El edificio, de unos siete pisos, vibró primero, se saltaron unos cables después, con la fuerza de un latigazo. Acto seguido, se desmoronó sobre sí mismo, sin dar tiempo, sin anunciar nada, cada piso tragándose al de arriba, aplastados techo contra piso y piso contra techo, con todo lo que hubiere dentro, en medio de un estrépito y una nube de polvo que ocultaba todo, menos los gritos de- sesperados. Acababa de abrirse y cerrarse la tierra. No se sabe si entre los escombros habría gente adentro, es presumible que sí. Esa misma imagen se repitió una y otra vez en la Ciudad de México, en Puebla y en Morelos, estado donde, cerca del poblado de Axochiapan, se localizó el epicentro del terremoto, de 7,1 en la escala de Richter, a 57 kilómetros de profundidad, a las 13.14, hora local (15.15 de Argentina). Ayer, cuando habían pasado tres horas del impacto más duro, la información oficial hablaba de más de 105 muertes (con cifras provisorias y toneladas de escombros por remover) entre el DF, Puebla, Morelos y Estado de México. Y una imprecisión completa en el número de personas que quedaron en la calle. Dos horas más tarde, la cifra llegó a 119. Por estas horas, las autoridades dan cuenta de más de 200 muertos, cientos de heridos y decenas de desaparecidos, y continúan las tareas de rescate bajo los escombros.
“Mi familia vive en ese edificio”, gritaba la mujer, mientras algunas personas la rodeaban e intentaban consolarla o contenerla para que no se lanzara hacia los escombros. Otra repetía a gritos sin esperar que la escucharan, “¡de repente, se abrió la tierra!”. La otra mujer gritaba desesperada porque los nombres de sus familiares no estaban en la lista de los rescatados. Intentaban explicarle que estaban tratando de encontrar más personas vivas debajo de las lozas de hormigón entrelazadas. Sobre los restos de lo que fue la estructura del edificio, veinte, quizás treinta hombres golpeaban con picos unos, levantaban cascotes y pedazos de hormigón otros, en una desventajosa carrera contra el tiempo.
“No sabemos cuántas más están entre los escombros. También hay una escuela caída”, dijo una policía en la avenida Nuevo León. Se refería a una escuela del barrio de Villa Coapa, al sur del DF, la escuela Enrique Rebsamen, que tenía jardín de infantes, primaria y secundaria, distribuidos en dos edificios. Uno colapsó. Los rescatistas habían logrado rescatar a una buena cantidad y seguían esforzados. Tres niños habían fallecido. “No se puede meter maquinaria”, dijo el ministro del Interior, Miguel Angel Osorio Chong. El rescate debe hacerse con picos y a mano por si hay sobrevivientes.
Los rescatados fueron llevados a un hospital, mientras se seguía en la búsqueda. Debajo, a nivel de la calle, una multitud se había organizado en columnas que iban pasando, mano en mano, los bloques de cemento para despejar el lugar. Cada vez que se detectaba a alguien entre las piedras y lograban rescatarlo con vida, los de arriba levantaban las manos, una señal hacia abajo, para contar que lo habían logrado, que habían ganado esa mínima carrera, y la multitud de abajo levantaba las manos. La imagen, a la vista, la intensidad que despegaban esas manos en alto daban cuenta de la emoción puesta en esas búsquedas de familiares y de desconocidos. Ver el festejo de las manos en alto, arrancaba ganas de llorar. En otros momentos, la tristeza del rescate de un cuerpo, aplastaba el alma.
En la colonia Condesa, en la calle Amsterdam, un edificio de unos ocho departamentos se derrumbó por completo. “Hay personas atrapadas, todavía no han sacado a nadie y esperamos que no haya fallecidos”, dijo un funcionario de Protección Civil. “Apaguen sus celulares, hay una fuga de gas”, gritaba un joven que, con un casco de bicicleta y una pañoleta que cubría su nariz y boca, ayudaba a organizar a los voluntarios. Muchos lo imitaban y otros pedían botellas de agua y alimentos para los rescatistas. Cada tanto se veía pasar alguien cargando un bidón de agua.
Con mirada angustiada y una mano en el pecho, Norma Medina hablaba con sus vecinos fuera del edificio de departamentos del cual es conserje en la colonia Nochebuena. El miedo le había marcado el rostro. “Todo se movió: las paredes, los muebles, las ventanas. Recordé el terremoto del ‘85 y justo hoy fue el simulacro”, dijo la mujer. Todos allí recordaban aquellos días de horror (ver página 5). Ayer se cumplían exactamente 32 años. Desde aquella fecha ese día se realiza un simulacro anual, un poco en homenaje, y otro poco para establecer prácticas y protocolos. Dos horas después, México empezó a temblar. Nadie se acordó del homenaje.
El sismo, de magnitud 7,1, se originó al sureste de Axochiapan, estado de Morelos, a 160 kilómetros al sureste de la Ciudad de México y sólo 12 días después de otro terremoto de 8,2 (el más fuerte desde 1932) que sacudió el sur del país y que dejó 98 muertos y miles de viviendas destruidas.
A las 13:14 empezó el temblor, primero de forma suave, a lo que ya están acostumbrados los mexicanos, para luego convertirse en una sacudida tan fuerte que llevó a las personas a escapar de sus casas y reunirse en las calles. Niños que lloraban, perros que ladraban, expresiones de pánico entre los adultos, ocupaban las calles, mientras el presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, que regresaba al DF –se dirigía al estado sureño de Oaxaca– cuando ocurrió el sismo, pedía que no colapsaran las calles para permitir el traslado de heridos.
“Estábamos terminando de hacer el pan para vender y empezó a temblar. Se rompieron los vidrios de las ventanas y los focos. Logramos apagar las estufas antes de que algo peor ocurriera”, contó Pablo Sandoval, trabajador de una panadería en la colonia Nochebuena. Fuera del local se veían los vidrios astillados en el suelo.
Horas después del sismo, una estimación del director general de Protección Civil, de Gobernación, Luis Felipe Puente, informó que al menos 139 personas murieron. En Ciudad de México (DF) fallecieron al menos 36; 29 en Puebla, 64 en Morelos, 9 en Estado de México, y 1 en Guerrero. La perspectiva no era alentadora. Sólo en el DF las autoridades habían contado casi medio centenar de edificios derrumbados por completo. Las listas de desaparecidos seguía en aumento.
Las escenas se replicaban semejantes en diferentes colonias del DF. Sirenas de bomberos y ambulancias se escuchaban retumbando en las calles, los vehículos atestando el asfalto, sus conductores intentando regresar a sus hogares. En las calles, muchos intentando conectarse desde sus celulares con familiares y amigos.
Mientras, desde el mundo llegaban mensajes de aliento y envíos de asistencia. En la búsqueda de alternativas para acompañar y auxiliar, Facebook y Google activaron sus programas localizadores de personas. El consulado argentino hizo lo propio: informó que hasta el momento no tenía información sobre víctimas argentinas. Después debió que ser evacuado para evitar riesgos.