Desde Toronto
Hace ya más de dos décadas que el Toronto International Film Festival (TIFF) se ha convertido no sólo en la puerta de entrada –cada año un poco más cerrada– del cine del mundo al mercado estadounidense sino también en la plataforma preferida de lanzamiento al Oscar de los grandes títulos de la industria de Hollywood. En los últimos tiempos, esa supremacía se la ha robado un poco la Mostra de Venecia, que parece programada pensando más en la alfombra roja y los paparazzi que en el cine mismo. Pero en vez de pelearse entre dos festivales que incluso superponen sus fechas por unos días, el TIFF alberga –a veces con diferencia de horas– la mayoría de los títulos de Hollywood que arrancan en góndola su carrera hacia la estatuilla de la Academia. Y a juzgar por algunos de ellos, esta pre-temporada de premios empieza bien rara, poblada de sangre, monstruos y anomalías de todo tipo, de esas que a priori no son necesariamente del gusto de los votantes industria.
De las películas que ya pasaron por Venecia y ahora están en Toronto, la que sin dudas tiene más chances de entrar en la lista corta –e incluso en la recta final– de la Academia de Hollywood es The Shape of Water (La forma del agua), una producción de la Fox dirigida por el mexicano Guillermo del Toro que viene con el plus de haber ganado el domingo pasado el premio mayor, el León de Oro, de la Mostra italiana. Se trata muy probablemente de la mejor película del director de El laberinto del fauno, la más lograda, una fábula romántica sobre la soledad y el amor, ambientada en unos Estados Unidos de fantasía pero en los que claramente pueden reconocerse las tensiones de la discriminación racial, la homofobia y la Guerra Fría de los años ‘50.
Amante incondicional de monstruos a los que vuelve queribles, como ya lo probó en Hellboy, aquí Del Toro imagina uno proveniente de algún lago escondido del Amazonia y tomado prisionero por un laboratorio secreto del ejército estadounidense, donde es sometido a experimentos y torturas. Una de las empleadas de limpieza del lugar (Sally Hawkins) sentirá empatía primero y luego amor –e incluso deseo– por esa criatura, quizás porque ella misma siempre se sintió sola y discriminada. Con todo tipo de citas cinéfilas, que van desde la clase B de Hollywood (El monstruo de la laguna negra, 1954, de Jack Arnold) hasta el cine de qualité francés (La bella y la bestia, 1946, de Jean Cocteau), Del Toro se las ingenia para crear una rareza: una película protagonizada por un monstruo que puede llegar a conquistar no sólo el corazón de su partenaire sino también el de los votantes de la Academia.
A su manera, el escritor (Javier Bardem) que está en el centro de Mother! (¡Madre!), la nueva película de Darren Aronofsky es también un monstruo, pero por lejos mucho más peligroso y temible que el de The Shape of Water. Porque si bien tiene aspecto humano, está muy lejos de serlo. Suerte de remake no declarada de El bebé de Rosemary, la nueva incursión del director de Pi por el terreno de lo fantástico tiene más de una deuda con el universo claustrofóbico y paranoico de Roman Polanski. Allí está, en primer lugar, una joven mujer que tiene dificultades para quedar embarazada (Jennifer Lawrence en lugar de Mia Farrow). Para cuando finalmente lo consiga, todo a su alrededor comienza a enrarecerse, empezando por su marido, que aquí no es un actor aspirante al éxito como lo era en el film de Polanski sino un poeta ya exitoso pero bloqueado y que parece haber hecho algún extraño pacto diabólico para recuperar su inspiración.
La casa aislada –de estilo adecuadamente gótico– en la que vive esa pareja recibe de pronto la visita inesperada de un matrimonio siniestro (Ed Harris y Michelle Pfeiffer, en un bienvenido regreso) que se ganará inmediatamente la simpatía del hombre y la desconfianza de la mujer. Y con ellos traerán todo un aquelarre de personajes que invadirán no sólo la casa sino también la intimidad y la salud mental de la mujer. La diferencia esencial con la obra maestra de Polanski está en que el director polaco partía de la más banal de las cotidianeidades para ir paulatinamente abriendo pequeñas grietas en la realidad. Fiel a su escasa sutileza y propensión al desborde, Aronofsky en cambio empieza ya con una casa que desde la primera escena parece embrujada, como en la más trajinada película de terror, con sótano ominoso incluido, y culmina en una auténtica batalla campal en la que legiones enteras de fans del poeta se enfrentan, con armas de guerra incluso, por conseguir algún souvenir de su ídolo, empezando por el bebé que acaba de nacer.
Si para Aronofsky, un artista –un poeta en este caso, pero también un cineasta, por qué no– es capaz de todo con tal de conseguir y mantener el reconocimiento público, no es mejor la visión que tiene de la mujer, que a diferencia de la de Polanski es aquí una maniática del orden y la limpieza, celosa guardiana de su marido hasta la castración (por algo él ya no puede escribir), y de la que solamente recurriendo a las fuerzas más oscuras su marido parece poder liberarse. No es lo que se dice una visión progresista la del director de El cisne negro, donde ya las mujeres terminaban siendo todas unas harpías.
La tercera gran producción de Hollywood que llega desde la Mostra de Venecia con sus peculiaridades y extravagancias es Downsizing, un titulo que en inglés tiene una doble acepción y que se refiere tanto a una reducción a escala como a un recorte de presupuesto. Un poco a ambas cosas se refiere la nueva película de Alexander Payne, el director de tragicomedias tan singulares como Entre copas, Los descendientes y, en particular, la notable Nebraska, su film inmediatamente anterior. No es el caso de Downsizing, una sátira social en la que el peso del guión impone –como una penitencia– su enorme carga alegórica sobre los personajes, por pequeños que sean.
Es que en la ficción que imagina Payne, en un futuro cercano, con la excusa de hacer más sustentable el planeta y para que exista lugar y alimento para todos, un experimento científico propone reducir a todos aquellos seres humanos que se animen al tamaño de un insecto. Pero, ¿quién querría hacer eso si no fuera por dinero y si no se le prometiera una vida mejor de la que lleva? El bueno de Matt Damon, un hombre común como los del cine de Frank Capra, acosado por deudas e hipotecas, es uno de los muchos que consiente en reducir su tamaño e irse a vivir a una de esas colonias supuestamente idílicas para micro-liliputienses. El paraíso prometido sin embargo resultará no ser tal y el protagonista no tardará en descubrir que allí se reproducen todas y cada una de las miserias y desigualdades del capitalismo más rampante. No hacía falta buscar esa perspectiva minúscula para ver un cuadro tan grande que está a la vista de todos.