El mundo del escritor norteamericano Philip K. Dick es un anverso y reverso. Lo dicen sus propios años de nacimiento y defunción: 1928‑1982. Lo señala, con dos "flechitas" simétricas, la K. de su segundo nombre (Kindred), que espeja con la del apellido. Más aún, Philip tiene consonancia de palíndromo. Señales inequívocas: Dick habitó un cruce de espejos.

Situado en este límite fronterizo, Philip K. Dick supo ser un clarividente. Durante una convención francesa, en 1977, señaló que el mundo estaba diseñado vía ordenador, y que nosotros seríamos sus reflejos pálidos. La pregunta estaba contenida: ¿quién programaba al ordenador? Así, Dick tocaba un agujero sin fondo y se adelantaba al maremágnum Matrix y sus reverberaciones actuales. En verdad, sus palabras no hacían más que replicar lo mismo que sus novelas y cuentos: hay algo ahí afuera. O acá adentro. O también, y en palabras de John W. Campbell: ¿Quién hay ahí?

Lo perturbador está en que las letanías de Dick, si bien evanescentes, se sienten. De hecho, otros iluminados fueron tocados por esta varita. Entre ellos: Robert Crumb -capaz de trascender el arte gráfico vía LSD, y sobrevivir-, Grant Morrison -traductor de mundos paralelos, que desglosa en cuadritos de cómic-, y el cineasta Ridley Scott. Porque ha sido por él, con él, cómo Dick obtuvo la reverberación mayor.

Con la película Blade Runner (1982) el escritor comenzaba a cobrar una sobrevida que tiene hoy una lista más o menos insigne de películas y series, realizadas con o sin plagio. Por su parte, Blade Runner tomaba como premisa la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, publicada originalmente en 1968 (por estos días con una nueva edición a cargo de Edhasa). Pero ojo, nada de estrellato ni cosa burda -algo que repele, no casualmente, también a Crumb-, el escritor falleció antes del estreno. Eso sí, llegó a ver imágenes del (futuro) film (de culto), y dijo estar conforme.

Ahora bien, ser tocado por varita semejante puede ser una maldición. Blade Runner no funcionó bien en taquilla. Sufrió alteraciones de montaje de todo tipo. Mientras las galaxias eran invadidas por la saga Star Wars y el E.T. de Steven Spielberg, Ridley Scott se sumergía en un abismo. Lo prueban las entrevistas de la época: el cineasta inglés luce joven y ceñudo, confiado -dice‑ en que el futuro será oscuro.

Aun cuando con el paso de los años el director haya querido, infructuosamente, salirse de este pozo -mediante la antítesis que supone, por ejemplo, The Martian/Misión rescate, allí ha vuelto a caer: Alien: Covenant, cifradamente, es una variación de Blade Runner: dos androides/hermanos, subsumidos en uno; así como Scott con su hermano, el también cineasta Tony Scott, fallecido traumáticamente hace cinco años.

Es en esa miríada de reflejos y ecos donde se inscribe la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? En el prólogo, el escritor Roger Zelazny asegura que los personajes de Dick "a menudo son víctimas, prisioneros, hombres y mujeres manipulados" y que "los mundos en los que se mueven están sujetos a cancelación o revisión sin previo aviso". De dónde viene la manipulación no es tarea que se pueda dilucidar fácilmente. Tal vez se trate de proyecciones fantasmáticas, generadas por los mismos personajes. Tal vez no.

En todo caso, el mundo‑Dick comparte vibraciones con el de esa obra literaria y también película magistral que es El increíble hombre menguante (1957, Jack Arnold). La pluma de Richard Matheson aludía, tanto en novela como guión, a la tarea introspectiva, a la redimensión del universo en uno mismo. El final de aquel film es uno de los más memorables de la ciencia ficción, uno de los mejores de la historia del cine. Además, preludiaba al mismo James G. Ballard, cuando éste sostuvo que el derrotero de ese género narrativo ya no estaba en el espacio exterior, sino en el interior del ser humano.

Por estas coordenadas navega la novela, con sus androides de sueños artificiales; también la película de Scott, con sus replicantes que lloran en la lluvia. ¿Sueñan los androides? El interrogante se inscribe a la par de otros exponentes clave, como las películas 2001: Odisea del espacio (1968, Stanley Kubrick) y el díptico que Andrei Tarkovski perfilara (a pesar de su recelo con la ciencia‑ficción) a través de Solaris (1972) y Stalker (1979). En todas ellas, piezas que encastran y replican entre sí, se perfila un "punto ciego", ese ardid propuesto por el español Javier Cercas: ¿es Rick Deckard, el protagonista de Blade Runner, humano? Si lo es, ¿por qué se enamora de una replicante? ¿Y ella? ¿Puede el androide Roy Batty llorar? ¿O es lluvia?

Las preguntas persisten. Libro y película -en tanto imágenes reflejo, que se requieren- las acentúan. Parafraseando a Cercas, tanto uno como otra no son más (ni menos) que la necesidad de formular esa pregunta. En este sentido, la caza de replicantes que desempeña Deckard/Harrison Ford se sitúa cerca del ánimo de Ismael durante la persecución de Moby Dick: ¿Qué significa la ballena blanca?, ¿por qué Deckard persigue replicantes?

Elipsis mediante, salto en el tiempo y atrás queda la lluvia noir de Los Angeles 2019. Ahora es el turno de Blade Runner 2049, con estreno previsto para octubre. ¿Hacía falta una segunda parte? No viene a cuento preguntar. Ahí está la incidencia de ese film magistral, que ya cuenta con cinco cortes de montaje, todos alucinantes, quizás (seguramente) víctimas del I‑Ching al que era tan afecto Dick. Si la sensibilidad sabe estar a la altura, la nueva película será otra variación del oráculo chino; vale decir: un film correspondiente con otro tiempo, alterno, paralelo y simultáneo.

Porque Blade Runner es cada una y también todas esas películas, a la vez, junto a la variación misma que todo espectador imprime. Animarse a ver entre las hendijas que separan y vinculan percepciones ha sido el desafío de Ridley Scott. Fue demasiado, y está bien que no dirija esta vez. Ahora el peso recae en el canadiense Denis Villeneuve, un realizador adecuado. Y con Ryan Gosling, un actor adecuado. Junto al guión, así como aquella vez, de Hampton Fancher. Y con Deckard/Ford, claro. ¿Habrá un unicornio? ¿Un origami? Habrá que ver.