Como ocurre en una práctica como el surf, en el cine, y sobre todo en el cine pensado desde el punto de vista de los negocios, es muy importante prestar atención a las olas. Saber mirar, aprender a distinguir cuáles son aquellas a las que es mejor dejar pasar, hasta identificar la ola perfecta, esa sobre la cual hay que montarse para potenciar la experiencia, para llegar más lejos y exhibir lo mejor. Como un surfista avezado, Ryan Reynolds ha sabido reconocer que su protagónico en Deadpool –una de las adaptaciones más exitosas de un comic de Marvel al cine, no sólo desde el punto de vista artístico sino, sobre todo, si se atiende a lo que ha generado en la relación costo/beneficio–, es una de esas olas que marcarán un antes y un después en su carrera como actor. Y lejos de dejarla pasar, parece estar decidido a surfearla de costa a costa. La película Duro de cuidar pone en evidencia esa voluntad de aprovechar el juego que aquella otra película le dejó servido.
Se trata de una producción de abierta clase B, rasgo que la emparenta no solo con Deadpool, que también es una producción de segunda dentro del universo de los superhéroes, sino incluso con la carrera del propio Reynolds. Michael Bryce, su personaje, es casi una celebridad en el mundo de los guardaespaldas, alguien que de tan bueno parece hacer su trabajo de taquito. Pero justamente por el resquicio de esa confianza algo sobradora se cuela lo peor: le matan a un cliente importante justo frente a su cara, en el segundo exacto en que lo deposita sano y salvo en su destino. De la cresta de la ola al fondo del mar de un solo balazo. A partir de ahí Bryce se convierte en un superviviente del oficio: ya no más outfit de lujo ni autos supersport; ahora sobrevive cuidando lo que sea, con la misma seguridad pero por mucha menos plata. Hasta que, a partir de un complot dentro de las fuerzas de seguridad, debe hacerse cargo de trasladar extraoficialmente a un sicario, para que declare en contra de un sanguinario dictador de Europa del este ante el tribunal de La Haya.
Como se ha dicho, puede pensarse que de algún modo la curva dramática del personaje que interpreta en Duro de cuidar también representa la de la carrera del propio Reynolds, quien pasó de estrella en ciernes a desterrado (porque no siempre fue un “surfista avezado” y se dio algunos porrazos sonoros, como Linterna Verde) y de ahí, Deadpool mediante, a renacido como potencial comediante. Porque está claro que Duro de Cuidar es una comedia, con mucha acción, claro, pero sin lugar a dudas una comedia. Una en la que la farsa y el absurdo juegan un papel fundamental, detalle distintivo que la película toma “prestado” de la fórmula que ya probó dar buenos resultados justamente en Deadpool.
Duro de cuidar es además una buddy movie en la que se distinguen con facilidad todas las características del género. El personaje de Reynolds y el que interpreta Samuel L. Jackson (un asesino a sueldo de efectividad prodigiosa, pero con un corazón noble y las mejores intenciones, si es que esto pudiera existir en un tipo dedicado al negocio de matar) le sacan chispas a sus diferencias para ir construyendo juntos el camino que los terminará convirtiendo en (casi) amigos. A partir de diálogos veloces y filosos que ambos actores interpretan con pericia, y escenas de acción compuestas a reglamento pero con ingenio para potenciar el lenguaje del humor físico, Duro de cuidar consigue sostener a flote su propuesta. Es cierto que quizá eso no alcance para convertirla en una película memorable, pero sí lo suficientemente profesional como para que quien elija verla no solo no salga del cine decepcionado, sino bastante satisfecho.