Desde París
El presidente francés escribió ayer un capítulo inédito en la historia de Francia y de las democracias europeas. François Hollande, en el curso de una solemne intervención televisada, anunció que no sería candidato a su reelección. El hombre que hizo pasar al Partido Socialista a un social-liberalismo no asumido se encontraba en una situación política degradada, con una izquierda pulverizada, hundido en lo más profundo de la impopularidad y presionado por todas partes para que no se empeñara en volver a presentarse. Hollande sorprendió al país y a los analistas que apostaron todo en la ficha de su reelección al tiempo que rompió la tradición y se convirtió en el primer presidente de la V República que no concurre para su elección: todos sus predecesores lo hicieron: Nicolas Sarkozy, Jacques Chirac, François Mitterrand, Valéry Giscard d’Estaingy Charles de Gaulle. Sólo Giscard d’Estaing y Nicolas Sarkozy fracasaron en su intento. Ahora, Hollande, ni siquiera lo intentó. Su anuncio coincide con el día en que se abrió el proceso de presentación de las candidaturas para participar en las convulsionadas primarias que la izquierda organiza en enero de 2017, cuatro meses antes de la elección presidencial propiamente dicha.
Con un sentencioso “no perdí la lucidez y decidí no ser candidato a la elección presidencial” el jefe del Estado puso fin a un suspenso lleno de tensiones, escaramuzas de mal gusto y crisis en la cumbre del Estado. No menos de tres de sus ex ministros de peso se presentaban contra él y, colmo del paroxismo, el mismo primer ministro, Manuel Valls, dijo el pasado fin de semana que no descartaba participar en las primarias donde podría enfrentar al mismo presidente en ejercicio. Luego de conocerse la medida presidencial, el jefe del Ejecutivo saludó “la decisión de un hombre de Estado”.
Con este paso dado por Hollande se cierra, a la izquierda y a la derecha, la fase que se inició en 2011 cuando, de la nada, François Hollande se izó como candidato del PS hasta derrotar en 2012 al presidente saliente, Nicolas Sarkozy. Los dos actores políticos de estos años quedaron así afuera: Sarkozy fue aplastado en las primarias de la derecha por su ex Primer Ministro, François Fillon, y Hollande terminó sólo y acorralado por su impopularidad, el fiasco de su mandato en lo que atañe la lucha contra el desempleo, sus perfil liberal, las voces discordantes del PS y la catarata de ambiciosos que pugnaban por la candidatura. Nada retrata mejor la configuración del campo progresista como una de las últimas primeras planas del matutino Libération:”La Izquierda Titanic”. El PS y sus aliados eran un barco que iba derecho contra el muro de hielo. El gesto de Hollande es interpretado con dos ingredientes: uno, su renuncia es, a su manera, la confesión pública del fracaso de su mandato: dos, al salirse de la arena, Hollande permite que el juego sea menos turbio y que del maso de cartas salga un candidato más coherente capaz de, al menos, lograr que un candidato progresista pase a la segunda vuelta de la elección presidencial. Las encuestas de opinión vaticinaban que, con Hollande como candidato, la elección presidencial se jugaría entre el representante de la derecha y la líder de la ultraderecha, Marine Le Pen.
La alocución de Hollande fue sobria y temblorosa. En ella asumió los “errores” y defendió su acción económica y social. El presidente fue, como Sarkozy, incapaz de borrar las equivocaciones de su mandato y mantener viva una dinámica de combate. Hollande deja a una izquierda destruida y un abismo de desencantos. Su apartamiento abre en adelante otra incógnita: ¿quién tiene la estatura y el crédito suficiente como para resucitar a la descorazonada socialdemocracia ?. Todas las miradas convergen en Manuel Valls, el hombre que había profetizado que si la izquierda no se transformaba podría “desaparecer”. Hollande y Valls fueron de hecho los sepultureros de esa izquierda. No hay sin embargo una figura con poder de cohesionar a la izquierda. La sintonía es crepuscular. Los electores socialistas pueden inclinarse por la candidatura del ex ministro de Economía, Emmanuel Macron, un social liberal declarado elegido por Hollande hasta que lo traicionó, votar por la extrema derecha e, incluso, por la derecha católica y ultraliberal representada por François Fillon. Si el jefe del Ejecutivo confirma en las próximas horas su candidatura, el duelo final de las primarias tendrá a Manuel Valls y a Arnaud Montebourg, un también ex ministro de Economía de Hollande y disidente del PS.
Para la izquierda, la designación del católico François Fillon como candidato de la derecha significó un poco de oxígeno. Con él como adversario, las diferencias entre izquierda social demócrata y derecha serán más fáciles de escenificar. Sin embargo, los analistas se preguntan cómo hará Manuel Valls para hacer olvidar que fue el jefe del Ejecutivo que aprobó leyes como la reforma laboral que sacó a decenas de miles de personas a la calle y que recurrió a la aprobación de otras leyes controvertidas por decreto a falta de unidad de los parlamentarios socialistas. Hay, sin dudas, algo noble en el gesto de Hollande. La o las izquierdas, sin embargo, se quedan con pocas opciones de victoria. Las a menudo absurdas disidencias públicas, los titánicos combates de ego y la absoluta ausencia de una plataforma verosímil configuran un terreno complejo de labrar. Sólo la radicalidad de la reforzada derecha y la seria perspectiva de la victoria de la extrema derecha constituyen, por el momento, salvavidas ocasionales. El alejamiento de Hollande tiene un perfil de tragedia política. El mismo firmó el certificado de defunción de un mandato lleno de incomprensiones e incoherencias que empezó con una propuesta de ruptura y prosiguió con el afianzamiento inconfesado de ese socialismo incapaz de pensar la gestión política sin los credos liberales. La izquierda Titanic busca un nuevo barco y otro capitán en su navegación hacia lo incierto.