Todavía son un imán, dice el historiador Javier Planas. “Creo que hay varios motivos detrás de la permanencia de las bibliotecas. Por un lado, la tradición: la tradición de las bibliotecas como símbolo sigue traccionando sueños o ilusiones, sigue generando expectativas respecto del progreso cultural o simbólico. Pero también hay un plano que tiene que ver con la socialización: la gente sigue necesitando juntarse y verse las caras, y discutir proyectos de buena vida, que canalizará a través de la literatura y la institución. Participar de la vida de la biblioteca es tener algo para hacer más allá de la rutina cotidiana”, señala Planas, autor del minucioso Libros, lectores y sociabilidades de lectura (editorial Ampersand), que rastrea vida y obra de esos espacios clave para construir una sociedad civil.
–¿Por qué las bibliotecas populares tuvieron esa importancia?
–Son como el corazón del sistema bibliotecario argentino. La Argentina no tiene hoy ni nunca tuvo un sistema de bibliotecas públicas, entendiendo por eso una biblioteca pública o al menos financiada íntegramente por el Estado. Que el material lo compre el Estado, que haya un funcionario a cargo de esa institución con más o menos bibliotecarios. Eso no existe en muchas partes del país. Si bien en general están subsidiadas por la municipalidad, por el Estado provincial o por Conabip, el gobierno de cada biblioteca popular corresponde a una asociación civil.
–¿Por qué no hubo bibliotecas públicas antes que bibliotecas populares?
–Las bibliotecas populares empiezan a funcionar en 1870, y en ese momento la burocracia del Estado nacional recién se está formando, las instituciones del Estado nacional, el sistema educativo incluido, se está formando. La ley de educación pública, la 1420, es de 1884, con lo cual tampoco existía un sistema nacional de educación. La infraestructura para escuelas todavía era muy pobre, de manera que si no había dinero para escuelas, mucho menos para bibliotecas. Lo que se hace, sobre todo a instancias de Sarmiento y las ideas que Sarmiento trae de Estados Unidos, es este sistema mixto: el Estado va a apoyar con una subvención a las asociaciones civiles dispuestas a fundar bibliotecas.
–En el libro explica que, aunque la fundación del sistema de bibliotecas populares es temprana en el tiempo, sufre una serie de contramarchas.
–La ley de 1870 entró rápido en vigencia, pero el programa no empezó hasta 1871 y en 1874 tuvo sus primeras crisis, porque empezaron a hacerse sentir los efectos de la primera crisis económico-financiera mundial y el Estado, como hizo en muchos otros momentos de su historia, tomó la decisión de ajustar subsidios, empleos, salarios, obras, para pagar la deuda externa. Finalmente, esa ley se derogó en 1876 y se restituyó recién en 1908. En esos 40 años, el Estado subvencionó esporádicamente el sistema. La hipótesis con que se lee el período que se reinicia en 1908 es que la ley restituida funciona como reacción conservadora ante la proliferación de otras redes de lectores provenientes del anarquismo y el socialismo.
–Como para conjurar un mal mayor.
–Y después los anarquistas huyen de esa legislación, quedan al margen. En cambio, los socialistas, que eran más de la idea de una reforma progresiva, van a adherir a esas legislaciones a veces a regañadientes, pero se van a incorporar muchas de esas bibliotecas, sobre todo a partir de 1920 porque necesitan fondos del Estado para comprar libros, que eran los subsidios que se daban. A cambio, aceptaban las inspecciones, que tampoco fueron, excepto en períodos dictatoriales, tan estrictas. En el largo plazo, ese sistema provocó que nunca se instituyera el sistema de biblioteca pública, pero a la vez alimentó la proliferación de bibliotecas con matices muy diferentes, porque tienen anclaje territorial.
–¿En su investigación dio con historias que le hayan llamado especialmente la atención?
–Todas son interesantes y se asemejan en la dinámica, pero hay algunas particulares. Hay una que funcionó en el mismo lugar donde fue interceptado y muerto el Chacho Peñaloza, en La Rioja. Hay un intercambio de correspondencia que la propia Comisión de Bibliotecas Populares publica en 1873, 1874. Tiene el fuerte peso simbólico de contraponer ese proyecto de civilización contra los otros proyectos federales. Otra historia es la de la biblioteca popular de Chivilcoy, en la que confluyen una francesa que llegó exiliada de Paraguay después de la guerra de la Triple Alianza porque su esposo fue asesinado, una familia de Irlanda que pasó por Canadá y recaló en Argentina, y los propios nativos. La ciudad de Chivilcoy, además, es una a la que Sarmiento apostaba como un proyecto distinto: en lugar de grandes extensiones de campo en pocas manos, era un proyecto de farmers, de pequeñas extensiones de tierra para que tuvieran acceso todos los habitantes. La biblioteca venía a instalarse en ese espacio público dentro de un proyecto más ambicioso.