Hay muertos descomunales que no se convierten en el prójimo ideal, ese cuya muerte marca el fin de toda amenaza sobre el otro. Es que incluso muertos, estos muertos siguen siendo, como en vida, objetos de disputa. Para los mañosos cubanos republicanos exiliados en Miami, es obvio que el cadáver de Fidel Castro se lleva a ultratumba un botín que consideran suyo por derecho de cuna. Los llamados gusanos, los exdueños de la perla del Caribe, o sus hijos, claman por la fantasmal alhaja incestuosa que era la isla entera y les fue arrebatada.
Pero por otro lado (un lado justo) existen, ay, quienes sienten el deber ético y político de no olvidar los campos de trabajo forzados, y muchas veces de suicidio, donde entre los años sesenta y setenta los funcionarios de Cuba, cercada por Estados Unidos, recluían a maricas denunciadas por “antisociales”. A la debida gloria de Fidel la acompañará siempre, como una sombra nocturna, el obsceno nombre de las UMAPs (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) eufemismo orwelliano para designar a los campos de reclusión. Sobre el cadáver de Fidel crece la discusión furiosa entre amigos de izquierda, como leímos en estos días en las redes sociales. Unos fieles indignados porque otros, supuestamente infieles, “le hacen el caldo gordo” a los gusanos de Miami, a Donald Trump, a Marine Le Pen o a Macri, al sacudir el féretro con estos y otros peros.
¿Cómo conciliar, cuando pasaron ya varias décadas, la belleza de una revolución emancipatoria de los siempre sumergidos y olvidados, con el olvido de una parte de esos sumergidos y olvidados? ¿Cómo dejar de inquietarse con ese cierto goce militarista, cuando sabemos que es justo en esas circunstancias donde emerge menos El Hombre Nuevo que el Macho Nuevo? Con justicia se habló a menudo de la necesidad de una revolución dentro de la revolución (por si alguien no leyó a la loca roja chilena Pedro Lemebel y su Manifiesto) que pareciera estar dándose hoy en la isla, sobre todo gracias al trabajo libertario de Mariela Castro Espín, la sobrina de Fidel, la hija de Raúl Castro. Puede que su denuncia contra el machismo y la homofobia cubanas irriten por tratarse ella justamente de la hija del actual presidente, con la facilidad que le dan, por tanto, los lazos de sangre y la ubicación privilegiada dentro del funcionariado. Pero lo cierto es que los avances jurídicos y contra la violencia institucional hacia el colectivo lgtbi cubano son tan notables que quizá pueda corregir a distancia esa percepción viscosa que tuve en mi pasaje por la isla en 2005.
Fidel Castro reservaba los días jueves a hablar por televisión durante muchas horas que, no obstante, no me provocaban aburrimiento. Es que Fidel era como un personaje del Renacimiento o como los ilustrados del siglo XIX, al estilo del paraguayo Rodríguez de Francia, un cultor de todas las artes, las ciencias, la historia y la economía políticas. Alguien así no aburre, y además ya se sabe que era un excelente orador (en esta época de ignorancias funcionales no tiene reemplazo). Me sentaba junto al dueño de la casa en que vivía, un hombre mayor que defendía la revolución contra “los vivillos”, esos que la quieren fácil; supongo que se refería a los que pedían en la calle, a los jineteros, en fin, a todos aquellos que no cuadraban en el Hombre Nuevo sino en El Lumpen de Siempre. Pero el hijo del dueño había emigrado a Estados Unidos buscando una vida más cómoda y supuestos aires de libertad. Ese joven pertenecía a una generación, gran parte de la cual estaba enojada con el gobierno, y con la que varias veces coincidí en casas privadas. Eran en general más bohemios que lo tolerado, artistas que habían pasado noches enteras en un calabozo por ser confundidos con jineteros (taxi boys) solo por compartir una mesa con otras maricas extranjeras. No puedo dejar de dar testimonio de ese agobio policial que, por otra parte, sufrí en una playa vacía donde intercambié fluidos eróticos con un pescador, el pobre llevado preso de inmediato cuando nos descubrió el vigilante aparecido de la nada.
¿Olvido y perdón, por tratarse de una revolución para los oprimidos, que encendió los sueños de justicia social de la humanidad? Creo que deberán ser las maricas muertas quienes rediman al poder que los vulneró. No debemos ser los vivos quienes asumamos, en nombre de ellos, el perdón ni mucho menos el olvido. Seamos hospitalarios con el Mea Culpa de Fidel por la homofobia de la revolución (en el que creo), pero sin dejar de hacer una crítica inteligente sobre la perversa naturaleza del poder, incluso aquel que afeó mediante las UMAPs la revolución. Un salto en el río de la historia que, con todo, sigue siendo inmenso.