Desde Nueva York
A más de veinte días de las elecciones presidenciales se sigue debatiendo sobre los resultados en tres estados clave, que el ganador, Donald Trump, le arrebató por una diferencia exigua a la favorita Hillary Clinton. El presidente electo, que obtuvo una ventaja considerable en el Colegio Electoral, fue derrotado, sin embargo, en la sumatoria del voto popular y el último fin de semana manifestó que hubo fraude para perjudicarlo en algunos distritos. “Millones votaron ilegalmente”, dijo, a través de su cuenta de Twitter. En tanto, aunque la Casa Blanca sigue aseverando que no existieron irregularidades, la candidata demócrata mandó a sus abogados a supervisar los eventuales recuentos que se lleven a cabo en Michigan, Wisconsin y Pennsylvania a pedido de Jill Stein, nominada por el Partido Verde, que obtuvo menos de un uno por ciento de los votos pero lanzó una cruzada para que se lleven a cabo los controles. Las posibilidades de que se descubra un fraude organizado o un error de conteo de tal magnitud que cambie el desenlace de los comicios son prácticamente inexistentes, pero lo que está en debate en estos días tiene más que ver con el futuro que con lo que sucedió el 8 de noviembre.
El martes, Clinton hizo su primera maniobra oficial para participar de los recuentos que puedan tener lugar. En el marco del pedido que está llevando adelante Stein en Wisconsin para que se haga un control manual de los resultados, un abogado que representa a la ex secretaria de Estado se presentó ante las autoridades de ese distrito para manifestar que la candidata demócrata “respetuosamente apoya esa solicitud”. Por ahora, las autoridades de Wisconsin aceptaron realizar un nuevo conteo de los votos, pero volverían a hacerlo a través de las máquinas que se utilizaron el 8 de noviembre, ya que argumentan que hacerlo a mano tomaría mucho tiempo y los resultados no estarían listos para el 13 de diciembre, una semana antes de que se reúna el Colegio Electoral y fecha tope para que cada estado envíe sus números oficiales.
La situación es aún más compleja en los otros dos distritos donde se cuestiona la victoria de Trump. El miércoles, en la fecha límite para presentar un recurso legal ante las autoridades de Michigan, Stein hizo su movida. Resta ver si el recurso será aceptado o no. En Pennsylvania el sistema es diferente, ya que, a menos que existan pruebas concretas de fraude, que hasta el momento no aparecieron, el conteo debe solicitarse de forma local, precinto por precinto. Stein ya tomó acciones en más 100, pero son alrededor de 9000 en todo el estado. Aun si se llevaran adelante recuentos manuales en todos los lugares donde se solicitaron, es difícil que éstos modifiquen el resultado de la elección. La diferencia a favor de Trump, si bien es exigua, supera los diez mil votos en Wisconsin, los veinte mil en Michigan y los setenta mil en Pennsylvania. En el único antecedente de un caso así, en 2004, cuando el Partido Verde obtuvo un recuento en Ohio, se registró apenas una diferencia de 275 votos entre el primer escrutinio y el segundo, que concluyó recién el 28 de diciembre.
Mientras tanto, el presidente electo sorprendió el fin de semana pasado denunciando fraude en las elecciones que lo consagraron. “Además de haber ganado el Colegio Electoral por goleada, gané el voto popular si se deducen los millones que votaron de forma ilegal”, escribió Trump el domingo en su cuenta de Twitter. Más tarde agregó: “Serio fraude al voto en Virginia, New Hampshire y California. Entonces, ¿por qué la prensa no lo reporta? Mucha parcialidad. Gran problema”. Hasta el día de hoy, no presentó ninguna prueba de esas acusaciones. Entonces, ¿por qué el candidato ganador pone en duda los resultados de unas elecciones que le resultaron favorables, generando críticas incluso dentro de su propio partido? ¿Qué buscan Stein y Clinton gastando millones en abogados para hacer recuentos que no van a modificar las consecuencias de estos comicios? La respuesta, en los tres casos, no está en lo que sucedió sino en lo que sucederá en los próximos años.
Para Trump, además de un reflejo condicionado de su propio ego, que no soporta haber perdido el voto popular a pesar de haberse quedado con la presidencia, estas acusaciones de fraude pueden sembrar el terreno para imponer en el futuro mayores restricciones al voto. Los obstáculos para que voten las minorías en algunos estados del sur, a través de trabas formales, son comunes en la historia de los Estados Unidos. Hasta 2013, una ley federal obligaba a los distritos con historial de segregación a remitir al Congreso cualquier norma que modificara las condiciones de voto, como forma de evitar que ciertas exigencias (como la presentación de algunos documentos para verificar la identidad, de pruebas de capacidad de lectoescritura o cerrar centros de sufragio en zonas rurales o aisladas) pudieran funcionar como limitaciones al derecho electoral.
La designación como fiscal general del ultraconservador Jeff Sessions hace temer a los activistas por los derechos civiles que ese tipo de maniobras se agraven en el futuro, amparadas por Washington. Vale destacar que el Partido Republicano perdió el voto popular en seis de las últimas siete elecciones presidenciales, por lo que no es extraño que los sectores más reaccionarios apoyen medidas de ese calibre para restringir en el futuro el acceso al sufragio de las minorías que eligen mayoritariamente a los demócratas, para revertir el efecto de los cambios demográficos y mejorar sus perspectivas electorales en los sucesivos turnos de comicios presidenciales.
Para Stein y el Partido Verde, se trata simplemente de una oportunidad de ocupar espacio en los medios, recaudar dinero e insistir con las fallas del sistema bipartidista, que es uno de sus caballitos de batalla en todas las elecciones. Gracias a los pedidos de recuentos, desde hace tres semanas que los medios locales le dedican espacio en sus páginas principales y la candidata mantiene (o incluso supera) la visibilidad que tuvo durante la campaña. Este modus operandi ya fue utilizado por los verdes otras veces, como en el caso de la elección en Ohio mencionada más arriba, cuando no les importó que la diferencia entre ambos candidatos fuera de casi 130 mil votos, que la elección estuviera definida con cierta holgura a favor del por entonces presidente George W. Bush y que el recuento se estirara incluso más allá de la fecha en la que el Colegio Electoral oficializó la reelección del republicano.
Por último, en el caso de los demócratas y de Clinton, aunque siguen de reojo el trámite de los eventuales recuentos, no lo hacen con la esperanza de revertir los resultados sino esperando ampliar la diferencia en el total nacional, que hoy los favorece por casi dos millones de sufragios. Aunque solamente cuatro veces en la historia divergió el resultado del voto popular con el del Colegio electoral, dos fueron en los últimos dieciséis años y nunca el margen fue tan amplio como esta vez. En muchos sectores del partido (aunque no todos) ven con buenos ojos plantear una reforma del sistema electoral que termine con las elecciones indirectas; y a pesar de que saben que eso no va a suceder durante los próximos cuatro años, con Trump en la Casa Blanca y los republicanos dominando el Congreso, creen que cuanto más grande y evidente sea el contraste entre el voto popular y el desenlace político de las elecciones, más grande será también la presión de la opinión pública para encarar esos cambios.