Lo primero que resuena es la impresión de un resultado casi inconcebible, por la distancia numérica, y con toda certeza eso incluye a quienes ganaron con toda legitimidad. Pero no hace falta demasiado esfuerzo para comprender que lo verdaderamente inconcebible es el escenario que se avecina.
Los números estaban ahí, amenazantes y advirtiendo a todos aquellos que se dejaron llevar por el triunfalismo. En alguna medida era lógico que hubiera esperanzas en Unión por la Patria por la remontada de la primera vuelta; por una campaña prolija que amalgamó a sus fuerzas y figuras; por la micro-militancia conmovedora; por el esfuerzo del candidato; por la opinión virtualmente unánime de que Sergio Massa había ganado el debate, aunque una relectura llevaría a pensar que la mayoría de “la gente” vio pero no sintió lo mismo.
Sin embargo, pese a que la aritmética rígida puede quedar lejos de la política, había una prevención contundente apenas se sumase el núcleo duro y repetido dos veces de Javier Milei, el 17 por ciento de Patricia Bullrich en las Primarias y el volumen del cordobesismo, sin siquiera adosarlo entero.
Pero lo más o menos impensable consistió en que la casi totalidad del voto cambiemita, 23 por ciento, con la “neutralidad” radical incluida, se plegara a los… libertarios. Todo esto generalizando, claro está. Ya habrá tiempo de practicar cirugía profunda distrito por distrito, lugar por lugar. No cambiará, empero, la seguridad de que vocación de cambio y gorilismo se juntaron en una alianza demoledora.
Quien escribe, por supuesto, no escapa a la sensación desoladora que hoy invade a una gran parte de la sociedad. Gran parte, a ver si nos entendemos, tanto representativa como significativamente. Retomaremos semejante aspecto hacia el final de estas líneas. Por el momento, es imprescindible que la frialdad analítica se imponga a las tripas.
Por ¿fuera? de consideraciones emotivas y negativas acerca de sus características psicológicas —que según es evidente no sólo no influyeron, sino que le jugaron a favor como personaje disruptivo— asume un Presidente sin experiencia alguna de gestión en ningún ámbito, sin gobernadores propios, sin alcaldes, sin mayoría parlamentaria, sin mínima organización de absolutamente nada. Y, estructuralmente, a merced de lo que le surta Mauricio Macri. Es inédito.
Para peor, su discurso de esta noche, enteramente leído para quedar a salvo de arrebatos y plagado de oraciones y eslóganes repetitivos, marcó dos cuestiones que completan la incertidumbre.
Dijo que no se negocia lo prometido bajo ningún punto de vista. Que lo cumplirá a rajatabla. Pero, ¿qué es lo prometido? ¿La dolarización y los explosivos en el Banco Central? ¿O la moderación gradualista que le impuso Mauricio Macri, su proveedor de “sensatez” que se arrepintió de haber sido gradualista?
Si se vuelve al nodo de lo inconcebible, ahí lo tenemos. Por dos razones.
La clave de lo esperable era que mostrara algún signo de tranquilidad en lo económico e hizo todo lo contrario: no expresó nada. Se remitió a las fuerzas del cielo, a saludar al consejero Santiago Caputo y a “el jefe” Karina. Y después, en la calle, se erigió como elemento novedoso en la historia de la humanidad y propuso volver al siglo diecinueve.
Rechazó el convite de Massa, quien añadió tomarse licencia, para encargarse de algo elemental: ya es el Presidente, no dentro de 20 días, le guste o no le guste y apartando preceptos institucionales que en la vida real, no en el cielo, le importan a nadie. ¿Milei se (i)responsabiliza de que en estas semanas, hasta el 10 de diciembre, no gobierne nadie? Si acaso eso es lícito, de ninguna forma es legítimo.
Dicho de otra manera, apostó a que todo reviente en estos días para aprovechar el envión de sus votos impactantes y, ojo, multicausales. ¿Para hacer qué?
Ahí viene la ¿segunda? cuestión.
En uno de los pocos pasajes enfáticos de su discurso, siempre respetando la lectura estricta, habló de quienes se resistirán y de que será implacable en la aplicación de sus consignas.
¿O sea?
Es cuestionable que Massa se tome licencia, cómo no. Suena a borrada en el peor momento. Pero también debe decirse que su temprana intervención, reconociendo la derrota, tuvo estatura dirigencial, pacífica, articuladora. Es un tipo joven, ambicioso, que produjo poco menos que un milagro al llegar competitivo siendo ministro de cifras y sentimientos adversos. No formuló un discurso de perdedor. Fue una convite a mantenerse en pie, con imagen de opción presidencialista aunque, como señaló Alfredo Serano Mancilla, la crisis de representatividad le haya ganado al miedo y la inflación al debate.
Y está, además, la epopeya, derrotero o símil de Axel Kicillof, quien a través de su honestidad y capacidad de gestión (en ese orden o al revés) es gobernador nada menos que de la provincia de Buenos Aires. Conserva banderas del hoy devastado kirchnerismo, en su sentido de fuerza que todavía tendría algo que decir si se pudre todo. Atención con eso, porque podrá haber perdido la “moderación” (¿Sí? ¿Seguro? ¿Milei es moderación?). Pero más de la mitad de los argentinos votó por respuestas rápidas, presumiblemente a como sea, enojada o agotada por la dichosa casta.
Es probable que Milei o su “Presidente Macri” no tengan los clásicos “100 días” para exhibir resultados concretos. Más bien parecerían 100 horas, figuradamente dicho o no tanto.
Quede claro o invitado lo siguiente, para reiterar y ampliar lo que ya expresamos previo a este domingo.
La parte de los argentinos que esta noche y por buen rato se siente absorta, bajoneada, no se esfumó. Está ahí, como los números que la esperanzaron contra toda evidencia numérica.
Salió a la calle a tratar de convencer. Hizo todo lo que pudo. Juntó a científicos, artistas, adversarios, periodistas, militantes, progres ma non troppo y sigue la lista hoy deprimida, en medio de una instancia cultural (y universal, abreviando) con viento de frente contra los principios de solidaridad y de empatía con “el otro”.
Es imperdonable que, pasado este sacudón, haya pesimismo activo.
La parte que votó lo que nos indigna es una ampliación momentánea del empate eterno de los argentinos, que nunca termina de resolverse entre los proyectos o voluntad “popular” y los oligárquicos (“antes” se definía así; ahora sería entre la memoria y lo flu).
En definitiva, no debería perderse de vista que las cosas siguen en disputa. Pasa que es difícil asumirlo —quizá no ejecutarlo— cuando la emoción negativa se impone a la cabeza fría.