Hace más de un mes una pregunta estalló: ¿dónde está Santiago Maldonado? Una pregunta que no deja de reproducirse y de multiplicarse; una pregunta que se expande por y desde Argentina hacia el mundo pero que, también, formulada desde el mundo nos llega hasta aquí. 

Aquel interrogante posee tres partes: un nombre propio, o sea, la referencia a un sujeto singular, un sujeto de carne, hueso e historia; una afirmación, “está”, pues es imposible e impensable suponer que no está en ningún lado; finalmente, el núcleo de la pregunta es “dónde”, pues su desconocida localización espacial es el eje central de este expediente. Claro que, casi huelga decirlo, preguntar por el dónde reúne otras informaciones necesarias, cuanto menos, saber qué le pasó y quiénes son los responsables. 

El management meritocrático, sabemos, exalta el individualismo en un trayecto que se inicia en la arenga del tú puedes y cuyo desenlace, también lo sabemos, es el sálvese quien pueda. Sin pretender establecer ninguna tipología, digamos que los diversos modos subjetivos reconocen particulares modos del individualismo. En efecto, Freud mismo distinguió, por ejemplo, la bella indiferencia y la dócil apatía. 

Sin embargo, aquel producto, el reinado de una autonomía indiferente, no concluye allí, no se agota en mostrar sus presuntas bendiciones, sino que, además, trabaja en la descalificación del todos, de lo colectivo. Un rápido inventario exhibe que no se ataca la singularidad sino a un grupo, un conjunto del cual, en todo caso, un sujeto es su representante. Serán los chorros, los judíos, los homosexuales o los negros, eso puede variar, pero en cualquier caso “hay que matarlos a todos”. Basta con designar un todos para que, entonces, ya no solo se instale un prejuicio sino que, a su vez, resulte innecesario justificar con hechos, pues el todos es suficiente argumento: así, frases como “son todos chorros”, “son todos la misma mierda” o “se robaron todo” eximen de toda prueba y súbitamente la idea misma del todos –como valor que desafía al individualismo– acogió toda la carga negativa, se torna apta para despertar el sentimiento de ominosidad. 

Nada de esto es original, al contrario, hallamos una histórica genealogía en el “que se vayan todos” de hace poco menos de 20 años, o en las tentativas, posteriores al nazismo y a la dictadura cívico militar en Argentina, de diluir las responsabilidades individuales en un ambiguo e impune “todos somos culpables”. Desde cuándo, no sabemos, pero como sea, el todos accedió así a sus credenciales negativas.

No importa quién lo hizo, pues todos somos culpables, o bien, no hace falta saber dónde está Santiago pues es mapuche, hippie, artesano, etc. Su terrorífica ausencia pretende así disfrazarse en la localización del enemigo en un colectivo. 

Y en ese marco es que también cobra relevancia la pregunta sobre dónde está él, Santiago Maldonado, porque no solo procura localizarlo e identificar a los responsables sino que, además, es un modo de resistir a la generalización estigmatizante. 

Converso con un niño de casi 12 años y le pregunto si en su escuela hablaron de Santiago Maldonado. Me dice que sí, y agrega que a él le parece bien que los maestros digan lo que piensan pero que no deben imponer su opinión. Le dije que estaba de acuerdo, no obstante de inmediato me pregunté por qué él estaba haciendo esa distinción y, sobre todo, en qué consiste la misma. Conversamos, entones, sobre qué sería imponer una opinión. 

En lugar de relatar aquí el diálogo que siguió, prefiero proponerle al lector un ejercicio: trate de imaginar cómo sería la situación en que un docente “impone su opinión”. Ahora bien, ¿se imagina usted a un docente hablando de la desaparición de Santiago Maldonado como una escena en que impone su opinión? ¿Es verosímil suponer que dicho docente luego de decir lo que piensa, prohibirá a sus alumnos exponer su parecer?

Creo que allí se instaló un mito, incluso una falacia. Intuyo, pues, que lo más notable no es que un docente hable de este asunto sino por qué, cuando surge este tema, se dispara el fantasma de los docentes que imponen su opinión. Veámoslo desde otro ángulo: ¿por qué a nadie se le ocurre denunciar que un docente impone su opinión cuando dicta clases sobre Lavalle, la geografía patagónica, la Constitución o sobre las propiedades del triángulo escaleno? El docente dirá lo que piensa, lo qué él piensa, pero será irracional homologar ese acto con imponer una opinión. 

¿Dónde están? 

En las Coplas a la muerte del Maestro Don Rodrigo, Jorge Manrique dice “que aunque la vida perdió, dejonos harto consuelo su memoria”. Esta combinación de pérdida, sentimiento de orfandad, recuerdo y consuelo, ha dado lugar a la temática literaria del Ubi sunt? (¿Dónde están?) que reúne obras en las que sus autores expresan el dolor por los que ya no están y de quienes solo nos quedan sus nombres. Algo de este espíritu también intentó plasmar Umberto Eco, en El nombre de la rosa, cuando cierra su obra con una frase latina: “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos” (“la rosa prístina están en el nombre, solo tenemos los nombres desnudos”). Se trata, pues, de textos que ponen de manifiesto, a la vez, cierta tristeza y el reconocimiento de la diferencia entre el presente y el pasado. 

Dónde está Santiago Maldonado es la pregunta por lo que le hicieron a él y el reclamo por su aparición con vida. Y es un interrogante que se expande, que busca preservar nuestros ideales colectivos sobre la vida, la verdad, el amor y la justicia.

Sin duda, también es una pregunta que se inscribe en la historia trágica de nuestro país, una pregunta que antepone la ternura a la crueldad, pues sin aquélla el camino inevitable es la injusticia, el desamparo y la irracionalidad. 

* Doctor en Psicología. Psicoanalista. Autor de los libros Psicoanálisis del discurso político (Ed. Lugar) y Trabajo y Subjetividad (Ed. Psicolibro).