Desde Ciudad de México
Las pantallas de los televisores no tardaron en mostrar, pese a los mensajes de los locutores de mejor quédese en casa, las cadenas de jóvenes trepados en los montículos informes de los derrumbes, acarreando escombro a mano limpia, acercando palas, polines para apuntalar muros y techos, camillas. Como otros jóvenes, espontáneos y solidarios, hace 32 años. Como otros derrumbes, exactamente iguales.
Sin prestarles demasiada atención, las cámaras de televisión pasaban por encima de esas cadenas humanas, brigadistas que sin convocatoria formal mediante ya repartían agua, cubrebocas y pan a las multitudes espantadas; a aquellos que quedaron varados en las calles, envueltos en nubes de polvo.
Las empresas mediáticas, rebasadas por las redes sociales, de plano los ignoraron; no los entrevistaron, como tampoco prestaron atención a las parvadas de ciclistas organizados. Éstos, ágiles entre las masas de automóviles atorados en el tráfico colapsado, circulaban para aproximarse a los puntos del desastre.
Como en 1985, ellos y ellas salieron de la nada para dar la mano a los damnificados, invisibles para los corporativos mediáticos. Esos pequeños rasgos de lo que, en aquel entonces, Carlos Monsiváis bautizó como sociedad civil. Parecidos pero diferentes, porque los muchachos y muchachas de 1985 no podían apoyarse, como los de hoy, en los teléfonos móviles, los whats app, los telegram, los hashtags, las alertas en redes sociales, los mapas satelitales y demás herramientas de la tecnología que los hicieron mucho más eficientes.
Desde las 13.14 horas, todos los canales abiertos o de pago empezaron a transmitir sin cesar. No hubo Rosa de Guadalupe, ni Enamorándonos, ni otras telenovelas o programas de entretenimiento que desplazaran la labor informativa.
Primero abundaron las imágenes del movimiento brusco, los postes bamboleantes, el terror de la gente que salía a chorros de los portones de los edificios, incrédula; los edificios en una danza inverosímil. Pero cómo, si hacía poco más de una hora esa misma ruta de salida había sido un simulacro, un ejercicio amenizado por el relajo. Y ahora, sin alarma sísmica previa, sobrevenía con toda la fuerza de la tierra un sismo en serio. Con graves consecuencias.
Y en la medida en que esas consecuencias se hacían evidentes, en el registro televisivo aumentó el caos. El 19 de septiembre, nada menos y nada más; 32 aniversario del terremoto de cuando los mayores teníamos 32 años menos. Cada programa, en todos los canales, tenía preparado un segmento especial de aniversario, un stock de imágenes listas. Y éstas, los brutales derrumbes de 1985, salieron al aire mezclados con el escenario de hoy. Confusión por momentos.
Las grandes figuras de la pantalla empezaron a tomar su lugar. Puntuales, mostraron las cifras oficiales, los boletines, el conteo de víctimas fatales verificadas que aumentaba hora tras hora. Los productores de los programas noticiosos empezaron a cazar las imágenes ciudadanas, otro signo de los tiempos del celular todoterreno. Así, los mejores reporteros fueron anónimos, ciudadanos de a pie, quienes con sus celulares captaron las escenas que veríamos minutos después, una vez y otra hasta el infinito: los derrumbes, los rescates, las víctimas, la catástrofe en tiempo real. Eso sí, sin que nadie les diera al menos crédito.
En la carrera sorda entre televisión convencional y redes sociales se consumieron las horas de las nerviosas audiencias. Pero mucho después de que terminara el último noticiero, cuando los agotados chilangos apagaron la tele, dispuestos a enfrentar los miedos íntimos y el insomnio, la sociedad civil reloaded continuó ahí, al pie del cañón, en las calles devastadas.
Los jóvenes no lo saben, pero en 1985, esa fuerza que ahora los empuja a ellos le ganó la carrera a la consigna oficialista que apostaba a la parálisis de la sociedad: Vuelta a la normalidad, nos recomendaron. Y no, nadie regresó a esa normalidad.
* De La Jornada de México. Especial para Página/12.