En la esquina de la avenida Las Heras y Salguero, en pleno by pass aristocrático de la Ciudad de Buenos Aires, hay una placa de granito que dice: “En este lugar se fusiló a la patria”. Una vez al año, al menos, un ramo de flores cubre el pequeño monolito. Salvo algún turista que la juega de flaneur, los transeúntes que pasan por ese vértice no se detienen a leer las letras blancas caladas en la piedra negra. Tampoco, al parecer, dan cuenta que en ese terreno verde y arbolado, donde hoy se encuentra el parque Las Heras, se levantaron los muros de la Penitenciaría Nacional: un bodoque oscuro, laberíntico y amurallado que fue parte de los sueños blancos de la ciudadela porteña. La cárcel fue inaugurada en 1877 por Sarmiento y demolida en 1962 por el gobierno de Arturo Frondizi. Y si bien fue habitada sólo por hombres, el ensayista Christian Ferrer narra en El corazón empurpurado las vidas de dos mujeres que quedaron ligadas a su historia; mejor dicho, a los hilos sueltos de su memoria.
Esas mujeres tienen nombre: América Scarfó y Susana Valle. Ambas entraron sólo una vez a la Penitenciaría Nacional. La primera atravesó los muros en enero de 1931, cargando diecisiete años que martillaban, con ideas libertarias, las “costumbres femeninas de la época”. En las pocas horas que estuvo adentro fueron fusilados su hermano Paulino Scarfó y su novio, “el enemigo público número 1 de la policía argentina”, el anarquista Severino Di Giovanni. La segunda mujer entró al edificio un cuarto de siglo después, en junio de 1956. En el penal la esperaba su padre, el general Juan José Valle, quien se había entregado para terminar con el fuego que ordenó Aramburu, en respuesta a la “insubordinación plebeya” que había liderado junto a Raúl Tanco. Susana, con diecinueve años de edad, asumió el lugar de su madre abatida y hasta el final –que también fue un principio– sostuvo la mano de su padre.
En El corazón empurpurado, Christian Ferrer reconstruye y cruza ambas vidas en un relato coral donde, también, se lee la voz de los fusilados. Además de los recuerdos que cada mujer maceró de su historia de amor, una pila de cartas ayudan a materializar lo intangible de esos días. En una de las cartas que el general Valle le escribe a su hija, dice: “Querida Susanita, no te avergüences de tu padre, muere por una causa justa: algún día te enorgullecerás de ello”. Con la misma prosa dulce de las despedidas, minutos antes a ser fusilado Severino le escribe a América: “Sé feliz. Adiós, única dulzura de mi pobre vida. Te beso mucho”.
Pese al eco de un pedido de resguardo, América y Susana no dedicaron el resto de sus vidas a custodiar la memoria de su novio, por un lado, y de su padre, por el otro. En todo caso, cada una de ellas honró sus biografías vitales con modos de vida propios; con búsquedas intelectuales y políticas, con los cuerpos marcados por luchas que habían elegido y tenían a sus muertos íntimos como referentes.
Luego que Severino recibiera el tiro de gracia y que Paulino Scarfó, gritara “¡viva la anarquía!”, mirando a los ojos de quienes sostenían las armas que apuntaban su pecho, América Scarfó estuvo presa treinta días en un calabozo. Cuando un juez le dio la libertad, su familia y entorno estaban destruidos. Y si bien escribió algunos artículos en la prensa anarquista, pronto se retiró de la vida pública. Junto a su nuevo compañero de vida e ideas, Domingo Landolfi, fundaron la editorial Américalee, donde publicaron autores anarcos “sepultados en estantes de librerías de viejo”, como escribe Ferrer al principio de El corazón empurpurado. América, desde su reconstrucción, trabajó como secretaria particular de Salvadora Medina Onrubia. Y con su ayuda, en 1951, pudo viajar a Italia, precisamente a Chieti, el pueblo natal de Severino Di Giovanni.
A la inversa, desde el momento seguido al fusilamiento de su padre, la vida de Susana Valle fue protagonista de la acción política de la segunda parte del siglo XX en la Argentina. No sólo se encargó de organizar actos en cada aniversario del fusilamiento, sino que se dedicó “a hostigar al verdugo”, el teniente general Pedro Eugenio Aramburu. En 1963, en plena campaña electoral, Susana le escribió una carta pública en donde señalaba la muerte de su padre y las de sus compañeros. En las líneas finales, decía “Sobre su conciencia de Caín pesa esa sangre de patriotas y esa humillación a la República”. Así, Susana Valle se convirtió en un símbolo de la denominada Resistencia Peronista. Su trascendencia causó estupor en los círculos de clase alta de la que provenía, tal como publicó la Revista Gente, que no lograban entender cómo “una chica bien, un producto típico de la zona norte, de la calle Santa Fe” se mezclara con el peronismo. Susana no era sólo el recuerdo de su padre. En su casa se realizaban reuniones políticas, hizo de “correo” de Perón cuando estaba exiliado en Caracas y trabajó a la par del padre Carlos Mugica en Retiro. Por su accionar fue detenida en 1978 y encerrada en una prisión clandestina.
Las cartas escritas por Juan José Valle fueron publicadas por primera vez en 1957, en el periódico partidario Resistencia Popular, en simultáneo a las notas que Rodolfo Walsh tituló Operación Masacre y dieron cuenta de los fusilamientos en un basural de José León Suárez. Las cartas de Severino Di Giovanni fueron escritas en la clandestinidad. América las recibía de diferentes manos, acompañadas del pedido de que las quemara luego de leerlas. América desobedeció: las cartas recibidas eran suyas y las quería atesorar. Sin embargo, en 1931 fueron confiscadas por agentes del Estado Nacional. América, con ayuda del imprescindible Osvaldo Bayer, dieron la batalla burocrática para conseguirlas. Juntos fueron a recibirlas en 1999 a la Casa de Gobierno, en una ceremonia que atrajo la atención de los medios que por tradición patronal habían perseguido las ideas libertarias. El ministro Carlos Corach le entregó a América una caja azul que contenía cuarenta y ocho cartas y varios poemas sueltos. Buscando capitalizar los flashes fotográficos, el ministro dijo que el Estado le devolvía las cartas. América, con una voz suave y contundente, respondió: “El Estado no me devuelve nada, esas cartas siempre fueron mías.”
Susana Valle y América Scarfó murieron en el 2006, con pocos días de diferencia. Decir que un texto hace justicia poética es un lugar común. No obstante, –al igual que el documental Los ojos de América de Daiana Rosenfeld y Aníbal Garisto– El corazón empurpurado, escrito con precisión, afecto y sentido histórico por parte de Christian Ferrer, recupera al sintagma de la sombra de la frase hecha. Y, como sobrevuela a lo largo del texto, libra a ambas mujeres de la historia para hacerlas andar por la cartografía tornadiza de la memoria.