En estos días post y pre electorales, días en los que los “demócratas de derecha” hacen lo imposible por retacear el triunfo del odiado populismo en la provincia de Buenos Aires, se discute, aquí y allá, acerca del macrismo y su capacidad para “cambiar”, en un sentido supuestamente republicano y democrático, el rostro y las perspectivas de la derecha argentina. Desde algunas voces de un progresismo siempre dispuesto a entusiasmarse con el ensanchamiento de la avenida democrática gracias a que por fin supimos ganarnos nuestro lugar en el parnaso liberal-republicano de los países civilizados porque ya tenemos nuestra “derecha democrática”, hasta las críticas que inmediatamente se dispararon, no sin cierta y necesaria indignación, ante este insólito entusiasmo, reaparece, entre nosotros, la necesidad de analizar los alcances del proyecto neoliberal que viene desplegándose desde diciembre de 2015. Permítame, estimado lector, dar un rodeo para seguir hablando de lo mismo.
Slavoj Zizek, se sabe, es un extraordinario cinéfilo que, eso parece, ha visto todas las películas del mundo, desde las más sofisticadas hasta las de clase B. Su relación con el cine es, a un mismo tiempo, lúdica y reflexiva, en ese vínculo encuentra un precioso material para descifrar nuestra época y una paleta de pintor en la que se mezclan los más variados colores que le permiten ofrecer imágenes únicas de la humanidad en el tiempo del capitalismo neoliberal y semiológico. Leyendo su monumental y excesivo (como no podía ser de otra manera tratándose de Zizek) tributo a Hegel y a su propia interpretación de la historia de la filosofía, Menos que nada, encuentro una página genial que me permite, haciendo el traslado pertinente y, como siempre algo antojadizo, analizar la actualidad argentina, su tendencia a mezclar la realidad y la ficción, sus inversiones entre normalidad y locura, su incredulidad constitutiva y su extraña fascinación que la lleva, una y otra vez, a elegir lo peor.
La película que reseña el filósofo esloveno se llama From Noon Till Three (1976) de Frank D. Gilroy, “una comedia-western más bien poco habitual, trata también el tema de las consecuencias de la alienación simbólica”. Precisamente algo que suele acontecerle a la sociedad argentina que nunca acaba de preguntarse ni de descifrar por qué le sucede lo que le sucede, por qué entre la dimensión de una realidad cada vez más opaca y las ficciones que se van construyendo alrededor de ella lo que últimamente parece imponerse es la no-inteligibilidad convertida en afirmación sin argumento ni reflexión crítica. Algo del enigma que encierra la restauración neoliberal entre nosotros se relaciona con esa confusión entre realidad y ficción, entre relato empírico y leyenda; confusión y opacidad que ha llevado a algunos a establecer una relación entre “nueva derecha” y democracia, relación considerada virtuosa para arrojar los fantasmas del autoritarismo (que acompañó –eso nos dicen– a la “vieja derecha” y al populismo a lo largo de nuestra historia de desencuentros y “grietas”) lejos de nuestra actualidad. Extraño apego, el de algunos progresistas, por el oxímoron y la “plasticidad” de la derecha por ofrecer su rostro cool e híper moderno. Una derecha lejos de cualquier veleidad “socialmente inclusiva” pero próxima, así lo hemos leído hace pocos días, a gestos y actitudes “compasivas” (¡Sic!).
Este es el resumen de la trama que nos ofrece Zizek que, jocoso como es habitual en él, extrae de Wikipedia: “en el Oeste americano de finales de siglo XIX, Graham Dorsey (Charles Bronson), miembro de una banda, se ve implicado en el robo frustrado de un banco; en su huida acaba en el rancho de la viuda Amanda Starbuck (Jill Ireland) y se queda ahí durante tres horas (‘desde el mediodía hasta las tres’). Intenta seducir a Amanda, que resiste sus intentos con bastante inventiva; el frustrado Graham planea una estrategia: finge ser impotente, esperando sacar provecho de la compasión de Amanda. El engaño funciona, y hacen el amor tres veces; después, tienen una larga charla e incluso bailan al son de la caja de música de Amanda, con Graham vistiendo el viejo traje del difunto señor Starbuck. Un joven vecino se pasa por la casa para contarle a Amanda el intento de robo que se ha producido en el pueblo. Instado a ello por Amanda, Graham se marcha a ayudar a sus compañeros, pero es identificado y perseguido. Graham evita a sus perseguidores cuando se encuentra con el doctor Finger, un sacamuelas ambulante; roba su caballo y su carromato, e intercambia ropas con él a punta de pistola. El doctor Finger es confundido con Graham, disparado y asesinado; la patrulla, reconociendo el caballo y el traje del señor Starbuck, lleva el cadáver de vuelta al rancho, donde Amanda, viendo lo que cree es el cadáver de Graham (no puede ver su rostro), se desmaya. Pero resulta que el doctor Finger era un charlatán, y la primera persona con la que se encuentra Graham después de su huida es uno de los clientes insatisfechos del doctor, que hace que Graham sea condenado a un año de prisión por los delitos del doctor Finger. Durante este tiempo, Amanda primero es marginada por los habitantes del pueblo, pero un apasionado discurso proclamando su amor por Graham le da la vuelta a la situación: los habitantes del pueblo no solo la perdonan, sino que quedan fascinados por la historia de Graham y Amanda. La historia se convierte entonces en una leyenda, dando lugar a un libro popular (titulado From Noon Till Three), novelas de quiosco, una obra de teatro e incluso a una canción popular. La leyenda de Graham y Amanda se hace más grande que la realidad, y cuando su libro se convierte en un éxito de ventas, hace a Amanda inmensamente rica. Graham, que lee el libro en la prisión, encuentra divertidas las distorsiones. Tras cumplir su condena, un Graham disfrazado toma uno de los tours guiados de Amanda por su rancho y se mantiene rezagado, con la intención de dejarse ver. Amanda no lo reconoce y se asusta: por cada detalle de su encuentro amoroso que él narra, ella grita: ‘¡Está en el libro!’. Solo cuando Graham le muestra ‘algo que no está en el libro’ (su pene), Amanda le cree; pero, en vez de alegría, lo que siente es preocupación: si se propaga la historia de que Graham está vivo, la leyenda de Graham y Amanda estará acabada. Incluso la sugerencia de Graham de vivir de incógnito con ella no hace ningún bien; después de todo, si Amanda viviera con otro hombre, la leyenda también se derrumbaría. El encuentro acaba con Amanda apuntando con una pistola a Graham… pero en el último momento decide dispararse. Graham ahora está desconsolado: no solo ha perdido a Amanda, sino que ha perdido también su identidad: la gente ríe cuando afirma ser Graham, puesto que no se parece en nada a la descripción del libro. El hecho de que encuentre su imagen pública por todas partes (escucha ‘su canción’ en un salón local y entra en una representación teatral de From Noon Till Three) literalmente lo enloquece. Al final acaba encerrado en un manicomio, donde encuentra a las únicas personas que le creen y aceptan como Graham: los otros internos. Finalmente está satisfecho”.
Cruce de realidad y leyenda, de experiencia vivida y ficción, la historia de Graham y Amanda puede ser proyectada a los extraños modos a través de los cuales se va definiendo la subjetividad en la época de los grandes medios de comunicación y del dominio de la fabulación del mundo que corre paralela con la brutal potencia del capitalismo neoliberal para devorar las formas de la democracia representativa, hasta convertirla en un pellejo vacío. Amanda no puede aceptar que la realidad que regresa con Graham reemplace a la leyenda que ella ayudó a construir y que redefinió su vida. Aquel momento de realidad vivido en ese breve lapso de apenas tres horas, ese encuentro amoroso que le dejó una marca imborrable, se ha convertido en la ficción fundante de su vida. Ella, que sabe que Graham ha vuelto, también sabe que ese regreso destruirá la leyenda que se fue construyendo y que le dio sentido y fortuna (¿no hay algo de fábula desmemoriada allí donde se habla de “nueva derecha democrática”, que ha sabido dejar atrás sus inclinaciones violentas y autoritarias para convertirse en uno de los polos de “la alternancia republicana” de la sociedad argentina?). Antes que perder esa identidad inventada y literaturizada prefiere suicidarse. La fábula es superior a la realidad o, dicho de otro modo, la realidad cobra significación a través de la fábula. El destino de Graham también queda sellado con la muerte de Amanda: nadie le cree, su relato es el hazmerreír del pueblo, los únicos que le creen son los locos. Su vida termina junto a ellos en el manicomio. “Tanto Graham como Amanda –concluye Zizek– se relacionan con su ‘leyenda’ (su identidad simbólica pública), pero reaccionan de manera diferente cuando la realidad la alcanza: Amanda elige la leyenda en vez de la realidad, pues, en una extraña variante de la famosa frase de un western de John Ford (‘cuando la realidad no encaja en la leyenda, publica la leyenda’), se dispara para preservar su propia leyenda. Graham, por el contrario, elige la realidad (deberían vivir juntos incluso si esto arruina la leyenda), pero no es consciente de que la leyenda tiene un poder que también determina su realidad (social). El precio que paga es que esta identidad simbólica le es literalmente arrebatada: la prueba material de su identidad –(la forma de) su pene– no puede esgrimirse públicamente, ya que el pene no debe confundirse con el falo. El único lugar en el que se ve reconocido como quien realmente es, es el manicomio; por parafrasear a Lacan: un loco no es solo uno que piensa que es Graham Dorsey; un loco también es Graham Dorsey que piensa que es Graham Dorsey…”.
Saliendo de la película y de la fascinante interpretación que hace Zizek, podríamos imaginar que una parte de la sociedad argentina vive prisionera de una realidad negada y del triunfo de una ficción convertida en leyenda. Para ella los 12 años de kirchnerismo fueron una suerte de pesadilla y de embuste generalizado e, invirtiendo la lógica de la historia de Graham y Amanda, la realidad vivida hasta el 9 de diciembre de 2015 es convertida en una leyenda del horror y la corrupción, mientras que el discurso mediático-macrista que viene a machacar la verdad de esa fabulación es asimilado como el único portador de la verosimilitud de una realidad observada desde la óptica de la fabulación. Para alejarse lo más posible de ese tiempo relatado como infame e impostor decide creerle a quienes representan la inversión radical de esos 12 años, aunque esa decisión conlleve la demolición de su propio bienestar. El kirchnerismo es asimilado a un relato surcado de lado a lado por la falsedad, no importa que la realidad de lo vivido le muestre, a esa sociedad incrédula, que sus condiciones de vida mejoraron exponencialmente y que se logró sacar al país del terrible derrumbe del 2001. No hay memoria histórica, sólo existe el discurso machacador de los medios y la producción de una identidad subjetiva que proyecta su identificación con quienes vendrán a destruir los fundamentos de su anterior progreso material. Mientras, podríamos decirlo así, el kirchnerismo fue lo efectivamente vivido pero negado como si fuera una fábula pestilente, el macrismo, constructor de una ficción que, en un sentido material, solo favorece a los ricos, es aceptado como el portador de la verdad y como el redentor no sólo de las inclinaciones autoritarias de la “vieja derecha” sino, también, del orden democrático que ahora sí comienza a transitar por los andariveles de una república civilizada. La palabra pronunciada por quienes defienden la realidad de los 12 años es convertida, por obra y gracia de un ejercicio de extraordinaria impostura, en engaño y locura. Y aunque la nueva y desagradable realidad generada por las políticas del macrismo afecten directamente la vida de sus convencidos seguidores, éstos siguen pensando que la dureza de esas decisiones son el resultado de la “herencia maldita”. La palabra que eligen para expresar su convencimiento es el “sinceramiento”. La fábula, una vez más y gracias a la máquina mediática, se ha convertido en realidad.