El siglo XXI se ha olvidado de Sartre. Para este siglo de la inmediatez, de la gastronomía hecha espectáculo, este filósofo de la pos guerra le ha parecido demasiado zopenco, de una vocinglería quizá un tanto parroquiana. Bien es cierto que la filosofía se ha empapado de otros nombres, ha preferido a ese bucanero insolente de Heidegger, a ese meloso intransigente de Foucault. Como este es un siglo que también tolera las figuras menores, puede adivinarse en algunos casos a esa dupla juglaresca de Deleuze y Guattari (mucho mejor que esa burda y atmosférica Ortega y Gasset) a los que ahora vienen a agregarse hombres gibosos e ilustres como Simondon. Lo cierto es que Sartre huele mucho a Unión Soviética, a Guerra Fría, a épocas en que negarse a recibir un Nobel era el paradigma lúcido de la confrontación, equivalente hoy día a detener de un sopetón a esos hombrecitos impertinentes de Greenpeace que te frenan en medio de la peatonal y decirles: gracias, pero yo estoy con los Médicos Sin Frontera. El siglo XXI, a la postre, prefirió a esos hombres y mujeres que vieron el mayo del 68 desde el sillón de su casa, porque los treinta gloriosos habían traído unos cuantiosos e indeterminables problemas pero los televisores (eso sí) eran un objeto a no despreciar.
Más allá de estas circunstancias -de las que no pueden olvidarse esa cosita de amor indefendible hacia un PC corrompido y voraz, que multiplicaba gulags con una facilidad casi infantil; o esa tierna predisposición al paparazzi, tan impropia de un intelectual fornido y cojonudo‑ lo que nadie se atrevería a reprobar es que Sartre ha sido un gran analista de la mirada. Docentes y ebanistas, prestidigitadores y pendencieros, ocultistas y psicomagos, acuerdan en este hecho. No es casual, entonces, que este siglo en que la mirada y el precio a pagar por ser mirado se han convertido en leña privilegiada de conferencistas, nuevamente vuelva a nombrarse a este filósofo enquistado del siglo XX.
Dentro de la serie de conclusiones relativas a lo ocular que este extraordinario pensador ha desarrollado una de las más interesantes es la que se refiere al proyecto individual de cada uno. Boris Groys, el esteta rojo alemán, lo sintetiza de este modo:
"Sartre describió el estado del ser‑como‑proyecto como la condición ontológica de la existencia humana. De acuerdo con Sartre, cada persona vive desde la perspectiva de un futuro individual que necesariamente permanece inaccesible a la mirada de los otros. (...) Si uno está involucrado en un proyecto -o, más precisamente, vive de acuerdo a un proyecto‑ siempre está ya en el futuro. Está trabajando en algo que no puede mostrar a los demás, que permanece oculto e incomunicable".
Es decir: como es una deficiencia generalizada depositar en el otro lo que uno no pudo ser (porque los intelectuales recomiendan la bohemia o la jurisprudencia; los mozos, el patronazgo; los viajeros, el letargo) cuando uno tiene un plan implacable no hay nada mejor que mordisquear el ecosistema que nos rodea hasta reducirlo a esos sótanos que ganan en su via oppositionis por la amplitud y frugalidad de sus ventanas.
Casos típicos de ostracismo sentimental en pos de la prosecución de una obra mayor: Gustave Flaubert, enterado de su rol histórico como heresiarca apologético de la prosa; Steve Paul Jobs, soterrado en su garaje californiano hasta cultivar su primigenio y verde millón; Jorge Federico Hegel, cuya dialéctica -no atreviéndose a decirlo nunca‑ cerraba en la puerta misma de su casa en Stuttgart; Gregorio Samsa, cuyo mayor mérito parece haber sido el de haber sido leído por el místico Borges; Marius Pontmercy, hombre de barricadas, viviendo con dos peniques y tanto por día sólo para que sea transportado por Jean Valjean en el transcurso de kilómetros por las alcantarillas inmundas de París; Sirius Black, prófugo de los crueles dementores, quien logró sortear sus embrujos gracias a su preciada y bien confiada inocencia.
Estos ejemplos, exitosos en su cometido, bien demuestran que un cierto estatus del encierro es potable y hasta recomendable. Para aquellos que no soportan los memoriales del subsuelo, siempre es útil la utilización de los párpados, aquellos artefactos carnosos que nuestro amigo Jean Paul desterró del infierno, capacitados de suprimir, por espacios precoces e inalcanzables en su miniatura, la realidad de los visto. Con sólo cerrarlos pareciera que la presencia pegajosa de la vida se aniquila y pueden nuestros pensamientos navegar por las imaginaciones más diversas.
Lo que siempre es recomendable, en todo caso, es que el encierro no sea tal como para terminar nuestras vidas al ritmo de tipos como Antonin Artaud (lamentable) o Louis Althusser, quien gracias a una suculenta suma -estadística confidencial‑ de la cúpula rabínica de la academia francesa pudo haber pasado su femicidio como un simple estrago en el arte masajista japonés del shiatsu. El encierro a la mirada del otro, la clausura hacia sus influencias y opiniones, puede generar cuotas notables de demencia e insalubridad. Como nos recuerda David Hume: el celibato, el ayuno y la penitencia, la mortificación, la negación de sí mismo, la humildad y el silencio, la soledad y toda esa serie de virtudes monacales, al embotar el entendimiento y oscurecer la imaginación, deben colocarse en el catálogo de los vicios. Lo recomendable es, como todo lacaniano sabe, encontrar la medida adecuada. Si bien, a la hora de encarar un proyecto, hay que atropellar los semanales con una cierta manera sabática, tampoco hay que creer que Jehová dio sus metódicas instrucciones dominicales al reverendísimo cuete. Cada tanto hay que bañarse y afeitarse, salir a reconocer humanos al mundo abierto, sentarse y escribir, al menos una hoja, que pueda, por algún instante, deslumbrar al mundo. Hay que dar noticias, visitar familiares, hacer uso de las tradiciones culturales. Comentar, por sobre todas las cosas, lo bien que anda nuestro proyecto. Y de una vez por todas, decirle a nuestros afectos que no se preocupen, que cada vez que adivinen en un baño el cartel de ocupado, que cada vez que un whatsapp es omitido y no contestado, hay un hombre o una mujer decodificando un gran proyecto hacia su futuro.