El living de la casa de mis viejos era enorme. Tenía un piano en la entrada y baldosas blancas y negras. El hogar estaba apagado, comenzaban los días de primavera y desde el ventanal se veía las plantas floreciendo. Martín usaba los pelos parados y tenía una remera negra que decía The Cure, pantalones negros y zapatillas Converse, negras; jugaba con la cajita de la película, un VHS alquilado en Erroll’s mientras veíamos la peli, tomando Coca Cola. El sillón era largo, de tres o cuatro cuerpos, tenía la piel color canela y era mullido. Mirábamos la peli acompañados por mi gato, sin hablar ni una sola palabra, poseídos por los personajes, que eran cuatro: Gordie contaba historias, a la noche, cuando hacían el fogón, comían malvaviscos y salchichas asadas. Quería ser escritor, a pesar que su padre no lo apoyaba; atormentado por el fantasma de otro hijo, muerto (fuerte y deportista, del que no podía desprenderse). Chris venía de una familia de delincuentes y alcohólicos. A Vern lo aceptaban con la panza y su torpeza-temerosa. Teddy parecía auto suficiente, pero guardaba el secreto de su padre, había puesto su oreja frente a la estufa, y no había estado en Normandía como Teddy contaba, sino en un psiquiátrico. Chicos con problemas, claro, de familias disfuncionales; pero felices cuando estaban juntos, jugando a ser grandes, saliendo al mundo para descubrirlo. La banda de los mayores, en su mayoría hermanos de ellos, eran los que les hacían bullying (tema recurrente en los libros de King). Estoy hablando de Cuenta conmigo, la primera vez que la vi. El director, Rob Reiner, hizo una película luminosa, filmada íntegramente en exteriores, llena de luz, colores; hasta se puede oler el bosque, sentir el riel caliente donde viene el tren a lo lejos, el ardor de las sanguijuelas cuando se les pegan al cuerpo a los chicos al salir del río, y la mirada del ciervo al amanecer, entre los árboles, cruzando la ruta. Llena de aventuras, humoradas, misterio, y algo de drama, con una trama simple y lineal, pero atrapante, basada en el cuento The Body, del libro Las cuatro estaciones, de Stephen King. Todavía hoy, cuando escucho los primeros acordes de “Stand by me”, la canción de Ben E. King, de 1961, donde se oye la fritura de la púa sobre el disco, con la que termina la película se me afloja el pecho y me siento enlazado con las personas que conocí y con las que nunca más volveré a ver. La película narra, y muestra, el último capítulo de una etapa, el de la niñez, pero la pérdida está llena de luz y es vitalidad, por eso Cuenta conmigo no me resulta triste, sino movilizante. Cuenta con el arte de desencadenar recuerdos, traerlos a la conciencia y reflexionar en lo efímero que es el tiempo, en lo intangible que resulta lo vivido, como si me hiciera ir hacia atrás para volver al presente y disfrutarlo como si fuese el último día. Viajé con ellos, con los protagonistas, y perdí el miedo con ellos. Hitchcock decía que el arte es emoción. 

Martín y yo mirábamos la película en un sillón de cuero, color canela, tomando Coca Cola, e hipnotizados por las escenas que se pasaban con intensidad y tensión; no dijimos nada hasta que terminó. Pero, durante ese silencio, nos íbamos identificando con cada personaje; teníamos algo de ellos.

Martín y yo nos identificamos con los cuatro protagonistas, teníamos un poco de cada uno, pero era Gordie el que más me llamaba la atención y del que me iba haciendo amigo. Gordie no podía expresar ni compartir su entusiasmo (la aventura de salir de excursión con sus amigos a buscar el cuerpo de un chico desaparecido, Ray Brower). Era Chris el que lo consolaba al verlo llorar y gritar: “Mi papá no me quiere, él me odia”, mientras extrañaba a su hermano muerto. “Algún día vas a ser un gran escritor, y hasta podrás escribir sobre nosotros cuando te falte material”, le decía Chris haciéndole pasar el mal momento con sus palabras, alentándolo como no lo había hecho su padre. 

Cada vez que veo Cuenta conmigo me resulta conmovedora y actual; como si no envejeciera. Es un viaje al centro de la infancia, donde los personajes están ahí, vivos y los encuentro como si fuesen amigos. Al fin y al cabo, todo perece; menos los recuerdos y las sensaciones. 

La infancia siempre anda dando vueltas por ahí, a veces en bicicleta a mis espaldas; de igual manera que en el comienzo de la película pasan unos chicos en bici por detrás de Gordie (ahora padre de familia) cuando lee las noticias en el diario: su amigo Chris murió en un bar, intentando poner paz en una pelea de borrachos. 

La escena final es mi favorita, me conmueve como si fuese la primera vez que la veo: los cuatro amigos se despiden, saben que van a tomar caminos diferentes y no volverán a verse. Gordie, ya con hijos, escribe en su computadora: “Nunca volví a tener amigos como los que tuve a los 12 años. ¿Acaso alguien los tiene?”. Recuerdo cuando jugábamos a ponerle letras a los temas de Pubis angelical, recostados en las baldosas frías de living de la casa de un amigo, frente al equipo de música de sus padres; ahora yo siendo padre me pregunto ¿Qué será de la vida de mis amigos de los 12? “Nunca volví a tener amigos como los que tuve a los 12 años. ¿Acaso alguien los tiene?”.


Facundo R. Soto nació en Buenos Aires y es licenciado en psicología, periodista y escritor. Publicó Juego de chicos (2011, Editorial Conejos), Electricidad (2013, Vox), Taller literario (2013, Blatt & Ríos), El olor de tu remera (2014, Eloísa Cartonera), Fotocopia (2017, Paisanita Editora). Coordina el Laboratorio de Literatura Gay-Queer en el Centro Cultural Rojas y administra el blog desprendimiento.blogspot.com.ar