Desde México
Hace unos años, las mujeres chilangas (las que viven en la Ciudad de México) vieron con buenos ojos la llegada de Uber a una de las metrópolis más pobladas del planeta. Por entonces, el servicio tenía pocas unidades, era caro y las que podían pagarlo priorizaban la seguridad que prometía: registrar y localizar electrónicamente, con número de patente incluido, a cada conductor que las llevara. Luego el servicio se hizo masivo, bajaron las tarifas, hubo acuerdos con el gobierno capitalino y tomarse un Uber pasó a formar parte de la cultura local. Las ventajas parecían imbatibles: en una megalópolis donde el transporte público es calamitoso -la red de subte quedó muy chica y los colectivos son inseguras carcasas de hojalata-, por menos de tres dólares se puede atravesar media ciudad sentada, leyendo o dormitando, en lugar de estar luchando con el tráfico, que aquí es un mal crónico. Y en un país donde se toma muchísimo, acudir al Uber para regresar de una noche de fiesta sana y salva, sin más daño que una borrachera, es una regla de oro –para las que pueden pagarlo, claro–. El alquiler de autos a través del teléfono se extendió al resto del país y surgieron varias empresas con un servicio similar. Ya no había vuelta atrás, decían muchxs. El radiotaxi o las paradas de taxi ya sonaban arcaicas y eran muy pocas las mujeres que se atrevían a tomar un taxi de la calle. Pero todo cambió hace unos días: en la madrugada del 8 de septiembre, Mara Castilla, una universitaria de 19 años, salió de un bar de la ciudad de Cholula (Puebla) y tomó un Cabify (sistema de choferes vía teléfono) que le había pedido su hermana. A esta última le sorprendió que Mara no llegara: el trayecto no tomaba más de veinte minutos. Abrió su teléfono y vio el ticket del viaje, que aparecía como completado. Se fijó en la aplicación quién había sido el chofer y lo llamó. El hombre aseguró que Mara se había bajado en su domicilio. Pasaron las horas y Karen Castilla hizo la denuncia, pero las autoridades no hicieron nada más. Después de unos días, el chofer se presentó a declarar. Había inconsistencias en su relato y apareció un video de la cámara de un vecino: se veía que el auto se detenía frente al domicilio, pero nadie bajaba. Días después, el cuerpo de Mara fue encontrado al costado de una autopista. La habían violado y asfixiado en un hotel alojamiento. Las pruebas contra el chofer son abrumadoras y el gobierno poblano promete un castigo “ejemplar”. Pero ¿de qué sirvió tener todos los datos del femicida? “Gracias, pero Mara no debería haber muerto” dicen enfurecidas las mexicanas que recuerdan que hace un año, en la Condesa –el Palermo Hollywood capitalino–, una chica fue violada por un chofer de Uber, pero los rumores aseguran que el caso se dirimió en un arreglo extrajudicial, pues no se supo nada más. Mientras Uber y Cabify se pelean entre sí –la primera no informó que el asesino de Mara había sido despedido de su plataforma por violar “sus protocolos”–, el gobierno revocó el permiso para operar de la segunda y, bajo la bandera #NiUnaMenos, ya hubo marchas en varias ciudades del país para exigir seguridad para las mujeres.
El movimiento feminista parece no darle demasiada importancia al hecho de que Mara murió en un servicio de autos aparentemente seguro. Si fue asesinada, dicen, es porque en este país donde desaparecen más de 2000 mujeres al año, ni el miedo a ser atrapado frena a los violentos. ?”A qué grado de impunidad hemos llegado que ya ni eso [ser descubiertos] les intimida”, se pregunta la editora, escritora y artista Mónica Nepote en diálogo con Las 12. Otras feministas como la norteña Jane Terrazas, lamentan la muerte de la estudiante poblana pero recuerdan que “han sido días difíciles para la frontera (entre México y Estados Unidos), pues en Ciudad Juárez la semana pasada dos mujeres de 17 y 25 años fueron asesinadas, pero no lograron visibilidad internacional como el caso de Mara Castilla. ¿Por qué?”, se pregunta en un escueto mail enviado desde esta ciudad tristemente célebre. Para los medios extranjeros la sensación es que en Juárez ha mermado la violencia contra las mujeres, pero las cifras indican lo contrario: desde 2010, el índice de femicidios aumentó más del 40 por ciento, subraya Terrazas.
Pero las mujeres también desaparecen en Sinaloa, Guerrero, Baja California, el estado de México y otras zonas del país. De hecho, “Puebla es un estado tremendo: en lo que va de 2017 se contabilizan 87 femicidios”, recuerda Nepote. Mientras se muestra ofuscada por lo que llama la “polémica distractora” de la marcha separatista –el fin de semana pasado, algunas feministas de la capital mexicana se negaron a que los hombres marcharan junto a ellas contra el femicidio de Mara–, se refiere a los servicios tipo Uber, que han quedado bajo la lupa. “Son fórmulas basadas en la confianza mutua que funcionarían en otros contextos, pero en México, con una crisis contundente de legalidad, esa supuesta confianza fracasa. Y no porque nuestro sistema sea reacio al neoliberalismo sino porque el agandallamiento –aprovecharse del otro– como modelo de cambio y el contexto de violencia contra las mujeres parece fagocitarlo todo”, explica Nepote. Sí, en un principio, confiamos en el desarrollo tecnológico, casi ciegamente, dice. “Porque tu amiga española usa la misma app y tienes las patentes y buenos precios... Sin embargo, el caso de Mara es la bofetada de lo real: hay meta-datos y geolocalización, pero no existen protocolos específicos para contextos precarios [como el mexicano]”. Lo que hay, dice, es un negocio desleal que aprovecha el miedo de una ciudadanía que ruega porque “algo de lo que nos ofrecen funcione”.
En paralelo a las diferentes marchas por Mara –en un gesto sin precedentes, diversos empresarios de Puebla marcharon al grito de “Basta”– una iniciativa ciudadana para proteger a las mujeres que salen de noche ha inundado las redes sociales: bajo el hashtag #micasaestucasa, mujeres y hombres ofrecen su hogar a las que deben trasladarse solas. Aunque bienintencionada, la propuesta causa risa en algunas, que opinan que “nadie en su sano juicio se iría con ningún hombre o mujer que no conoce”, como sostiene la crítica cultural y activista por los derechos de las mujeres Lucía Melgar. Sin embargo, para ella algo ha cambiado desde el asesinato de Mara. “Creo que pudo influir que fuera estudiante universitaria, que usara un medio de transporte que muchas chicas creen seguro y que su familia hiciera mucha difusión del caso en las redes sociales. Los dos primeros factores pueden haber hecho sentir ‘más cerca’ el riesgo entre círculos que se han sentido más protegidos por la violencia. “Quizá me equivoque, pero ésto podría explicar que haya habido más movilización inmediata, fuera de la universidad, que en el caso de Lesvy Berlín Osorio, la chica que fue asesinada hace pocos meses en la UNAM y que a la vista de algunos se expuso más por estar en un lugar desierto en la noche”. Para Melgar, todos los casos de femicidios “son igualmente importantes, pero estamos rodeadas de tanta violencia que hay gente que necesita ‘identificarse’ más con la víctima, para ver lo que pasa y reaccionar”. Sí es necesario, dice, contar con una red de amigas y acompañantes si sales de noche, pero, sobre todo, hay que exigir un cambio de políticas y de actitudes sociales. Porque hay mujeres que desaparecen de día, observa. Y termina la conversación de forma contundente: “Mientras tengamos altos niveles de impunidad, en México el mensaje para los hombres es que no les va a pasar nada”.