Es seguro que habrá razones importantes y complejas para dar cuenta de cómo una sociedad ingresó a la zona oscura de la autodestrucción.
Es cierto que la ultraderecha se pavonea por el mundo, pero no deja de ser una sorpresa siniestra que un país que había sido impecable con respecto a su memoria histórica, que había hecho de los 30.000 un panteón sagrado, y que está habitado desde hace décadas por un movimiento nacional y popular, haya optado por dilapidar un tesoro simbólico tan importante a cambio de un ultraneoliberal portador de un pobrísimo manual de seudoargumentos y una vice que se ha tomado en serio la batalla cultural en relación al negacionismo de la dictadura.
Hay muchas explicaciones económicas y políticas que ya concurren para interpretar lo que está sucediendo.
Sin embargo cuando un país permite que se derrumbe un mundo simbólico en el que se tejían hasta hoy muchísimas vidas, se impone admitir que es necesario volver a pensar al país con nuevos interrogantes.
Como si se tratara casi de un país desconocido que tiene una parte de la población que es difícil de entender, y con un rumbo elegido, absolutamente ajeno a las banderas históricas del peronismo.
Es sabido que el neoliberalismo captura vidas para sacrificar en el altar del mercado, pero no hay actualmente un ejemplo tan logrado como el argentino. Una parte de la sociedad se ha entregado al juego fatal de la ruleta rusa cuyo final no representa ningún enigma.
Queda esperar que en la triste oscuridad de estos días, alguna luz surja, ahora que como nunca, los puentes que soportan a esta nación están quebrados.