“Están a salvo, están en América” les dice Natasha Richardson, Ruth en la pantalla (Haven, 2001, con Anne Bancroft y Martin Landau como mamá y papá Gruber), a los refugiados judíos que ella escoltó desde Europa. Una oración melodramática cruje en el corazón del drama histórico. La verdadera Ruth, una judía de Brooklyn, hija de inmigrantes judíos del este de Europa, documentó con cámara fotográfica propia y máquina de escribir la Alemania nazi, los gulags de Stalin y el derrotero incierto de los refugiados con Inglaterra y Palestina como piedra y destino. La fotoperiodista de las masacres del siglo XX que con el aval —misión es la palabra que describe la relación y el viaje - de Franklin D. Roosevelt llevó en odisea transatlántica a mil refugiados de casi veinte países durante la Segunda Guerra a suelo de sueño americano (la misma escena que después la ficción suspira para hacer suspirar) fue durante siete décadas corresponsal (The New York Herald Tribune, The New York Post y un breve cielo en The New York Times) en el Oriente Medio y Europa. Tres años después de aquella primera travesía de cuna nueva estaba trabajando en Jerusalén cuando supo que un buque inglés había interceptado a otro buque de vapor con cuatro mil quinientos quince refugiados (éxodo 1947), una vez más los ojos de Ruth fueron las imágenes de la aterradora situación de los refugiados que guarda la historia, exponen los museos y alimentan guiones (esta vez, una novela de León Uris y un protagónico para Paul Newman). La periodista con un doctorado en literatura alemana en la Universidad de Colonia a los veinte años, vio en las vísperas de la ascensión de Hitler su vocación de denuncia y el horario de su agenda eterna, “tengo que estar ahí, si quiero contarlo (…) experimentar esa sensación de entusiasmo que va con la exploración (…) siempre que veía que los judíos corrían peligro, cubrí esa historia” y cuando lo dice cubre la silueta, el molde hecho a medida -casi no deja espacio libre- de la heroína norteamericana ideal.

Entre la larga lista de sus libros testimoniales donde la mirada de espectadora no es nunca desde una silla en perspectiva, aparece un trabajo de los primeros tiempos, cuando la guerra respiraba lejos, dedicado a Virginia Woolf, Virginia Woolf: The Will To Create As A Woman, 1935. Woolf ya había escrito La señora Dalloway y Al faro cuando una Ruth estudiosa (literatura alemana, inglesa e historia del arte) le dedicaba sus horas de investigación y tesis a la autora de Orlando. El trabajo académico de Ruth -una de las primeras lecturas feministas sobre la dama de Bloomsbury-  se convirtió en libro años después y se publicó con un breve correo que las dos mantuvieron entre 1935 y 1936.

El mantra insignia de la mujer arrullada entre el murmullo de  lenguas de los que habían dejado patria atrás, esa necesidad de estar presente en el lugar indicado –y a la hora señalada también– para poder contar los hechos, se extendía ahora en esta juvenil anticipación ilustrada con un testimonio precoz y personal,  “le temía a su cara en el espejo”, sobre la obra de Virginia Woolf que le alcanzó a Ruth para ganarse algunos renglones en la vida y obra de las citas.

Murió hace unos días en su casa de Manhattan, en septiembre había cumplido 105 años.