PáginaI12 En Cuba
Desde Santa Clara
Ya es de noche en Santa Clara. Llegan las cenizas. Están dentro de una caja de cedro envuelta por la bandera cubana. La colocaron esta mañana en un cubo de blindado sobre un remolque militar. Una parte del pueblo está aquí, con banderas cubanas y retratos del presidente muerto. Todos gritan lo mismo que gritaron los habaneros en la noche del martes, congregados de a miles en la Plaza de la Revolución: “Yo/ soy Fidel/, yo/ soy Fidel”.
La caravana de vehículos militares que escoltan al que lleva las cenizas por toda Cuba y aún debe llegar hasta Santiago, en la provincia de Oriente, entra en este momento a uno de los altares laicos más venerados de Cuba. En Santa Clara están los restos de Ernesto Guevara desde que fueron entregados por Bolivia muchos años después de su asesinato a manos de Félix Rodríguez, el agente de la Agencia Central de Inteligencia que todavía recorre activo los Estados Unidos y en abril del año pasado trató de ensuciar el retorno de Cuba a las cumbres de las Américas con una provocación. Justamente se mostraba envalentonado por el asesinato del Che. No logró sacar de su papel a Raúl Castro, el jefe del gobierno y el Partido Comunista de Cuba, que optó por cumplir con su objetivo de quitarle a Barack Obama en términos personales toda responsabilidad por el embargo y el bloque y a la vez reclamar el fin de ambos.
El mausoleo levantado en recuerdo de Guevara es gigantesco, sobre una plaza seca a un kilómetro del centro. Al llegar desde La Habana tras un desvío desde la carretera central la figura del Che se distingue de lejos.
El memorial ya existía pero fue convertido en mausoleo cuando Bolivia dijo públicamente en 1997 que había hallado los restos de Guevara y la noticia escaló hasta que fue posible su traslado a Cuba.
La ciudad fue clave en la historia de la Revolución Cubana de enero de 1959.
Cuando, por instrucciones de Castro, Guevara marchaba como jefe de una columna desde Sierra Maestra hacia La Habana, recibió la noticia de que el todavía dictador Fulgencio Batista –débil ya, pero dictador al fin– estaba enviándole un tren con refuerzos para trabar su avance hacia la capital del país. Al conocer la noticia el Ejército Rebelde actuó sin vueltas: levantó las vías y consiguió el descarrilamiento del tren punitivo. Fue la última señal para las tropas de Batista destacadas en Santa Clara. Sin comunicación logística con la cadena de mandos y ante la superioridad de los rebeldes, aceptó rendirse. También fue la última señal para el propio Batista. Ni Washington ni los grupos conservadores cubanos habían conseguido cortar antes su carrera cuando habían caído en la cuenta de que ya era un blanco débil para la rebelión. No habían logrado constituir alternativa alguna que evitara la llegada de esos barbudos todavía no alineados con la Unión Soviética pero con proyectos nacionales y democráticos respecto de la élite local y la dependencia respecto de los Estados Unidos. Solo, después del fracaso de su tren para Santa Clara, Batista emprendió la retirada mientras su vice comenzaba a negociar con quienes eran sin duda, a esa altura, el reemplazo evidente del antiguo régimen.
Batista huyó del país después de la rendición de sus militares en Santa Clara. El triunfo de la revolución era un hecho.
Para quien haya oído la voz de Fidel en sus mejores épocas, revolución se dirá pronunciando la erre bien fuerte, como los locutores viejos y estirando y marcando la o hasta que la ene casi sea innecesaria.
Dice un cartel: “Los jóvenes jamás te fallaremos”.
En el mausoleo donde ahora están los restos de Fidel y el Che, dos de los tres comandantes supremos de 1959 (el otro es Camilo Cienfuegos) dos adolescentes de remera negra lloran.
Las dos dicen tener 17 años. Las dos dicen llamarse igual, con la única diferencia de una letra. Una es Jenifer. Otra es Jennifer.
Aunque la diferencia da para que haya sido incluso más que el equivalente de su abuelo, Jenifer dice que Fidel fue “un padre”.
Jennifer la completa: “Para mí fue el gran líder de la Revolución Cubana”.
Jenifer cuenta que para ella la Revolución Cubana es “educación gratis, salud gratis”. Jennifer dice que también.
Las dos están en el preuniversitario, como llaman en Cuba al último ciclo de tres años de la escuela media.
Jenifer estudiará estomatología. “Voy a ser dentista”, explica después de ver la cara del enviado de este diario.
¿Jennifer? Turismo. Su madre trabaja por cuenta propia y su papá es médico. “Es doctor”, informa.
Jenifer dice que turismo también podría ser. Su padre es almacenero y su mamá no trabaja fuera de su casa.
La caravana que lleva la caja con las cenizas de Fidel arrancó a la mañana temprano en La Habana desde el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. La programación marca etapas. El viernes a la noche Raúl anunció la muerte de su hermano. El sábado y el domingo el gobierno preparó la rendición de honores. El lunes y el martes hubo colas para firmar un libro especial junto a una foto gigante del presidente muerto. Después, el acto en la Plaza de la Revolución.
El cortejo bajó del centro burocrático donde están los edificios públicos por el Vedado, el mismo barrio que a principios del siglo XX tenía sitios vedados a los pobres, que podían ser castigados con un machetazo en el talón de Aquiles. Después siguió bajo el sol y el cielo celestísimo por la avenida que va paralela al Malecón, la hermosísima rambla de La Habana que contornea gran parte de su superficie, hasta tomar la carretera central.
Muchos chicos de no más de 25 años en todo el recorrido por La Habana, primero, y después en otros puntos según relatan en la radio y la televisión: es difícil desdoblarse y no hay más remedio que elegir. La elección es, entonces, presenciar la salida de La Habana y la llegada a Santa Clara. Muchos chiquitos también en ambos lugares. Es la misma composición por edades de la noche del martes en que miles de cubanos rindieron su homenaje en la Plaza de la Revolución y soportaron con aguante incluso la traducción de consecutiva del inglés, del francés y del farsí en los discursos de los presidentes, primeros ministros o autoridades de segunda línea del extranjero fuera de los de América Latina, entre ellos los de Namibia, Argelia o Irán (ver más información en la página 5).
La idea de la caravana parece el cierre de una historia. Después de la huida de Batista el grueso del Ejército Rebelde aún estaba concentrado en las zonas del este de la isla, donde se habían hechos fuertes desde el asalto al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953, el fracaso y el nuevo intento, ya definitivo, con el desembarco de los 82 combatientes en el yate Granma, en diciembre de 1956 y el comienzo de las acciones en la sierra en coordinación con las medidas de sabotaje en las ciudades.
Después de la salida de Batista el general Eulogio Cantillo quiso negociar la supervivencia del Ejército pero Fidel se negó con este argumento: “Yo no estoy loco. ¿Ustedes no se dan cuenta de que los locos son los únicos que hablan con cosas inexistentes? Como Cantillo no es el jefe del Estado Mayor del Ejército, yo no voy a hablar con cosas inexistentes porque no estoy loco. Todo el poder es para la Revolución”.
La forma de asegurar la toma de La Habana fue limpiar el camino y enviar en caravana a los distintos jefes. Fue la caravana de la libertad que terminó uniendo Santiago de Cuba, al Oriente, con La Habana, al norte de la isla y al Oeste.
El cortejo que ahora entra a Santa Clara o a sus puertas había llegado ya de noche Villa Clara, la provincia cubana de la que es capital Santa Clara, a 270 kilómetros de La Habana.
Los personajes más activos de este día en Santa Clara tienen nombre y oficio. Se llaman Alejandro Cabrera Ruiz, Miguel Montero Bravé, Julio César Pérez de Prado y Eduardo Rodríguez.
Vienen calle abajo por Marta Abreu con un camión azul de los años ‘50 que desde su tanque larga agua por dos mangueras, una a cada lado, contra el cordón.
Miguel, a quien los demás gritan Miguelito, es el jefe del grupo. Usa un intercomunicador por el cual le piden que el equipo se apure porque el tiempo se acorta.
Cuando amanezca el cortejo con las cenizas de Fidel recorrerá la calle Abreu hacia arriba y debe encontrarla limpia.
Marta Abreu, un nombre que se repite en edificios y placas, es conocida de una manera particular en este país donde la religión existe pero cursa por vía secular: todos le dicen “la patrona de Santa Clara”. Es una heroína de la independencia. La Martí de la ciudad.
Miguelito está contento en la jefatura de la cuadrilla que tira agua y refriega el pavimento.
“Es un tributo a nuestro presidente”, dice sin poner las palabras “ex” ni “el que era” ni “fallecido”. Suena natural y no impostado. Suena con la lógica de una noticia fuerte y muy fresca como la muerte de Castro el viernes 25 de noviembre.
“Mire, es que es un hombre famoso a nivel mundial, pero no es famoso por ser famoso sino porque no hay precedentes en la historia del mundo de alguien que hizo tanto por mucha gente durante tanto tiempo”, explica más Miguelito, un flaco de 40 años que luce sonriente.
Dice el jefe que el trabajo que hacen en este mismo instante es “un tributo a nuestro presidente, por la revolución”. Las mayores ventajas según Miguelito residen en que “tenemos salud, educación y trabajo”.
–¿Y no hay dificultades?
–No, no hay dificultades –responde el responsable de aguas.
Después se lo pienso un poco más y concede:
–Bueno, sí hay dificultades muchas veces, pero cuando hay, pues adelante, ¿no? Si no buscamos la forma de salir adelante es que le rendimos un homenaje al presidente Fidel pero no entendimos nada.
La caravana arrancará a la mañana temprano del mausoleo, surcará la calle Marta Abreu bien limpia por el equipo de Miguelito, cruzará la plaza central donde desde hace tres días trabajan albañiles y pintores dejando los edificios relucientes en tonos pastel celeste, amarillo y rosa y seguirá hacia Oriente.
Estos días, como no hay música, la canción de Carlos Puebla se escucha de modo implícito. En la memoria. “Cuando todo Santa Clara, se despierta para verte”, cantó Puebla al Che. Hoy quizás no duerma. Por Fidel.