El 6 de abril, el señor Nick Ingram, británico de nacimiento, se salvó momentáneamente de la silla eléctrica en la cárcel de Jackson, Georgia, EE.UU. El juez federal Horace Ward hizo lugar a una última y desesperada apelación de los abogados. La orden de detener la ejecución llegó, como en las mejores películas del género, cuando sólo faltaban 55 minutos. "Para condenar a alguien a la muerte, antes debo mirarlo a los ojos" [1] fue el argumento que utilizó el juez federal. No sabemos qué habrá visto Horace Ward en los ojos de Nick Ingram, pero lo cierto es que pocos días después 2400 voltios se los cerraron para siempre.

Un joven de 16 años, recluido en un centro de detención por molestar sexualmente a su hermana de nueve años, para obtener su libertad debe probar ante los ojos de su familia que siente vergüenza. Avergonzarse no se trata en este caso de admitir la falta y disculparse ante su hermana, sino que debe, literalmente, arrodillarse. Las palabras no son suficientes, dice Cloe Madanes, director del Instituto Familiar de Rockville. Él tiene que entender que lo que hizo está tan mal, que su cuerpo tiene que adoptar una postura que muestre el arrepentimiento.

Estos casos, a los que podrían sumarse otros, no son más que ejemplos de una nueva rama de la justicia, actualmente en período de experimentación en algunos estados de los EEUU que se llama "justicia expresiva". Sus dos pilares son la vergüenza y el estigma, y el debate sobre sus pros y sus contras conciernen en estos momentos a jueces, ministros de la iglesia, sociólogos, psicólogos, etc. El Newsweek de hace algunos años le dedicó sus páginas centrales, y el entonces Ministro de Justicia de la República Argentina creyó necesario sumarse al debate mediante una nota editorial que publicó en su momento La Nación, donde reivindicaba la vergüenza como un sentimiento que lleva al arrepentimiento y rehabilita, aunque no deja de condenar la humillación que provoca.

¿Por qué no podríamos sumarnos los psicoanalistas a este debate? Ya hemos opinado abundantemente sobre la justicia distributiva y hemos aprendido, siguiendo a Lacan, la esencia misma del derecho. No está de más que digamos lo que tenemos para decir en este terreno que por ser el de la ley, parecía reservado al registro de lo simbólico o incluso al de lo real cuando destacamos el carácter caprichoso y feroz de la ley superyoica. Pero ahora, en el templo de la justicia -ciega para sopesar sus decisiones sin mirar a las personas- vemos entrar las imágenes y las miradas.

La justicia expresiva en cambio es la justicia de la imagen, mejor que la televisión, mejor que la realidad virtual, es la "justicia espectáculo" en vivo y en directo. En cierto sentido podría compararse con el teatro: no faltan los actores, el director de escena, el público presente, el que leerá el Newsweeky, los que verán el video. Tampoco falta la cámara, ese elemento de la técnica que pretende resolver la dimensión irrepetible de la escena teatral. Sin embargo no es teatro, porque falta el texto, y en el teatro, aunque sea mudo, el texto está siempre supuesto y se lo trata de descifrar. Este es un teatro que se pretende libre de la ficción de las palabras. Es un teatro que además se quiere sin máscara, a cara lavada, colorada de vergüenza y con la platea iluminada a giorno. Un teatro donde actores y público deben mirarse a los ojos.

¿Qué papel le toca a cada uno?

El actor debe exhibir, por desplazamiento de abajo hacia arriba, sus "vergüenzas" en el rostro. Pero aquí la justicia expresiva se engaña. La vergüenza no es el signo del arrepentimiento, hay vergüenza porque se ve siendo visto. Esto aclara el papel público, dado que en una justicia que no tiene un propósito aleccionador ni ejemplificador, ¿para qué se lo convocaría?

Al público le toca rasgar el velo del pudor, a distinguir de la vergüenza. Esta concierne a la acción, el primero al juicio. Por eso el pudor, al que Lacan reconoce como la única virtud, [2] evita pasar vergüenza.

La justicia expresiva no solo descubrió al sujeto en el criminal, descubrió que además goza, y aunque en cierta medida todos podemos identificarnos con él porque somos culpables de un crimen primero, no es la identificación lo que le interesa, por eso no es ejemplificadora. Su interés es ese goce oscuro, enigmático, que el criminal debe sacrificar. La justicia expresiva es en cierto modo freudiana. Sabe que la reconciliación con la cultura requiere el sacrificio del goce. Los ojos del público -los ilotas de la justicia- serán el instrumento. Cuando se encuentren con los del criminal, podrán verse en su rostro los estigmas de la castración.

Años más tarde, Lacan hablará del goce del espectador devorado por los gadgets divertidos que la ciencia pone ante sus ojos. Pero lo que la justicia expresiva pone ante sus ojos no es un gadget, es un sujeto. Por eso, cuando el joven se arrodille y deponga su mirada, quizás resuene desde el escenario una voz en off que, dirigiéndose al espectador, haga escuchar "tú no me ves de donde yo te miro".

 

[1] Diario Clarín, 8 de abril de 1995.

[2] Lacan, Jacques, clase 12/03/74, S/21, "Les non‑dupes errent", Los no incautos yerran, suena como Los nombres del padre, inédito.

 
* Psicoanalista. EOL y AMP. Artículo completo en Virtualia #33. Reciente edición. Extracto realizado por el coordinador de la página de Psicología