Economistas heterodoxos y ortodoxos con diferencias de criterio profundas en una generalizada variedad de temas coinciden sin embargo en un punto: el ritmo de endeudamiento que está llevando el Gobierno en casi dos años de gestión es insostenible a mediano plazo. Las colocaciones masivas de títulos públicos sin corregir los factores que originan las necesidades de financiamiento desembocarán en una crisis de solvencia como las que experimentó el país en el pasado, con el ejemplo de 2001 como el más cercano. “Que un funcionario emita deuda con una fuga de capitales elevada es como si un médico quisiera hacer transfusiones de sangre cuando su paciente está teniendo una hemorragia. Absurdo e incoherente. O se está financiando a consciencia la fuga de dólares”, ejemplifica el último informe del Observatorio de la Deuda Externa de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo (UMET). En 2016 el sector público nacional emitió bonos en moneda extranjera por 34.652 millones de dólares, mientras que en ocho meses de este año lo hizo por una cifra superior, 44.155 millones, y prevé colocar otros 2600 millones antes de las elecciones de octubre. A ello se suma la oferta de Letes, también del Tesoro nacional, por unos 15.000 millones de dólares, de acuerdo al seguimiento de la deuda del Instituto de Trabajo y Economía de la Fundación Germán Abdala y datos de la UMET. El ministro de Finanzas, Luis Caputo, sostuvo esta semana que en 2018 la generación de nuevos pasivos será algo menor a la de este año, rondando los 30.000 millones de dólares, según las estimaciones del mercado. Es decir que en tres años de gobierno de Cambiemos las colocaciones se ubicarían en torno a los 125.000 millones de dólares. Es una cifra exorbitante que puede pasar inadvertida para las grandes audiencias por el blindaje mediático y por el nivel de desendeudamiento previo, de los gobiernos kirchneristas, que dio espacio a este raid desenfrenado de empapelamiento con bonos, pero no hay economista que no lo tenga en el centro del radar de las variables a monitorear.
“Este tipo de modelo que combina tasas de interés fenomenalmente altas, dólar fijo o cayendo, el bolsillo del grueso de la población enflaqueciéndose, el empleo debilitándose, indefectiblemente requiere el endeudamiento externo e indefectiblemente termina en una situación de colapso”, dijo ya en noviembre del año pasado el ex ministro de Economía Roberto Lavagna, cuando el nivel de emisión de bonos del Estado nacional era unos 50 mil millones de dólares menor al actual. “Es cierto que este ritmo de endeudamiento no es sostenible hacia el futuro y el largo plazo, pero también es cierto que había una ventana que había que utilizar”, reconoció y justificó Susana Malcorra, ex canciller y actual asesora de asuntos estratégicos del Ministerio de Relaciones Exteriores en julio pasado. “Hay que hacer un puente para el momento en el cual la economía entre en el crecimiento y resuelva los temas estructurales de fondo. Uno de los mecanismos de ese puente ha sido la deuda”, agregó. “El enfermo está grave. Acá no hay plan A ni plan B, eso es insostenible en el largo plazo. No se puede tener creciente déficit fiscal, financiado mangueando ahorro externo, y al mismo tiempo una tasa de inflación declinante. Es inestable”, alertó Miguel Angel Broda en abril, con enfoque fiscalista. Son solo tres ejemplos de especialistas con distintas orientaciones que vienen poniendo el acento en este tema desde el año pasado. Calificadoras de riesgo, organismos internacionales y economistas del mercado también lo advierten, lo mismo que los institutos citados más arriba y los sectores más críticos de la heterodoxia económica. Todos comparten la conclusión de que si no se revierte la tendencia, la repetición de una crisis de deuda estará a la vuelta de la esquina. Algunos dicen que el Gobierno tiene margen para darle al pedal dos años más, otros algo menos, otros un poco más, pero el final de la historia que se perfila en sus pronósticos es que de continuar la dinámica actual llegará el momento que cualquier factor interno o externo pondrá en riesgo el acceso al financiamiento y se generará un estado de tensión difícil de administrar.
El control parlamentario de la deuda externa que se aprobó en el verano de 2016 junto con la ley que habilitó el pago a los fondos buitre todavía no se puso en marcha. La Comisión Bicameral de Seguimiento y Control de la Gestión de Contratación y de Pago de la Deuda tardó más de un año en designar a sus integrantes y al día de hoy no registra ninguna reunión. Así figura en los reportes oficiales del Senado y de Diputados y lo confirma el diputado Axel Kicillof, designado como vocal de ese cuerpo fantasma. Su creación había sido negociada entre el oficialismo y sectores de la oposición que acompañaron la decisión de arreglar con los buitres, pero una vez que se les pagó a estos últimos el tema quedó archivado en un cajón. El entendimiento con los fondos especulativos fue el requisito indispensable para reinsertar a la Argentina en el circuito de la deuda. De ahí el apuro del Gobierno por resolverlo de entrada y sin mucho interés por lograr una negociación favorable, al punto que aceptó pagarles a algunos de ellos más de lo que habían reclamado o asumir las costas de los juicios que habían perdido, como el del embargo a la Fragata Libertad.
Ese comportamiento de sumisión frente a los acreedores irá en aumento en la medida que la dependencia del acceso a las divisas que prestan siga siendo la única opción para afrontar el déficit del sector externo. Es un proceso que los argentinos conocen de sobra por haberlo padecido durante el menemismo y el gobierno de la Alianza, cuando el FMI, como representante de los capitales especulativos, iba marcando la agenda de lo que había que hacer o dejar de hacer con la política económica. El gobierno de Macri está tan consustanciado con ese esquema que asume como propios los reclamos de los financistas, sin necesidad de que se los marque el Fondo Monetario, y anticipa que hará las reformas tributaria, fiscal y laboral que pide el mercado como parte de “lo que hay que hacer” para ser “un país serio”.
El debate que está planteado entre la ortodoxia y la heterodoxia económica es cuál es el camino para bajar la dependencia de la deuda y la vulnerabilidad creciente que ello entraña. Como se mencionó antes, economistas como Broda sostienen que el problema es el déficit fiscal, que obliga a emitir bonos para cubrir el bache. Su receta, por lo tanto, es apurar el ajuste del gasto público suponiendo que eso achicará el desequilibrio presupuestario y permitirá bajar los niveles de endeudamiento. La respuesta desde la otra vereda es que el ajuste deprimirá aún más la economía y por lo tanto los ingresos fiscales, llevando a un círculo vicioso de menos actividad y más déficit. Además, sostienen que el rojo de las cuentas públicas es financiable en moneda nacional, sin necesidad de apelar a miles y miles de millones de dólares a través de colocaciones de títulos. De hecho, los dólares que se obtienen con la deuda después deben ser liquidados y el Banco Central se ve obligado a retirar el excedente de pesos con emisiones de Lebac. Ese circuito genera presiones para un atraso cambiario y constituye una fuente de inestabilidad adicional si los inversores deciden volver a posicionarse en dólares por alguna razón. Más que la cuestión fiscal, la preocupación para la heterodoxia es el agujero externo, generado a partir de la liberalización absoluta para la compra de dólares, la desregulación para la fuga de capitales, la apertura importadora que está generando un déficit comercial récord, la pérdida de divisas por los viajes de compras a Chile y demás destinos turísticos y la carga en aumento de intereses de la deuda, entre los principales. Ninguno de esos factores está siendo atendido por el Gobierno, que se recuesta en la emisión de deuda no para desarrollar las capacidades de repago de la economía, sino a confiar en la extensión de la mecha.