“La situación en el país es paradójica, porque si bien contamos con un programa que siempre ha provisto de modo gratuito el diagnóstico y la medicación para enfermos con HIV, el 30 por ciento de los pacientes que llega a los centros de salud lo hace cuando la enfermedad está avanzada y sus niveles de defensas están muy bajos” señala el médico Pedro Cahn, director de la Fundación Huésped y referente internacional en VIH/Sida. A ese panorama, agrega, se suman impedimentos “estructurales” que afectan a los pacientes porque en muchos luego de asistir al hospital y pese a haber obtenido un examen positivo, jamás regresan. De este modo, “el sistema es darwiniano, selecciona a los más aptos y descarta a los que no se adaptan: a los que no tienen guita suficiente para recargar la SUBE; a las madres que no tienen con quien dejar a sus hijos; a los que no tienen posibilidades de venir en el horario en que nosotros atendemos”, advierte.
“Deberíamos tener consultorios abiertos los domingos, pero para eso hay que pagar como corresponde a los profesionales. Eso permitiría que aquellos pacientes que trabajan en la semana puedan acercarse al hospital sin problemas ni restricciones. Cuando finalmente las personas logran conectar con el sistema de salud, es cuando ya no van por su cuenta sino que son llevados, pero por una ambulancia”, apunta. Para Cahn, la lógica del sistema de salud ignora las ventajas de la planificación. Por eso, además de promover acciones que se vuelven inhumanas, se torna ineficiente: se gasta más dinero que el necesario, brinda respuestas a enfermos en estado crítico cuando la atención podría haberse anticipado mediante el robustecimiento de los espacios de prevención, testeo y consulta.
El Programa Conjunto elaborado por las Naciones Unidas (ONUSIDA) tiene como objetivo poner fin a la epidemia en 2030. Sin embargo, si bien se han obtenido resultados muy auspiciosos en el descenso de la cifra anual de infecciones en la población infantil causada por la transmisión de madre a hijo (de 290 mil en 2010 a 150 mil en 2015), el panorama en los adultos es más complejo. En efecto, desde 2010, la cifra de infectados se estacionó en 1,9 millones en todo el globo. En Argentina (según datos extraídos del Plan Estratégico Nacional 2013-2017, elaborado por la Dirección de Sida y ETS) viven alrededor de 110.000 personas con VIH: 4 de cada 1.000 jóvenes y adultos tienen el virus, aunque el 30 por ciento de ellos desconoce su condición. Por eso, aunque el tratamiento antirretroviral se distribuye en forma gratuita en hospitales públicos para los pacientes que no gozan de cobertura, 1400 argentinos fallecen cada año.
Cahn recuerda que, en Buenos Aires, los primeros casos de sida llegaron al servicio de Infectología de Hospital Fernández en los inicios de la década del 80. “En 1982 tuvimos a los primeros pacientes. Hacía tan solo un año la comunidad médica advertía los efectos de una enfermedad nueva y desconocida, que afectaba en su mayoría a la población joven de gays en EEUU. Pronto exhibían un estado de salud muy severo, tanto que morían a los 6 u 8 meses de haberlos conocido”, señala con gravedad Pedro Cahn quien ejerce su profesión pese a haberse jubilado. “Al principio era una situación nueva, compleja y desafiante, que a su vez nos impedía establecer un vínculo afectivo con los enfermos. Era muy triste observar cómo se derrumbaba una generación entera ante nuestros ojos. Hoy afortunadamente ello no ocurre”, indica.
No es casualidad que “medicar” provenga de “medeos”, cuyo significado etimológico es “cuidar”. En épocas en que la epidemia hacia estragos, era vital que los profesionales de la salud desarrollaran la capacidad de contener a los pacientes y a sus familias. En 1985 se introdujo el test “Elisa” (prueba de Inmuno-ensayo enzimático), que significó un adelanto porque permitía diagnosticar si las personas tenían el virus, aunque también dejaba a las claras el deterioro que la enfermedad causaba. “A menudo, conocíamos a sus parejas, amigos y a todo el círculo íntimo, fue una etapa muy complicada porque existía una tasa de mortalidad del 100 por ciento prácticamente”, describe.
En 1996, el rumbo de la epidemia se modificó drásticamente. Se logró combinar una estrategia de tratamiento que incluía la combinación de 3 medicamentos en una misma terapia antirretroviral. Al impedir la multiplicación del VIH y evitar la destrucción del sistema de defensas, ese tratamiento abrió el camino hacia la situación actual, en la que el sida se convirtió en una enfermedad con la que es posible convivir. “Todavía no curamos el sida, pero tampoco la diabetes o la hipertensión. Es posible ofrecer tratamientos para regular los niveles de azúcar y sal, pero ello no equivale a que los individuos dejen de ser diabéticos o hipertensos; se trata de enfermedades crónicas. Lo mismo ocurre con HIV”, plantea Cahn.
Desde hace un tiempo, el equipo de especialistas que coordina desde la Fundación Huésped –en la que sigue trabajando aunque ya está jubilado– sostiene una línea de investigación para reducir el número de drogas suministradas, aunque con la premisa de sostener su eficacia, a partir del establecimiento de un régimen de no-inferioridad de 2 drogas respecto a 3. Desde esta perspectiva, el estudio “Gardel” fue pionero al tratarse del primer ensayo que logró demostrar que con una menor cantidad de drogas se podían obtener resultados similares. Luego, esa línea fue continuada por “Paddle” (que comprobó la duración de los efectos benignos de los compuestos en los organismos) y “Andes”, que todavía está en curso. En los últimos exámenes se combinaron lamivudina (3TC), una droga muy económica, con darunavir/ritonavir, fármacos que en el país son coformulados por el Laboratorio Richmond. La respuesta obtenida tras 24 semanas de ser suministrada a los pacientes con VIH sin tratamiento previo, exhibió que la bi-terapia es igual de efectiva que el esquema tradicional (que también incluye tenofovir, un tercer fármaco).
“Utilizar menos drogas nos permite emplear menos químicos y reducir la probabilidad de efectos adversos. Además, es más económico porque se ha acotado el nivel de materia prima implicada en el medicamento. También requiere de una menor necesidad de monitoreo y control periódico”, señala. La reducción de costos redunda en mayores beneficios, pues con el mismo dinero se torna posible tratar a una mayor cantidad de pacientes. “Esta circunstancia en países con bajo PBI y altos niveles de epidemia puede significar una diferencia entre la vida y la muerte para una gran cantidad de pacientes. Hay naciones africanas en que los índices son mucho más elevados, con estadísticas de 200 enfermos cada mil personas”, ilustra.
“Si los estudios que están en marcha terminan de confirmar que la bi-terapia puede funcionar, se puede llegar a producir un cambio de paradigma y alcanzar los objetivos 90-90-90”. Según ONUSIDA, el objetivo con vistas hacia el 2020 pretende que el 90 por ciento de las personas que viven con VIH conozcan su estado serológico (estén diagnosticados), que el 90 por ciento de ellos reciban terapia antirretrovírica (estén en tratamiento), y que de este porcentaje de tratados, el 90 por ciento posea carga viral indetectable.
Sin embargo, advierte, para conseguir buenos resultados es necesario fortalecer las estrategias de prevención. El test es la única forma con la que se puede examinar la presencia de VIH, ya que brinda resultados confiables de manera rápida y sencilla, con solo una muestra de sangre. Se realiza de manera gratuita (y confidencial) en cualquier hospital o centro de salud público del país. De ser diagnosticado en forma temprana, se incrementan las posibilidades para el paciente de mantener una mejor calidad de vida. “Si la detectamos a tiempo y con un diagnóstico oportuno, la expectativa de vida de una persona con sida es muy similar a la de cualquier individuo con HIV negativo. Sin embargo, no debemos confundirnos, es fundamental evitar las sobreinterpretaciones: siempre es mejor no estar obligados a tomar medicamentos, exigencia ineludible en pacientes afectados que deben consumirlos con disciplina de acero”, aclara.
Según Cahn los tiempos se han modificado y, para los ojos del estigma, el prejuicio y la discriminación, ser paciente con sida en 2017 no es lo mismo que fue a principios de los 80, cuando todo recién comenzaba. “En el pasado era mucho más complicado. Hemos dado grandes pasos con el matrimonio igualitario, con la ley de identidad de género, la de salud sexual y reproductiva, aunque no se apliquen por igual en todos lados. Con provincias que todavía discuten la educación religiosa, te podrás imaginar que estos temas llevarán más tiempo”, concluye.