Ahora que todo dura nada y que en un suspiro los jugadores de fútbol saltan de un club a otro antes de haber ablandado los botines, más en el ascenso donde los equipos se “cambian como de calzoncillo”, la historia de Ariel El Chino Caferatta, anda a contramano del asunto y merece ser contada. Primero fueron sus padres los que no lo dejaron ir a Lanús porque quedaba lejos y porque eran hinchas de Laferrere, luego fue una jueza y la quiebra del Verde que se decretó en 1998, fueron los que no lo dejaron salir de “su casa” y por último fue él propio Chino el que se dio cuenta que no valía la pena ponerse otra camiseta. Así, de golpe, un día le dijeron que tenía 603 partidos en la primera de Lafe y le avisaron que lo suyo era un récord. “Soy medio inconsciente con ese tema, las cosas se dieron así y la verdad es que me siento un privilegiado. Acá me quieren y me respetan, me pagan por hacer lo que mejor sé hacer, que es jugar a la pelota. Después de todo lo que pasé en el club disfruto de lo que me toca. Ojalá que pueda cerrar todo con el ascenso, ahí sí que me retiro”, cuenta el Cafferata que ya pasó la mitad de su vida como jugador de Laferrere y está muy cerca del registro de Ricardo Bochini: 638 partidos con la camiseta de Independiente.

El zaguero central hizo toda su carrera ahí, en la cancha de Rodney y Magñasco. Empezó en el baby a los 6 años, pasó al fútbol de infantiles, después por las inferiores y con edad de 5ta. división lo subieron a la primera. Vivía la mayor parte de la semana en el club, al que iba caminando para entrenarse, para jugar o simplemente para ver los partidos de la primera y la reserva. Fueron los tiempos de gloria del Verde, una época en la que el Chino recuerda que junto con su viejo y su hermano alentaban desde una tribuna de 20 escalones que a él le parecían edificios. Aquellos tres ascensos y hasta un partido a mediados de los 90 ante Lanús en un decagonal para subir a primera, lo marcaron a fuego, a él y a toda la ciudad. Pero cuando le tocó el turno de entrar en la cancha para disfrutar de ponerse la camiseta, se encontró con la resaca de aquella fiesta. Se habían ido casi todos y en el salón apenas quedaban las sobras. “Cuando debuté en la primera ya las cosas estaban mal, el equipo había descendido desde el Nacional B, los jugadores se querían ir, no se cobraba, y encima el club fue a la quiebra. Todo lo que había visto desde afuera y era tan lindo, de un momento al otro se convirtió en algo muy feo”, recuerda casi como enojado.

Y agrega: “Esos tiempos fueron muy duros, por ahí estábamos 5 meses sin cobrar un peso y para poder comer, algunos supermercados nos daban bolsas de comida como premio por cada triunfo. Eso sí que era jugar por la comida, si ganábamos pasábamos a buscar mercadería, si no nada. Fue todo un despelote, porque la quiebra duró mucho tiempo y había cosas muy raras, porque la cancha se llenaba, y la plata de la recaudación ni la veíamos. En esos tiempos tuve muchas chances para irme a otros clubes que me venían a buscar porque me decían que tenía futuro. Pero por la quiebra la jueza (Gladys Vitale) no me dejaba ir y el tiempo fue pasando... En el fútbol a veces, la suerte, es estar en el momento justo en el tiempo exacto. Bueno, no fue mi caso. Si hasta cuando ascendimos en el 2002 a la B, cobrábamos a los premios. Por suerte a mí me ayudaba mucho la familia, porque muchas veces quise largar todo y dedicarme a trabajar. No tenía un peso, pero no me dejaron y acá estoy”.

 

Después cuando el club salió de la quiebra (2005) y todo se normalizó, el que no quiso irse fue él. “Cuando llegó la buena época, que empezamos a cobrar todos los meses, que nos hicieron contratos dignos, que nos cumplían, me dije ‘ahora no me voy a ir, acá tengo todo, no me voy a hacer millonario, pero al menos puedo vivir tranquilo’. Trabajamos los dos con mi mujer, podemos estar tranquilos, ojalá podamos comprarnos la casita alguna vez, pero está complicado, es mucha plata la que hay que juntar, pero no me quejo”, dice explicando las razones de su decisión de no moverse del barrio ante las propuestas que le siguieron llegando.

“Sabes los jugadores que vi que ahora son remiseros o que andan pidiendo que les den una mano. El ascenso es muy duro, yo por suerte tengo un nombre, soy conocido y sé que voy a seguir ligado al club, porque voy a hacer el curso de entrenador para ayudar en las inferiores y seguir en el fútbol. Eso es lo que me deja haber jugado toda la vida acá, poder seguir estando y trabajando. Seguro que me hubiera gustado jugar en la primera división, en algún club grande, pero las cosas se dieron así y soy un agradecido. Acá en Laferrere quieren venir a jugar todos, tiene algo especial, muchos que jugaron con esta camiseta siguen viniendo a la cancha, es algo que no tiene explicación, por eso también digo que soy un privilegiado de poder estar en la historia del club, pero ojo, Bochini jugaba mejor...”, concluye acelerando el futuro que intentará evitar hasta donde le permita el cuerpo.

La historia de Cafferata no tiene los dólares de Ryan Giggs ni los 953 partidos oficiales en Manchester United, ni los títulos del Bocha, ni las repercusiones de Francesco Totti con sus 786 juegos en Roma o Carles Puyol con sus 593 partidos enfundado en la azulgrana de Barcelona. A decir verdad, no lo necesita; jugar 603 partidos profesionales con una misma camiseta, en medio de quiebras, frustraciones, meses sin cobrar, bolsones de comida como premio y con el “dejar todo” pegando en el palo tantas veces, le alcanza y le sobra para ser titular en este equipo del Enganche.