Veinte años es mucho tiempo. A Elena Padín Olinik no le importa contradecir al tango “Volver”. En su afectuosa sonrisa preserva algo de la adolescente que fue, como si trabajar rodeada de libros viejos fuera una fuente de eterna juventud. La librera anticuaria festeja dos décadas de su librería Helena de Buenos Aires hoy a las 20 en Esmeralda 882. “Desde muy pequeña tengo recuerdos de la biblioteca de la casa de mis padres. Durante años me obsesioné con los diccionarios, era un deleite abrir cualquier página y maravillarme”, recuerda la librera a PáginaI12. “Todo era una gran sorpresa; con seis o siete años los pesados Sopena eran el regalo perfecto para las noches antes de dormir”. La familia de Padín Olinik –combinación volcánica de ucranianos con españoles– es mayoritariamente de educadores en Humanidades. Ella se dedicó a la educación varios años hasta que conoció a Justín Piquemal Azemarou, un francés que llegó a la Argentina en 1962 y no sólo se quedó, sino que puso una librería anticuaria. “Quería que fuera a darle una mano y comencé tímidamente en un local pequeño en la Galería Buenos Aires de Florida casi Córdoba. Estuve muy entusiasmada por nueve meses hasta que decidí que era momento de tener mi lugar”.
El culto a la amistad se celebra entre libros raros, primeras ediciones, ejemplares autografiados o dedicados, fotografías, afiches y mapas. “En mi negocio, el cliente es cliente–amigo; el que busca un libro tiene la necesidad de tener más conocimiento del tema que está leyendo, y la conexión y la comunicación es retroalimentada”, plantea Padín Olinik. “Es verdad que en este rubro hay pocas mujeres. Es muy posible que mi caso sea especial. En la Asociación de Libreros Anticuarios está Carmen Rua y también Susana de Aquilanti. Yo he hecho de mi vida libresca una vida de gran alegría, rodeada de la amistad de colegas que me han dado ánimos para seguir adelante. Hace más de veinte años no era sencillo moverse en este ámbito. Pero mi librería fue creciendo desde un local de tres por tres a este lugar donde estuvo la maravillosa librería L’Amateur, reconocida por coleccionistas y colegas del mundo. Yo soy la hacedora de este lugar adonde uno puede venir a charlar y tomar un café o un whisky después de las siete de la tarde. Y si encuentra el libro que lo está esperando, puede comprarlo. Coinciden dos músicos que se quedan hablando de la música en la época de Rosas y después nos deleitamos una hora con sonatas de Chopin en el piano de la librería; o un historiador aficionado con un gran escritor, o dos turistas curiosos con un vecino que conoce la ciudad al dedillo. Es un lugar mágico”, subraya.
“Para que un libro se considere antiguo debe tener cien años desde que está editado, pero esos límites se mueven. En estas librerías tienen diferentes grados de importancia y consideración por muchas características: el autor, el título, el estado de conservación, si está ilustrado, si es una tirada corta, si es difícil de hallar y tantas cosas que hacen a su valoración y tasación. Los niveles de rareza son un capítulo aparte”, explica la librera. “Un libro antiguo tiene una historia que lo precede, alguna mano amorosa lo tuvo antes y dejó sus huellas o alguna nota al margen, o el boleto del tramway. Un libro también alberga la hoja de un árbol que daba a la ventana del cuarto de un niño en Londres, en 1925. Ahora está en un estante en la librería, a más de doce mil kilómetros de distancia. Un señor muy anciano se acerca y me pide verlo y cuando lo toma, se emociona y me dice: ‘Ya verá usted cómo está mi nombre escrito en la primera hoja del libro’. Además del nombre de puño y letra del otrora niño, están las nervaduras de la hoja del árbol que asomaba en la ventana del pequeño lector. Esas cosas hacen que mi actividad valga la pena”, reconoce Padín Olinik.
¡Cuántas satisfacciones almacena en su memoria de librera! Después de cuatro años encontró Loncagüé. Relatos de frontera de John W. Maguire, que un cliente le había pedido. En la película de su vida aparecen escenas condensadas en diversas materialidades anticuarias: fotos de la presentación de García Lorca de Bodas de sangre y de La zapatera prodigiosa en Buenos Aires, con dibujos y dedicatorias en el reverso; libros dedicados por Borges, Victoria Ocampo, Roberto Arlt, Pablo Neruda o García Márquez; manuscritos y primeras ediciones de grandes historiadores y escritores. “Todos ocupan algún lugar en la memoria y traen nostalgia, a veces recordando la tristeza que me embarga cuando los entrego, aunque es verdad que los libros llegan a las manos que los cuidarán y atesorarán por largo tiempo. Es una caricia ante el desprendimiento de la pieza”, asegura Padín Olinik.
Elena se despide con una gran anécdota. Hace ocho años entraron a la librería dos españoles, “inversionistas del otro lado del mar”. Uno de ellos se presentó; el otro jamás emitió sonido. “Me dice que ya saben quién soy, que saben de mi actividad de tantos años y que quieren comprar todo: los libros, las estanterías, los muebles, los adornos, las computadoras. Y que me van a pagar un millón de dólares por todo, incluido el nombre de mi librería”, cuenta todavía asombrada por el recuerdo de esa suma demasiado tentadora. “A mi lado estaba Nicolás, mi mano derecha. Yo tomé la tarjeta, no recuerdo bien lo que dije. Esa noche nos quedamos dilucidando la propuesta. Nicolás quería que vendiera, me decía: ‘¡la librería sos vos, tus clientes irán adonde te mudes; con ese dinero armamos cuatro librerías y te queda guita!’. Esa noche, que fue larga, terminó con una frase que seguiré repitiendo: ‘quiero permanecer en mi librería, donde me lo paso genial todos los días, ni loca la vendo, ni aunque duplicaran la cifra’. Rompí la tarjeta esa madrugada, ya ni me acuerdo el nombre del español. Ahora sé que hice bien”.