En los salones de lectura y alrededores hay todo menos silencio. Hay libros, carteleras, talleres, más libros, piezas de museo, alguna artesanía creada por un socio, otros libros, dibujos, una escultura que recuerda actividades pasadas, juguetes, charlas. Hay niños que en el entusiasmo arrastran a sus abuelos, socios jubilados que devoran novedades, jóvenes que descubrieron una dinámica completamente inimaginable para ellos y que los hizo ir quedando. La quietud no tiene nada que ver con este paisaje. En el universo de las bibliotecas populares argentinas, esa red de espacios comunitarios creada aun antes de que el Estado dictara la ley de educación pública (ver aparte) y pensada fuertemente para abrir y naturalizar el acceso a los libros de manera comunitaria, el movimiento no se detiene, porque en algún sentido es la única manera de mantenerse fieles a sí mismas. Son más de dos mil en todo el país (aunque en lo formal sólo 1300 estén reconocidas de manera oficial por la Comisión Nacional de Bibliotecas Públicas -ver aparte-) y todavía, cuentan los responsables de algunas de ellas, respiran al ritmo de sus socios, sus barrios y lo que la vida cotidiana depare para ellas, que en este momento tiene mucho de lucha por sus presupuestos históricamente acotados, pero también porque los aumentos de las tarifas de servicios las afectan con fuerza.
El puente y más allá
Cuentan los socios más antiguos que en la década del 80 en este lugar de Valentín Alsina la demanda era tan intensa que había paciencia y esperas largas. “Vi fotos: la gente hacía cola para sentarse en las sillas del salón y leer. Estaban todas las sillas ocupadas, había gente esperando, y otros que se paraban, y así, cuando se hacía un lugar, se podían sentar”, recuerda Gabriela Acosta, docente y formadora de docentes, pero en este caso presidenta de la Biblioteca Sarmiento, en cuyo salón esta tarde algunos adolescentes hacen la tarea fielmente escoltados por dos dinosaurios y miles de volúmenes. Ahora no hay colas, aunque sí quedan entre los socios algunos lectores compulsivos, “que para fin de año ya leyeron todas las novedades”. A la vieja sede de esta Biblioteca, cuentan los socios, concurría la madre de Roberto Sánchez, cuando él era un niño y estaba lejos de imaginarse como Sandro; las fichas, dicen, recuerdan qué libros sacaba ella para su hijo.
Aquí (o mejor dicho, en otro local a unas cuadras de aquí) todo comenzó en 1918, cuando la zona era profundamente obrera y la voluntad comunitaria de asociarse, generar cosas más allá de las estructuras estatales, alentar la vida en común entre vecinos, se impuso como necesidad. Mucho de eso sobrevive hoy, cuando la Sociedad de Fomento comparte espacios y, a veces, actividades, con la vida de la biblioteca, que presta libros, sí, pero también aprendió a diversificarse, porque la tecnología impacta en las costumbres de los socios. Por eso, cuenta Roby, integrante de la Comisión directiva, la Biblioteca procura sostener la animación con talleres. La lista es tan extensa como los gustos que rastrearon entre los socios: caricaturas, guitarra, fileteado, cine, lectura infantil, teatro, folklore, crochet, foto, animé y manda, artesanía en cueros, percusión, apoyo escolar de inglés, guion, y siguen las firmas. El propio Roby tiene a cargo el taller de astronomía. “Soy mecánico de motos y vengo del campo de la educación popular desde que tengo 14 años. Y entendí desde siempre que la astronomía era muy didáctica para los chicos y no necesitás nada, solo el cielo”, explica, a metros de lo que, junto con documentos históricos de Valentín Alsina y la vida comunitaria, es uno de los tesoros del a Biblioteca: un telescopio. Sobre el aparato, hay una cúpula que se abre para ver el cielo, porque allí está el observatorio. El telescopio data de principios del siglo XX y es “gemelo” del que hay en la Asociación amigos de la Astronomía, cuenta Roby con orgullo. “El presidente Alem mandó a hacer 10 telescopios como este. Este fue a parar a casa de una familia de la elite, en esa época estaba de moda la astronomía. Después terminó en el patio de la casa de un chatarrero, de donde lo rescató Osvaldo Calvo porque le pasaron el dato. Vio que estaba nuevo, que prácticamente no se había usado, tiene los mejores lentes del mundo. La Biblioteca invirtió hasta el último centavo y lo compró”.
En la planta baja, a metros de las mesas donde leen algunos adolescentes, está la cartelera. Hay dibujos infantiles, de chicos de primario que hicieron la visita para conocerla, pero también fotocopias de facturas de servicios. “Informamos la evolución de la facturación de AySA”, dice el cartel que acompaña las evidencias: en marzo de 2016, 1188,84 pesos; en junio, 3089, 66; en noviembre, 5321,80. Actualmente, a la Biblioteca la sostienen algo más de 300 socios activos, con cuotas de 40 pesos que deben cubrir gran parte de los gastos y son fundamentales para obtener apoyos del Estado (nacional, provincial, municipal), porque aquí, como en el resto de las Bibliotecas Populares, lo que rige es la lógica asociativa: el espacio es creado y sostenido por la comunidad, y el Estado apoya eso en tanto y cuanto la propia comunidad demuestre la fortaleza.
Acosta, la presidenta, dice que pasar de socia activa a presidenta de la Biblioteca es un aprendizaje que nunca termina. “A veces la pasión por los libros tiene que sostener todo eso que necesitás para gestionar”, reflexiona luego de mentar trámites fiscales, operaciones bancarias, entender que la Biblioteca también es empleador. “La gestión de todo eso genera desgaste. Armar proyectos a todos nos encanta, pero además tenés que pagar la luz, organizar estas pequeñas cuestiones”.
Tierra de masones
Es un edificio de corazón circular en pleno centro de San Fernando. A la gran sala dan anaqueles que se dispersan como rayos. En un rato, Hugo, médico pero en ese instante en funciones como vicepresidente de la Biblioteca Popular Juan N. Madero, recordará que al edificio lo proyectaron con inspiración masónica. Ahora, mientras al balconcito del primer piso sube la música de un piano en plena clase, Gabriela Woods, artista, presidenta de la Biblioteca, cuenta que los señores que leen en la sala, los libros que llaman desde una mesa en la puerta misma del lugar, casi a la intemperie, el horno de barro del patio y las entradas abiertas de cada salita es resultado de un proceso. “Hasta hace dos años y medio, la política acá era tener un lugar cerrado, no era fácil asociarse, no se permitía hablar, los investigadores tenían muy difícil el acceso a materiales”, explica mientras pasa al lado de colecciones de periódicos locales, un hueso de ballena, un fósil de caparazón, más de cien mil libros, dibujos de niños.
Aquí también los talleres y la política de abrir el lugar a quien necesitara un refugio en un sentido amplio: un libro, una mesa donde leer, un espacio en el que los empleados de los comercios de alrededor puedan pasar la hora del almuerzo, un paseo para niños de una escuela de la isla. Vienen, también, personas que para cumplir probation deben dar horas de trabajo a asociaciones civiles: aquí aprenden a restaurar diarios. Lo que se rompe, lo arreglan los socios. Literalmente: una señora está restaurando, una en una, las aberturas; otro se encarga de las canillas, otro pinta en ratos libres. Mantener el lugar, “que lo necesitamos porque así se construyen otros lazos, con la cultura y el arte”, cuesta, dice Gabriela. “Y este año todavía no recibimos el subsidio de Nación, el de provincia nos lo dieron salteado y el municipio nos debe 19 mil pesos. A nosotros nos subieron las tarifas de luz de una manera impresionante, de agua, de gas”, enumera.
Y sin embargo, a pesar de lo difícil que resulta, dice segundos después, “es raro lo que pasa acá”. “Me parece que es la forma de transformar algo a partir del compromiso y de tener contacto con el otro y de tratar de generar cosas todo el tiempo, bienes simbólicos. Todo el tiempo estar haciendo eso. Te encontrás en un lugar que en un momento todos estamos juntos.”