(…) Entre 1992 y 1999, organicé anualmente en el Instituto Goethe de Buenos Aires un ciclo de conciertos, charlas y exposiciones que bauticé Estetoscopio, aludiendo a que el objetivo era registrar el pulso/la pulsión/el beat de las subculturas juveniles de entonces (tanto de Alemania, como de acá). En su primera edición, el diseñador Alejandro Ros me ayudó a armar una muestra que se llamó “Feria de platos” (por entonces todavía nadie se refería al “Escuelismo” para definir este tipo de propuestas, mientras que la galería del Rojas estaba en ciernes). Convocamos a músicos de rock y a artistas plásticos por igual (otro objetivo: borrar fronteras entre los mundos del Arte y del Rock), simplemente pidiéndoles que cuelguen en el foyer del Instituto un plato hecho o decorado por ellos mismos. Sergio Avello fue uno de los tantos artistas a los que invitamos.  

Aunque el solo hecho de que el evento fuera gratis alentara la curiosidad, en aquellos tiempos pre-Facebook, había que insistir para que la convocatoria satisficiera. Se lograba a fuerza de flyers, el boca a boca y un avisito en el suplemento Sí de Clarín. Recuerdo que aquel primer viernes de todos los viernes, la cola de gente se agusanaba hasta terminar cerca del cordón de avenida Corrientes. Y faltaba algo todavía: un plato solo, sólo a una hora de dar sala. Justamente era el de Avello. 

A apenas 15 minutos de que todo comience, llegó el artista, salteándose a los saltos la fila entera, hasta golpear el vidrio de la puerta para que le abriéramos ya. Del brazo le colgaba una bolsa de supermercado. Abramos, que ahí adentro debe estar el plato faltante. Todo él era una maraca de sudor, temblando y hablando sin parar, justificándose y excusándose desarticulado a más no poder, rogando. Pero el momento fue el momento en que la obra emergió del escroto Coto. Lenta y delicadamente, como si sostuviera a punta de dedos un élitro de libélula japonesa en extinción, fue desembolsando lo que resultó ser un collage redondo a base de pedacitos irregulares de cerámica, todos conviviendo de prepo. Si no recuerdo mal, no había figuración alguna, ni dibujo ni nada, el redondel estaba todo pintado de azul. Un azul fuertón, primariamente pop. Más Klemm que Klein. El acabado todo pendía de un hilo, dependía de la eficiencia de Poxipol.

“La culpa la tuvo un chongo”, arrancaba el cuento que, de alargarse, habría puesto en peligro la puntualidad alemana. “Me bajé del tren, lo vi y enseguida nos fuimos a unos pastos al borde del andén. Me tiró boca abajo y el plato salió rodando, con tal mala suerte que cayó sobre un adoquín y se hizo añicos. Recién cuando él se fue, levanté pedacito por pedacito y los guardé. Compré pegamento acá en Retiro y lo recompuse todo, quedó divino, ¿o no?”. 

Entonces intervenían las pestañas. Las usaba mucho para pedir perdón. Marcos radiantes para cada iris esmeralda, para una mirada que se dejaba ver sin fondo. Las pestañas aleteaban sin volarse, con el swing seductor de unas plumas de pavo real. Puede ser que alguna picardía brillara no tan al fondo, pero formaba parte de un glamour tierno que a él le sobraba. Era su versión de la súplica que el Gatito de Shrek inmortalizó en emoticón. Difícil no caer rendido.

Por supuesto que unimos el plato al espacio que lo estaba esperando, y anduvo entre los más comentados (el de Tía Newton también: cómo no, si era el único de madera).

Por un tiempo, no volví a verlo más que en situaciones sociales. Nunca fui su amigo íntimo. Pero nos teníamos en cuenta (en esos tiempos, las personas les contestábamos a contestadores automáticos hasta que los humanos coincidíamos). Así como yo lo había invitado a participar de una muestra en el Goethe, a los pocos años, él me convocó tres veces como DJ para tocar en Proa. Conocí a muy poca gente, en el mundo de la plástica de entonces, como Sergio, con tanta entrega a la hora de escuchar, estimulado o no químicamente. Su pack gestual consistía en ojos cerrados más sonrisa. Mucho nivel de concentración. Trance. Su cuerpo conectado a los otros en la pista. Vaso en una mano. Cuando entreabría los ojos, se lo veía atento a que todo funcionara. (…)

 

***

En ese plato del ‘92 -que ahora recuerdo como una tapa de Nivea trizada, tamaño postre- se cicatrizaban las consecuencias de un modus vivendi, ése que nunca emergía en su obra figurativamente (cero etología/costumbrismo gay). Un lado B siempre invisible. Esta vez el ornamento denunciaba el “crimen”. 

Chongo o mamada, sustantivos que convivían en la sintaxis de ese dark side cuando se concretaba como relato post factum, llegaron a convertirse en títulos de dos obras monocromas del 2004. Pero, ¿qué tenía que ver un chongo con el color verde; una mamada, con el rojo? ¿Sentido figurado, metonimia, arbitrariedad del signo, capricho, crítica de la representación o qué? Podríamos optar por alguna moraleja entrando en aguas semióticas: entre el nombre y la cosa no hay más que ruido. La interferencia, la disfunción, el glitch, el blooper están siempre haciendo ruido en su obra. La bandera de luces se apaga, el vúmetro-semáforo anuncia la sordera, el paisaje salteño se corta por un espejismo, el homenaje a LeWitt chorrea esmalte y de paso le chorrea a Davenport; a cada vaharada, el Riachuelo delataba su corrupción durante las raves en Proa. Su idea de la belleza necesitaba una dialéctica sin cierre, obligando a que la desarmonía encuentre las formas más armónicas posibles para manifestarse, incubando por dentro un resto siniestro. “El acierto radica -escribió Andrea Giunta sobre Volumen apenas fue instalado en Malba- en el hecho de que sus señalamientos no traducen el residuo moral en una proclama sino que lo convierten en un bello espectáculo”. Cuando se revela esa dimensión ética en las obras de Avello (el “esteticista” in extremis), y se las confronta con las del arte que no duda en considerarse “político”,  éstas no logran disimular su obviedad, su espectacularidad y, finalmente, su aporte ornamental al periodismo. 

 

***

A la manera de iniciados en las paradojas del párergon derridiano, parece que Guillermo Kuitca y Sergio Avello discutían a causa de sus diferentes puntos de vista sobre el framing (tanto el enmarcado como lo que se deja afuera del cuadro) en pintura. “No te cuelgues tanto del marco. Pintá más”, cuentan que el maestro le decía al discípulo, un díscolo que no lo reconocía como tal y le respondía: “Yo primero necesito el marco, después veo cómo sigo”. En efecto, eso de “Primero el marco, luego la obra” (trasposición del famoso “Primero publicar, luego escribir”) queda establecido como modus operandi. 

El framing es un método esencial para Avello que decide preservar lo pictórico de lo humano (“el ser humano me parece una basura”) y la “superinformación”. Lo que llamaba su “despojamiento preciosista” dependía tanto de esa “vida” que se dejaba afuera (el despojo) como del refinamiento que suponía lograr un arte decididamente geométrico (“Soy geométrico porque pinto adentro de un cuadrado”). Sin embargo, una vez enmarcado el cuadro, la obra de arte se vuelve el mueble que tanto quería Matisse que fuera: finalmente los artistas contribuyen a la decoración de interiores de los coleccionistas, ¿o no? Por eso, Avello nunca quiso ser más que un artista orgullosamente “decorativo” (ni siquiera meta-decorativo, como ciertos compañeros de generación: Schirillo, Gumier Maier, Laren). 

Existe otra dimensión del framing que obsesionaba a Avello. Se trata de la puesta de la obra en escena, su montaje en el llamado cubo blanco. Qué sintaxis elegir para “poner” los objetos artísticos en la galería o el museo. Montajista, ambientador, decorador, Sergio Bernardo Avello se vendía como “Joven profesional multipropósito”, aunque sobre todo era un puestista. Incluso de sí mismo, como lo demostró en la muestra In situ (Dabbah-Torrejón). Pero también, de discotecas y aun de un museo privado, Proa. Primero el marco…

 

***

Me decía Gaby Setton, una de las amigas íntimas de Avello en sus últimos años, que era experto en sanguchitos de miga: “Necesitaba una forma higiénica y portátil de comida, porque se pasaba el día caminando por la ciudad; al final, era un homeless con casa”. Cuando le conté el episodio del plato reconstruido, recordó que el primer electrodoméstico que se compró para inaugurar casa propia fue un lavavajillas. Toda una excentricidad, por lo menos en la Argentina. 

En los testimonios sobre Avello se ratifica su obsesión por la limpieza. ¿Un ideal ascético? Al momento de hacer obra, Prior recuerda que limpiaba 3 horas para pintar media (su asistente, La Paraguaya, corrige apenitas la desproporción: “3 horas de orden y una de trabajo”). A Daniel Joglar le impresionaba la asepsia de su taller. Eduardo Capilla aprendió de Avello a no dejar que los cepillos de dientes (utensilio que preserva la intimidad cuando uno anda de casa en casa) se gastaran. 

Como no se representaba en su obra, tampoco en su persona delataba su temporada en el paraíso/infierno del sexo marginal. Podía desaparecer días sin que nadie supiera en dónde y haciendo qué con quién estaba. Pero cuando volvía, otra vez bien peinado y afeitado, subía el pecho en cuadrillé con remera abajo, todo rociado en Roger & Gallet. Acaso el sauna oficiara como purgatorio: justamente, espacio de transición entre la intimidad y lo público, donde sublimar impurezas y pecados. Dicho esto, se sabía que la procesión iba por dentro (Hepatitis C, VIH, cáncer), pero por fuera “siempre impecable, un caballero”. O fuera del campo visual, hasta volver a estar presentable. (…)

El -bueno, él y su sonrisa- era el marco de todo lo que había producido. De existir un legado suyo, de él que era un artista conceptual sin autoconciencia, la moraleja enseñaría que vivir en la Argentina es un arte. Hay que saber encontrarle una entonación a nuestro dasein nacional, al maldito karma de vivir al sur, siempre en la precariedad, la torpeza y la inminencia del blooper. Eso dicen Volumen o Bandera, mediante lucecitas de colores que funciona mal. Es decir, sin decirlo. Con una iluminación lúcida. Su estilo.

Entonces: Hay una forma de ver alla Avello. 

Una forma de ver el azul y blanco del cielo, el cielo nuestro que fuera su ideal de belleza. 

Alla Avello, una forma de ser argentino hay, pero no hay que perder de vista algo fundamental: el arte de sonreír. Acá, nunca.l

*Fragmento del texto que puede leerse en el libro-catálogo Sergio Avello: joven profesional multipropósito (2017), editado por Gabriela Comte.