Goethe Institut–, dirigida por Bassano y Carla Pantanali, que se presenta los viernes y sábados a las 22.30 en la Sala Alberdi del Centro Cultural San Martín.
El narrador de Koala –un escritor que regresa a su pueblo natal en los Alpes para dar una conferencia sobre Heinrich von Kleist, un poeta, dramaturgo y narrador alemán que se suicidó– repite, como si fuera el estribillo de una imposibilidad contra la que tiene que luchar, que “el suicidio hablaba por sí mismo, no necesitaba de ningún narrador”. Bärfuss sortea el peligro de quedar cautivo de un discurso doliente, sin principio ni fin, sobre el suicidio de ese hermano solitario y taciturno al que llamaban “koala”. El artefacto que le permite otorgarle a la imaginación la función de instrumento epistemológico es la reconstrucción de ese enigma que encarna el koala, un animal inclasificable y en extinción. Ese Big Bang de relatos desembocan en un cuestionamiento al trabajo –“ni siquiera nos dábamos cuenta de cuán enfermos y miserables nos hacía el trabajo”– y al capitalismo, aunque lo último que haga el narrador, precisamente, sea trabajar.
Bärfuss, en la deriva de una novela excepcional, invierte la prueba para no caer en el error de contar aquellas historias sobre su hermano que confirman su “responsabilidad”, que ese suicidio no es más que la consecuencia de una forma equivocada de pensar, de una vida que fracasó. “Y de pronto comprendí por qué se trataba de evitar hablar del suicidio”, afirma hacia el final de Koala, en notable traducción de Claudia Baricco. “No era contagioso como una enfermedad, era convincente como un argumento incuestionable. Era una mentira decir que no se entendía a los suicidas, al contrario. Todos los entendían demasiado bien. Pues la pregunta no era: ¿por qué se suicidó? La pregunta era: ¿por qué siguen ustedes con vida? ¿Por qué no abrevian las fatigas? ¿Por qué no agarran ya mismo la soga, el veneno o el revólver, por qué no abren la ventana, ya mismo?”. A primera vista, el escritor suizo –autor de la novela Cien días, sobre el genocidio en Ruanda; y de dos obras de teatro que fueron estrenadas en Buenos Aires, Las neurosis sexuales de nuestros padres y La prueba– tiene la expresión de alguien que puede perder la paciencia con facilidad. Pero ese gesto áspero se pulveriza cuando saluda en español a PáginaI12 y luego, en alemán, subraya que “meterle miedo a la gente es una herramienta política”.
–Koala es una novela que emociona y la emoción suele ser compleja en la literatura. Quizá muchos escritores le teman a la emoción porque creen que puede ser confundida con la sensiblería o lo cursi, ¿no?
–Me pregunto qué es una emoción o un sentimiento, si puede haber una vida sin sentimientos, una experiencia sin sentimientos. La búsqueda de mis emociones me enseña mucho sobre la sociedad. Lo que me interesa son las emociones falsas, por ejemplo cuando tengo una sensación que no va con la situación. Cuando mi hermano se suicidó, tenía la sensación de que estaba muy solo. Pero uno no está solo con el suicidio. El suicidio es algo muy corriente, les pasa a muchas personas; entre los veinte y los cuarenta años es una de las muertes más comunes. Son miles las personas que pasaron por eso. Al mismo tiempo hay una literatura muy rica, también hay textos de filosofía y de sociología; pero tenía la sensación de que era la primera persona en el mundo a la que le pasaba algo así. Esa contradicción entre mi emoción y la situación social es lo que intenté profundizar en la novela. Para poder buscar en las propias emociones hay que tener un corazón muy abierto. No es una buena idea investigar en la propia emoción con la misma emoción, por ejemplo la rabia con la rabia. Necesitaba una gran distancia con mis propios sentimientos porque hay muchas emociones que pueden ser mal usadas, como el miedo. Meterle miedo a la gente es una herramienta política. No sé si es así en Argentina, pero en Europa hay una gran inclinación hacia la filosofía asiática, una filosofía que trata de controlar las propias emociones. No está solamente la herencia de la cultura asiática, sino también la europea, concretamente el estoicismo de Marco Aurelio, de Séneca. La segunda escuela de los estoicos se puede vincular a la época de Augusto, que terminó con la República y apareció un sistema represivo que no permitía expresarse políticamente. Cada emoción busca a la sociedad, pero si no hay posibilidad de expresarse públicamente, entonces hay que hacer algo para que estas emociones desaparezcan. Por eso hoy se medita y se hace yoga, porque todo va por el cuerpo privado y no por lo social.
–En Koala la figura del hermano suicida, ¿podría ser una especie de Bartleby, que del “preferiría no hacerlo” pasa a hacerlo y se suicida?
–Bartleby es un revolucionario. Si todos fuéramos Bartleby, nuestra sociedad estallaría. En esta postura de Bartleby hay un gran egoísmo: él no hace nada para gustarle a alguien. Es todo lo contrario de un oportunista. ¿Cuántas cosas hacemos en nuestra vida cotidiana porque pensamos que eso nos va a traer cierto rédito más adelante? ¿Cuántas veces somos amigables con alguien porque pensamos que eso puede traernos algún beneficio? Si me encontrara con alguien que dice “preferiría no hacerlo”, eso sería el comienzo de un movimiento político.
–El hermano suicida no acepta las reglas básicas del capitalismo, se niega a trabajar, mientras que el narrador de Koala, finalmente, lo que hace es volver a su casa para trabajar. ¿Intentó poner a este personaje suicida del lado del anticapitalismo?
–No estoy seguro si el problema del capitalismo es el trabajo... Creo que es posible no trabajar en el capitalismo, pero hay algo que no es posible: no consumir. Estamos condenados a consumir. El problema central es que esta persona no quiere consumir más. Pero nuestra relación con el trabajo es un desafío porque no tenemos nada más que el trabajo. No hay nada que se nos haya dado desde el origen en nuestra sociedad. Tenemos que darnos nosotros mismos el lugar y ese lugar lo encontramos solo a través del trabajo. Eso genera grandes problemas porque siempre hay poco trabajo. Parece claro que mis hijos van a tener que definir su vida más allá del trabajo porque el trabajo siempre estaba ligado al ingreso y el dinero estaba ligado al estatus, al reconocimiento social; pero eso no va a funcionar más por la automatización. En Suiza estamos atravesando una situación en la que la sociedad se vuelve cada vez más vieja porque hay una esperanza de vida más alta. Pero al mismo tiempo, a los 65 años te jubilás. ¿Qué se hace con ese tiempo que queda, que es más o menos un cuarto de la vida sin trabajo? Como artista nunca voy a ser un jubilado; soy un privilegiado que puedo trabajar hasta el final. Pero a los trabajadores contratados, a los profesores en las universidades, se los va a hacer a un lado. Hay un crecimiento de la productividad que debería ser igualado con el trabajo. Los robots que hacen nuestros trabajos tendrían que trabajar para todos. Los robots hacen ganar dinero y este dinero debería servir para subvencionar la vida de las personas. Los periodistas de deporte podrían ser reemplazarlos por un algoritmo. Esa ganancia, ¿a quién iría? Ese dinero debería ir a los periodistas.
–Pero ese dinero seguro que no va a los periodistas reemplazados.
–Por supuesto que no, porque vivimos en un mundo capitalista. Ya no se necesitan a las personas para el sector de servicios. ¿Qué se hace entonces con esas personas? No van a tener más trabajo, no van a tener más estatus ni nada de dinero... y es una rueda que rueda cada vez más rápido.
–¿Los robots reemplazarán a los escritores y dramaturgos?
–Sí... Hay muchos libros en las librerías que duran un mes y se tiran y que los puede escribir un algoritmo. Nadie se daría cuenta (risas). No sé si somos conscientes de que todas las páginas de Internet, todos los portales, no serán más escritos por personas. El problema no es quién lo escribe, sino quién lo lee. Quizá escriban algoritmos para algoritmos...
–Describe un mundo que se parece a la serie Black Mirror.
–No la vi; pero la pregunta es hacia dónde nos va a llevar un algoritmo. ¿Qué pasa cuando un algoritmo genera un accidente? ¿Quién es responsable? ¿Nadie? No va a existir más el concepto de responsabilidad para el algoritmo. Es el fin de la era de la humanidad como la conocemos.
–Volviendo a la novela, hay un momento en que el narrador reflexiona sobre el sentimiento de vergüenza que genera el suicida en su familia y cómo se trataba de extirpar a los suicidas de la sociedad de los vivos, pero también de los muertos en los cementerios. ¿Por qué “el ser humano no era tan moderno como trataba de persuadirse a sí mismo”, como sugiere el narrador?
–El hombre moderno no tiene ninguna imagen de trascendencia. Tanto la sociedad argentina como la suiza no están construidas sobre cimientos religiosos; vivimos en una república y yo tengo que contentarme con mi vida. A todos se nos presenta la pregunta sobre qué es lo que va a pasarnos después de la muerte. El suicida va un poquito más rápido con su muerte; pero todos vamos a compartir su misma suerte y vamos a morir. ¿Qué es lo que viene después? Los agnósticos como yo no sabemos qué va a pasar.
–Hacia el final de la novela se narra la ceremonia con las cenizas del hermano, cuando se escucha la canción de “un hombre que habría brillado como un sol”, que evidentemente es “Shine on you crazy diamond” de Pink Floyd. ¿Qué relación hay con lo autobiográfico en Koala?
–Lo autobiográfico es central. No descubrí nada en este libro, tal vez solo una escena. Podría hacer un acertijo para ver cuál es la escena que no viví, pero la historia de Australia y del koala es documental. Pink Floyd es insoportable en un entierro; es muy difícil de entender, ¿no? Esta erupción nostálgica, kitsch, cursi, tiene un fundamento porque falta la forma religiosa y social. Pero si yo quisiera encontrar una ceremonia adecuada para mi entierro, sería cien veces más cursi.
–¿Qué música pediría que pasen en su entierro?
–Pediría boleros (risas)... No importa qué música uno sugiera para su propio entierro porque siempre va a ser cursi. Si tuviera que elegir una música para mi propio entierro, entonces le estaría dando a mi vida un significado específico que tiene que encontrar su forma en esa canción. Eso es imposible porque no hay una música para expresar mi vida.