Escena uno. Exterior. Día. Don Diego de Zama está parado sobre la orilla del río, una de las manos apoyada ligeramente sobre su sable oficial. Mira hacia lo lejos, luego a las quietas y amarronadas aguas, nuevamente al horizonte, finalmente gira la cabeza y sigue sin demasiado interés a un grupo de niños aborígenes que juegan sobre la angosta playa. Camina un poco, se detiene y vuelve a otear la lejanía, como si esperara algo. O a alguien. Un barco, quizás, que lo saque finalmente del sitio en el que se encuentra, que se le antoja parecido al purgatorio. Diego de Zama espera y seguirá esperando: es parte de su esencia, su destino incluso. Es así en la célebre novela Zama de Antonio di Benedetto y así es también en la versión cinematográfica imaginada por Lucrecia Martel, el esperado cuarto largometraje de la realizadora salteña luego de casi una década de pantalla en blanco (y un proyecto de envergadura abortado: la adaptación de la historieta El eternauta). Zama espera, pero la espera por Zama finalmente terminó: luego de su paso por los festivales de Venecia y Toronto, Martel está de estreno con una película que -por diversas razones, externas e internas- contiene en su ADN la semilla de la leyenda. Pero Zama se hizo esperar: fueron varios años de preproducción, consecuencia en gran medida de los problemas de financiación, seguidos por el retrasado lanzamiento comercial luego de la inesperada ausencia en el Festival de Cannes, el pasado mes de mayo. “Fue muy estresante el proceso previo al rodaje, pero una vez que se largó fue todo muy divertido. Hermoso. Fueron casi diez semanas de rodaje, apenas un poco más de lo planificado”, detalla Lucrecia Martel, en un pequeño hueco entre dos viajes al exterior para presentar su nueva obra, frente a un café con leche y una porción de torta que hacen las veces de desayuno tardío o almuerzo frugal. “Fue tan difícil hacer esta película en términos financieros. Pero ahora tengo tanta felicidad. Además, eso de romper el hechizo de que no se podía filmar. En un momento pensé que era verdad, que la película no se podía hacer. Lo de Cannes fue sorpresivo: pensábamos que podía interesarle a ese festival, en cualquiera de sus secciones; por supuesto, no la Competencia oficial, ya que Pedro Almodovar, uno de los productores, formaba parte del jurado. Es todo tan frágil: no te invitan a un festival y tenés que mover toda la estructura, la fecha de estreno”.
Don Diego de Zama -el actor hispano-mexicano Daniel Giménez Cacho en uno de los roles más regios de su extensa y prestigiosa carrera- observa a un grupo de mujeres desnudas en plena faena: un baño de barro que es, al mismo tiempo, la ocasión ideal para la conversación, en estricto guaraní. “Mirón”, le gritan cambiando de idioma al descubrir al calenturiento voyeur, oculto tras unos yuyos. Zama, empleado de la corona española destinado a ocupar un cargo burocrático en el Virreinato del Río de la Plata, en algún año de Dios del siglo XVIII, resuelve asuntos territoriales de poca a moderada monta, practica las artes de la visita social, ratifica algún acuerdo comercial. Obligaciones laborales y formas de matar el tiempo. “Zama, el Corregidor de espíritu justiciero”, afirma un niño ceceoso en el espíritu satírico de un Cervantes, mientras la pista de sonido deja oír un sonido extraño, extemporáneo, anacrónico. A pesar de estar recubierta por una superficie que remite al drama histórico tradicional, en Zama todo es enrarecido, febril, como si la densa espera de su protagonista tomara la forma de un velo engañosamente traslúcido. Uno de los muchos logros de la directora de La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza es haber construido un universo que podrá cotejarse y afiliarse con el de otros realizadores (algunos críticos internacionales dispararon nombres tan dispares como los de Werner Herzog, Claire Denis o Terrence Malick) pero que, en última instancia, es tanto o más idiosincrático que su obra previa, a pesar de las evidentes diferencias. Zama marca, al menos, un par de primeras veces: se trata de la primera adaptación de una obra preexistente y es, asimismo, su primer film “de época”. “Tuve un entrenamiento en eso de meterme en el mundo de otro con el año y medio de trabajo alrededor de El eternauta”, continúa Martel. “Pero cuando leí Zama, me di cuenta de que los procedimientos de di Benedetto son tan creativos que se trata de algo más que meterse en un universo ajeno. Leí la novela en tres días y el procedimiento de lectura te sumerge en algo muy particular, que va más allá de la historia, el relato, y es que la forma de la escritura es fascinante. A partir de ahí, desear hacer algo era inevitable. Y eso es lo que, a mi entender, hace que sea una obra maestra: Zama te impulsa a crear”.
El que espera, desea
“La gente dice ‘adaptación’ de manera ligera, pero ¿qué es eso?”, se pregunta Lucrecia Martel. ¿Cómo hacer para ‘adaptar’ un texto –literario, teatral o poético, da lo mismo– a la hora de pensarlo en términos fílmicos? Traducción quizás sea un término más preciso, como si tratara del siempre engañoso paso de un idioma a otro. “Uno entra en estado de fascinación con ese mundo, ese sistema, y frente al deseo de hacer una película inventa procedimientos. Lo primero en lo que pensé fue en el hecho de que Zama es un soliloquio. ¿Cómo transformarlo en una serie de eventos que, si bien están delineados en la novela, en última instancia no son tan importantes en sí mismos como la manera en la cual él los percibe? Esa dificultad era el mayor desafío. Tomé la decisión, incluso antes de comenzar a escribir el guion, de convertir muchos de los diálogos en voces en off virtuales: el espectador ve la cara de Zama pero constantemente escucha las voces de otra gente. Eso les dio un carácter muy subjetivo a las escenas. Es un procedimiento muy simple, pero me permitió acercarme a lo que en el texto es el estilo indirecto. El otro elemento está ligado a la forma de remolino de la novela, que la escena del principio con el mono (que decidí no filmar y dejar que otra persona más atrevida lo intente) anticipa como estructura de la narración. La historia va y viene alrededor de los pensamientos, se contradice, parece que va para un lado determinado, pero luego no. Eso genera una distorsión de la línea de tiempo, de la continuidad dura. Para acercarme a esa percepción que produce la novela pensé en no hacer ningún esfuerzo por situar al espectador temporalmente. Obviamente, ves el traje con el que está vestido Zama y sabés que es una película de época. Pero las elipsis, las pequeñas y las grandes, no son evidentes. Finalmente, hubo cuestiones ligadas al diseño de arte. Nos parecía importante crear un universo del pasado donde convivieran nuestros inevitables prejuicios y sostener algunas violencias sobre esos mismos prejuicios, algunas muy arbitrarias. Di Benedetto comete errores históricos, pero no tienen la menor importancia. Nadie tiene dudas de que la Historia la escriben los que ganan, pero ¿cuánto de eso preforma nuestra vida cotidiana? Lo más terrorífico de quien escribe esa Historia es que intentó generar una imagen absoluta de los indígenas, por ejemplo: el indio infantilizado, el negro boludo, “mi amito”. Y lo interesante es que es imposible someter a una persona; sólo el que ganó puede describir esa idea de sumisión completa. Decidimos incluir constantes gestos de irreverencia como forma de ir en contra de esa idea tan conservadora de la Historia. Y borrar a la Iglesia Católica, una decisión absolutamente arbitraria que implicó quitar todas las cruces de muebles y demás elementos de época, y centrarnos en un discurso completamente comercial. Tenemos metida en la cabeza esta idea de una colonia híper católica y las cosas eran un poco más complejas. Esas decisiones fueron tomadas para que, en la ausencia de esos elementos –que obviamente existieron– nos obliguen a pensar un poco más. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene ser falaz si la falacia permite reflexionar un poco, ir al pasado con otra cabeza?”
“Ya falta poco, está subiendo un barco. Trae correo real” sueña despierto Zama, mientras tres mujeres lo bañan amorosamente. El gobernador lo recibe, pero nuevamente esa misiva destinada a pedir su traslado a Buenos Aires no llegará a redactarse. Hay noticias del bandido Vicuña Porto, enemigo declarado del estatus quo, historias de saqueos, violaciones y violencias varias. Y una particular raza de cocos llenos de joyas que ha adoptado la forma del mito. Pero nada de eso importa: todo se dilata, como el mismo tiempo. “¿Qué es la espera? No es más que la proyección del deseo de alguien. Alguien desea algo que no está en sus manos y hay un tiempo en el que se espera que eso suceda. El temor es algo muy parecido, con la diferencia de que no se proyecta hacia adelante, como el deseo, sino que puede venir desde donde menos se lo espera. Pero hay algo parecido entre el deseo y el temor. Si uno no es nadie, si uno cree que no es nadie, nada de eso –ni el deseo ni el temor- te pueden afectar. Ni esperás ni temés. Todo eso sucede cuando se tiene una identidad muy definida. El aspecto que más me interesaba de la novela era el concepto de la disolución de la identidad; liberarse de la esperanza, liberarse de uno mismo. Para mí ese era el punto, no tanto la espera en sí: la trampa de la identidad y cómo eso determina casi todo”.
La barba crecida indica el paso del tiempo y, como en la novela, Zama se embarca en la aventura, en un viaje a campo traviesa, en una excursión a los indios, a esa disolución de la identidad mencionada por la realizadora. Quizás a la locura. El último tercio de Zama, prologado nuevamente por una de las melodías ensoñadoras del dúo brasileño Los Indios Tabajaras que acompaña a las imágenes de manera intermitente, abandona finalmente la asfixia de esa espera –al mismo tiempo concreta e indefinida– para abrirse a otros espacios y experiencias. ¿Quién es Zama ahora? ¿Quién será Zama en el futuro, sobre el final de la fábula?
Un baño de inmersión
Desde la primera escena de su ópera prima, La ciénaga, con sus ruidos a sillas arrastradas sobre un piso hecho de piedras y los hielitos tintineando en un vaso lleno de vino, el estío pegando fuerte sobre la ligera borrachera de la tarde salteña, el sonido ha jugado un rol sustancial en el cine según Martel. Zama no es la excepción, desde luego, pero las reglas del juego sonoro llegan aún más lejos. “Es un criterio que mantuvimos con Guido Berenblum en todas las películas: componer un sonido expresionista junto a un tipo de imágenes, si se quiere, naturalistas. Zama tuvo un giro importante en la mezcla de sonido, pero lo que decidimos desde un principio fue el uso de sonidos naturales con una cualidad un poco electrónica. Guido armó una biblioteca de sonidos sospechosos, que estuvieran entre el dispositivo tecnológico y lo biológico, sobre todo de animales. Un ejemplo es el pájaro campana: uno lo escucha y no puede creer que un ave haga ese sonido; o el urutaú, que parece algo humano; algunas chicharras. Y así como en la imagen eliminamos cualquier aparición de fuegos o velas– porque es otro típico mojón para señalar que se trata de una película de época–, en el trabajo con el sonido evitamos el sonido de carruajes. Y los pregones son inventados, no hay mazamorra caliente. La idea era tratar de no reproducir aquello que se espera por la fuerza de la costumbre. Luego estuvo la decisión un poco escandalosa, juvenil incluso, de incluir ese sonido de caída permanente que parece tomado de una película de ciencia ficción. Finalmente, la música, que nunca había usado antes en mis películas. Los Indios Tabajaras tienen algo graciosito, aunque no sé si ellos querían ser graciosos. Es una música muy pretenciosa y, a pesar de que son brasileños, creo que eso es algo muy argentino, entre una cosa solemne y pasada de rosca. Además, son temas de la época en que se escribió la novela y me gustaba imaginar qué podía estar escuchando di Benedetto en ese momento. Muchas cosas las pensamos desde los años 50, incluso algunos detalles de la fotografía. Cuando llegamos a la mezcla de sonido, tomamos la decisión de que no fuera medida sino disruptiva, que los volúmenes se escapen un poco. Una mezcla no elegante. Creo que fue un acierto enorme, a pesar de que, en un primer momento, teníamos nuestras dudas”. En cuanto al trabajo de montaje, Martel detalla que el material en bruto ordenado cronológicamente duraba apenas tres horas y el primer corte unas dos, algunos minutos más que la versión final. “Cada uno tiene su teoría, pero no soy larguera. No me interesa hacer películas largas. Zama podría haber sido un pelotazo de tres o cuatro horas, pero para mí es como un baño de inmersión: si te quedás mucho rato en el agua se te empieza a arrugar la piel”.