El hombre común, el de la calle, envidioso de las aves y de los vientos, optó por los sueños para elevarse del suelo.
Como golondrinas migrantes o ráfagas de pampero, las fantasías siempre sobrevuelan su cabeza. Imposible imaginarse un deseo arrastrándose entre las piedras, generalmente, su caprichosa forma esférica, flota sin alas sobre la sensibilidad del caminante con un sólo objetivo, mantenerlo erecto. Dicen que en la infancia las experiencias oníricas son tan fáciles de interpretar como los propios pensamientos infantiles, concretos, materialistas, tangibles. Los globos nunca fueron adornos de cumpleaños para nosotros. Ansiosos, esperábamos el momento de hacer jueguitos con ellos, de mantenerlos en el aire usando nuestras piernas y cabezas para evitar verlos tocar el piso. Los tratábamos con sumo cuidado, como utopías manejables en plena vigilia. Como pompas de jabón, solían reventarse imprevistamente al igual que muchas de nuestras ilusiones. Después, la pelota, un sueño que se podía cabecear. Alguna vez le pregunté a Juan Gaetán, entrenador de las divisiones inferiores de Adiur, qué ejercicio le resultaba más difícil enseñarle a un chico. "Hacerle bajar el balón, ponerlo contra el piso, jugar por abajo en función de equipo, ganándole terreno al rival." Nunca olvidaré su respuesta, envidiable metáfora de la conversión de lo idealizado a la conveniencia de la realidad. Las discusiones con mujeres que dicen saber de fútbol siempre rondan sobre lo mismo. La diferencia no pasa por haber sido mejor o peor jugador, tampoco por haber recibido pelotazos en los testículos en pleno invierno ni siquiera por ser una enciclopedia ambulante sobre inútiles estadísticas de torneos oficiales. La diferencia no pasa por haber jugado, sino por haberlo soñado al fútbol. La cancha llena, un arco que se agiganta, un arquero en el piso, la redonda besando una red que se infla como el corazón del soñador. El festejo, siempre el mismo, buscar entre miles el rostro de la mujer deseada y canjearle el gol por su mejor sonrisa. En la década del cuarenta, Reinaldo Yiso logró resumir este pensamiento en una letra de tango. "Faltando un minuto iban cero a cero/ tomó la pelota, sereno en su acción/ gambeteando a todos, enfrentó al arquero/ y con fuerte tiro, quebró el marcador." Los dioses suelen cobrar muy caro a todo mortal que se atreva no sólo a superar dicho sueño colectivo sino a materializarlo contra un enemigo histórico, eliminándolo en un torneo mundial y a la vista de millones de televidentes. Un tal Diego Armando nunca podrá recuperar su privacidad, todos sus actos serán públicamente juzgados por aquellos que lo odian o lo idolatran hasta el último día de su vida, condena divina por haber sido responsable de semejante sacrilegio. Los hombres comunes, los que caminamos rutinariamente las calles detrás de una moneda, desconocedores totales de la historia de una institución, de sus colores, de los nombres y rostros de unos jóvenes que se subieron al avión equivocado, pero fervorosos practicantes del mismo sueño, por estos días, deambulamos con el alma pinchada, tiranizados por una tristeza inexplicable que nos conduce a monólogos de silencio. Ignoro si existe una muerte mejor que otra. Lo que pienso es que nadie elegiría morirse en la mitad de un sueño.