El cine argentino define sus territorios. Está el cine de autor –el de Lucrecia Martel, el de Lisandro Alonso, el de Mariano Llinás, el de Matías Piñeiro, y así sucesivamente–, el cine de género, el indie, y entre todos ellos, distinto de todos ellos y a su vez con zonas de contagio con todos ellos, hay un cine en el que las relaciones humanas o familiares no se tratan desde el lado de la psicología, ni la autoayuda, ni la identificación fácil. Películas como La tercera orilla, de Celina Murga (2014), La luz incidente, de Ariel Rotter (2016), Pinamar, de Federico Godfrid (2017) o la recién estrenada No te olvides de mí, de Fernanda Ramondo, son ejemplos de esa clase de películas. Ópera prima de la egresada de la FUC Natalia Garagiola, que viene de ganar el Premio del Público en La Semana de la Crítica del Festival de Venecia, Temporada de caza se puede adscribir a esta “cuarta vía”, si quiere llamársela así. Con el debutante Lautaro Bettoni entre dos ciudades, dos mundos, dos padres y dos modelos de masculinidad, se trata de un clásico relato de iniciación, siempre y cuando se considere relato clásico uno en el que la linealidad y la peripecia tienden a difuminarse. Tal vez convenga hablar, entonces, de fragmentos de un relato de iniciación.
La escena inicial presenta la combinación de dilución dramática y concentración que regirán el resto del film, “tirando” con cámara en mano una serie de planos aparentemente aleatorios sobre jóvenes jugadores de rugby durante un entrenamiento, y toda una serie de planos equivalente sobre unas jugadoras de hockey que entrenan en el campo contiguo. De pronto, un desorden. Algunas chicas empiezan a correr, la entrenadora también, la cámara la sigue y se acerca junto con ella a los muchachos, metiéndose en medio del barullo e individualizando una pelea entre dos, a los que sus compañeros incitan. Los separan. Un par de escenas más adelante, uno de los chicos que peleaba, Nahuel (Bettoni), cena con su padre (Boy Olmi). El padre no tiene una actitud de reproche sino de protección, cuando Nahuel se levanta de la mesa el padre llora, Nahuel prepara un bolso y a la mañana siguiente está en medio de la nieve, donde un hombre (Germán Palacios) llega a buscarlo en su camioneta con tres horas de atraso, para bronca de Nahuel.
Si el papá de Nahuel lucía frágil y comprensivo, este otro papá del sur, la nieve y el frío, llamado Ernesto, es la dureza misma. Llega tarde y no pide perdón. Su habla se limita a unos pocos monosílabos, generalmente instrucciones relacionadas con actividades o cosas prácticas. El hombre es instructor de caza, y enseña que la clave para poder atrapar una presa reside en el control. Su boca apretada, su permanente estado de tensión, sus escasas sonrisas revelan que en la vida diaria él es su propia presa. “No es mi padre”, dice Nahuel en un par de ocasiones, y como hasta muy avanzado el metraje puede intuirse el rol del hombre que dejó allá en la ciudad, pero no darse por seguro, queda flotando cierto margen de duda con respecto a la verdadera relación que hay entre él y Ernesto. La de las filiaciones no es la única información que la realizadora escamotea. A la madre no se la vio en esas escenas iniciales, de ella no se habla. ¿Pero por qué motivo Nahuel fue a parar allí al sur, con un hombre al que no reconoce como padre y en un lugar en el que decididamente no quiere estar? (La entrevista con el rector del colegio es para matarlo, al punto que cuando Ernesto lo baja de la camioneta uno no puede menos que darle la razón).
Nahuel se empieza a sentir un poco más cómodo cuando se hace amigo de la barrita de pibes del lugar, que son bastante duros y de quienes para ganarse su confianza el porteño deberá ponerse más duro. Esos chicos duros le permiten a Garagiola extender el conflicto de Nahuel con Ernesto a una cuestión generacional. “Tu padre es un cagón y mi padre es un boludo”, le dice la chica a la que Nahuel le echó el ojo (Rita Pauls, vista en televisión en Historia de un clan). Garagiola no fuerza una puesta en escena de hierro: así como en la secuencia inicial usa una nerviosa cámara en mano y vuelve a hacerlo en las escenas del grupo de chicos o en las que conllevan movimiento, en las de quietud la cámara se mantiene fija a su trípode, moviéndose eventualmente en cortos movimientos laterales. Como en Nieve negra y La cordillera, en Temporada de caza la nieve reaparece a pleno en el cine argentino de este año, comunicando en este caso el estado de una relación que quedó congelada una década atrás, cuando un hombre abandonó su casa en la ciudad y partió al sur.