En los albores de la historia del cine, cuando Hollywood no era la fábrica de sueños sino solo un sueño, las películas primitivas tenían intérpretes anónimos, indiferenciados, que llenaban planos generales donde se confundían sus rostros. Pero un director llamado Griffith comenzó a acercar su cámara al rostro de una actriz, quien al poco tiempo pudo ser reconocible para el público, y recibió el apodo de la “chica Biograph”, porque a falta de saber cómo se llamaba heredó el apellido de la productora de las películas en las que actuaba. Pero la prensa, por el éxito de la actriz, insistió hasta saber el nombre, y se llevó una sorpresa: el día que el productor Carl Laemmle reveló que la chica Biograph se llamaba Florence Lawrence, también contó que ella había muerto en un accidente de tranvía en St. Louis. La estrella de cine nació muerta. O mejor dicho: un productor la quiso matar, porque ella estaba vivita y coleando, la defunción era falsa, puro chisme negro. Florence Lawrence fue la primera estrella de cine, y eso dice su lápida varias décadas después de aquella salida del anonimato. Pero esta anécdota tal vez concentre la esencia del estrellato cinematográfico, su función como fetiche social. Porque si la estrella es siempre una corporalidad ficcional, o sea una farsa sobreimpresa en un cuerpo, hecha de puesta en escena, carne, maquillaje, glamour y rumores fabricados, tiene que morir la persona para que nazca la estrella de cine, que es su versión fantasmática, un espíritu invocado por el ritual de la cinefilia. El público devoto de las estrellas ama espectros de luz y sombra en las pantallas, muertos vivos en cada proyección, por eso la cinefilia estelar tiene algo de necrofilia. En la llaga de ese amor abierto por el mito mortuorio de las estrellas es donde Alfredo Arias puso el dedo y Cuneo se lo manchó de tinta en El Tigre (Edhasa), que es la rara adaptación de una comedia musical, estrenada en 2013 en París, a los desbordes de una historieta donde la cinefilia reanima el delirio teatral por fantasmas estrelladas.
Cinefilia trans
En la vorágine de un juego camp extremista, El Tigre es una historieta sobre un grupo de locas que monta una remake efímera de Imitación a la vida de Douglas Sirk en la casa de una isla perdida en el delta de El Tigre. Sirk ya tiene un historial de remakes maricas que van de Fassbinder a Todd Haynes, pasando por varias citas almodovarianas, pero las locas guionadas por Arias y dibujadas por Cuneo son puro teatro, porque no van a registrar semejante despliegue artístico travesti, sino que lo hacen por amor a la cinefilia delirante, a romper eso que separa la pantalla de la vida, a volver la realidad ficción y viceversa, a no dejar nada en su lugar. Por eso, ese punto de partida argumental sirve para invertirlo todo, como en el carnaval medieval y bajtiniano, donde la sirvienta es patrona y viceversa, la negra es blanca, la morocha rubia, todo es furia travesti en estado de catástrofe climática. Las convenciones sociales se trastocan tanto como las cinematográficas, por eso el culto a las estrellas es trash desbocado: se adoran las desgracias de Lana Turner y su hija, la gélida Vampira de las películas malas de Ed Wood, la potencia erótica bombástica de la performance atroz de la Coca Sarli. Los trazos libertinos hasta el expresionismo de Cuneo le dan un nervio al relato que nunca se detiene, demostrando que puede ir más allá del humor gráfico y las tiras que domina como maestro, para completar un centenar de páginas de narración afiebrada. El trasfondo lúcidamente político es mérito de Arias: ubicar la acción en El Tigre, lugar de exilio, refugio y resistencia de muchas maricas durante años de dictadura argentina, donde se gestó épica y mito insular de la subversión montada. Así, yendo del melodrama a la ciencia ficción, con humor pop, corrosivo y orgiástico, El Tigre es el baile y la revolución de las locas, en alianza para ir siempre más allá en el arte de romper con cualquier opresión clasista, sexista, racista y estética sobre cuerpos y géneros. Porque para una estrella ni el cielo es el límite.