En la pelea ancestral dentro de las ciencias entre las que adoptan la modalidad “dura” y aquellas que se embanderan detrás del título de “sociales” o “humanas” está, y siempre ha estado, el mismo premio: explicar qué hace al ser humano ser lo que es. El último grupo se ha inclinado por la idea de que todos los hombres y mujeres son el resultado de una estructura social que los determina de afuera hacia adentro. Las ciencias duras, desde mitad del siglo XIX hasta la actualidad, han buscado siempre la explicación contraria, de adentro hacia fuera. Y en ese adentro, hay algo que hace que tal o cual persona sea de la manera que es: una clave que puede ser desentrañada si el trabajo científico se hace con rigor y paciencia. Siddharta Mukherjee (médico devenido divulgador científico), en su libro El gen, una historia personal (Debate) reconstruye, con una prosa amena que por momentos tiene el tono de una novela del siglo XIX, la historia de una enorme cantidad de profesionales y hasta de aventureros científicos (y, claro está, también de perversos) que gastaron su vida en comprobar la más arriesgada hipótesis de todas: el ser humano es quien es por cuestiones naturales, y sino toda su vida, sí gran parte de ella, ya está escrita en esa pequeña porción de su cuerpo que lo acompaña a todos lados, sus genes.
La historia de esa búsqueda se remonta a la Antigüedad griega. Atravesados por el problema de la “semejanza” entre padres e hijos, algo que está en el centro del concepto de “herencia”, Pitágoras, alrededor del 530 A.C., fue el primero en formular una teoría que explique estas similitudes entre familiares. Para él, la información hereditaria se encontraba en el esperma masculino, que viajaba alrededor de todo el cuerpo del hombre para absorber los “vapores” de cada una de sus partes y así llevar esa disposición espiritual de una oreja o un brazo al vástago. Mukherjee elige aquí una excelente comparación: el semen masculino pasa a convertirse en una biblioteca móvil, en el agente que captura la información de un cuerpo (el padre) que pasará a ser la información de otro (el hijo). La mujer, en este plan, tiene pura y exclusivamente una función nutricia: es el lugar en donde el futuro ser humano crecerá, pero ella no aporta nada sustantivo en lo que se refiere a la herencia.
Aristóteles, en De la generación de los animales, le opondrá a la idea pitagórica de la descendencia un irrefutable contra argumento: ¿cómo explica esta noción de la herencia la posibilidad de que nazca una hija mujer, si el semen no puede sacar la información de la anatomía femenina de ninguna de las partes del cuerpo masculino? Así, aparece la primera idea de que tanto el hombre como la mujer son los responsables de aportar los elementos fundamentales de la vida. Junto con el semen, la sangre menstrual sería el otro fluido de la génesis humana. Sólo que, mientras que el semen aporta la forma, la sangre menstrual daría la materia a ser informada, eso que necesitaría el sello de lo humano que sólo el componente masculino podría aportar. De una u otra manera, en la Antigüedad, lo que quedaba claro es que lo femenino siempre sería considerado marginal o formado por lo masculino. ¿No hay aquí, en estas dos primeras e importantísimas teorías acerca del origen de la vida humana y de la herencia, la evidencia de los usos específicamente sociales de esos saberes? Tendremos que llegar al siglo XIX para ver de vuelta operar este difícil intercambio entre la “pureza” científica de los datos y la vida humana social.
LA REVANCHA DEL BOTÁNICO
Uno de los aportes más trascendentes dentro de los estudios biológicos, aporte que sería fundamental para el posterior nacimiento de la genética, provino de un monje católico agustiniano obsesionado con el trabajo en su jardín del monasterio de Brno (en checo; Brünn, en alemán). Gregor Johann Mendel fue ordenado sacerdote en 1847 y trató, infructuosamente, de convertirse en profesor de matemáticas, ciencias naturales y griego elemental en la escuela secundaria de Znaim, una estrategia para evitar trabajar como párroco, siendo como era totalmente neurótico y con una evidente timidez en el trato con las personas. Mendel comenzó un trabajo aparentemente mínimo que daría las bases de los futuros estudios genéticos: plantar arvejas. Así, comenzó a mantener un registro de las características de estas plantas, las cuales trataba de que se presenten en sus factores “puros”. Las plantas puras poseían rasgos que eran, claramente, variantes hereditarias: las plantas altas engendraban plantas altas, las de tallo corto engendraban otras plantas de tallo corto. Para Mendel, una de las formas era dominante y, la otra, recesiva. Para comprobarlo, mezcló plantas “puras” de rasgos opuestos y observó las características de su descendencia. Las plantas de tallo alto cruzadas con plantas de tallo bajo producían plantas de tallo alto. ¿Qué pasaba con el rasgo recesivo, entonces? ¿Desaparecía de la información familiar? No, ya que, en la tercera generación de plantas cruzadas, volvían a aparecer plantas de tallo bajo. Eso implicaba que toda planta se engendraba con las mismas formas recesivas y dominantes que se iban dando de diversas maneras en cada una de las generaciones en función de su eventual combinación.
Por los mismos años, otro biólogo, el inglés Charles Darwin, comenzó a realizar una serie de observaciones en sus viajes a territorios sudamericanos que cambiaría la historia de la ciencia por siempre. En su paso por países como el nuestro, hasta llegar a esa suerte de paraíso terrenal que es la isla de Galápagos, Darwin recogió muestras y llevó adelante una serie de notas que luego se convertirían en el mítico libro de 1859, El origen de las especies. Dos movimientos explicaban allí la aparición de una especie: por un lado, la variación que se podía dar entre padres e hijos, esto es, la aparición, por casualidad, de un ejemplar diferente de la familia animal en cuestión (como un oso albino entre osos pardos). Segundo, la selección natural, un principio en el cual, mediante la interacción de los animales con el medio, esas variantes terminarían siendo más aptas que otras para la supervivencia frente al cambio del entorno (el oso albino, totalmente blanco, tiene más chances de sobrevivir que sus hermanos pardos en el caso de una glaciación). Sin embargo, esta idea revolucionaria de Darwin no podía explicar cómo esa variante podía transmitir la información a su progenie: a la evolución le faltaba una teoría de la herencia. Las investigaciones aparentemente menores de un monje afecto al ostracismo como Mendel daban la clave que nunca tuvo Darwin.
SIN CÓDIGOS
El avance de la genética vino aparejado de la aparición, durante el siglo XX, de diferentes técnicas de organización de lo social en función de criterios estrictamente biológicos. La eugenesia, por ejemplo, nacida de la mano de Sir Francis Galton (científico primo de Darwin) en la segunda mitad del siglo XIX, sostiene la idea de que el orden civilizatorio debía trabajar a favor de la mejora de la vida humana, en términos biológicos. A comienzos del siglo pasado, en diferentes puntos del globo comenzó a instrumentarse la eugenesia. En Estados Unidos, por ejemplo, durante la década del ‘20, una colonia ubicada específicamente en Lynchburg, Virginia, albergaba a “Epilépticos y Débiles Mentales”. Mukherjee recupera el caso de Emma Buck y su hija, Carrie Buck, internadas en este lugar luego de que se comprobara que ambas eran “débiles mentales” (de alguno de los siguientes subtipos: “idiota”, “tarado” o “imbécil”). En 1927, luego de que Carrie tuviera una hija -también sometida al examen de “idiotez”-, el Tribunal Supremo de Estados Unidos aprobó su esterilización. Oliver Wendell Hokmes Jr., miembro del Supremo Tribunal, escribió: “Tres generaciones de imbéciles ya es bastante”. Menos de diez años después, un programa eugenésico de características más terribles se habría impuesto en toda Europa a través del avance del nazismo. Casi parece que la idea de los “Lager” y la siniestra figura de Mengele dando vueltas eran apenas una modificación de algo que ya venía funcionando hace bastante en la civilización.
Partiendo desde su propia historia personal, el autor de El gen logra encadenar de una manera bastante armónica anécdotas con avances efectivos que van desde los atolladeros del estudio de la herencia hasta el Proyecto de Genoma Humano y las divergencias éticas en torno a la edición de genes, que habilitan la posibilidad de borrar componentes genéticos que predisponen a una enfermedad o sumar componentes al código de un ser humano. Sin embargo, la historia de Mukherjee, por más interesante que sea, deja ver la hilacha. El afán científico de su enfoque encuentra maravillas en la genética, pero desliza un punto de vista que no puede ser sino polémico. Por ejemplo, en el capítulo “El último kilómetro”, retoma las investigaciones de Dean Hamer, quien, en 1993, publicaría en la revista Science un polémico artículo en el que presentó la posibilidad de identificar un gen que determinaría la sexualidad de una persona. Este trabajo trascendió con la idea de que se había hallado el “gen gay”. No hay, por parte del autor, un pronunciamiento en contra de esta idea y sí una tímida contemplación de la posibilidad de que diferentes elementos de la personalidad de alguien estén determinados por la disposición de sus genes. Varias reseñas de medios anglosajones insisten en esta especie de tibieza de Mukherjee, quien ganó fama internacional luego de publicar el libro El emperador de todos los males: una biografía del cáncer. Casi parece proponer que la genética va en la dirección correcta en su búsqueda. ¿Acaso no es esa una de las principales formas en las que lo social determina con mayor contundencia cualquier investigación? Qué se busca, por qué, con qué objetivo. Ninguno de esos planteos preocupan al libro, que cuenta una amena historia que, hablando mal y pronto, sirvió de justificativo a una ideología que todavía estira sus patas en el siglo XXI. La eugenesia sigue siendo lo suficientemente tangible en el mundo actual como para darla por superada. Somos lo que somos, sí, es cierto. Pero, ¿qué somos?.